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domingo, 5 de octubre de 2014

Reconocer la propia debilidad

Por Alfonso Aguiló

Un rabino judío decidió poner a prueba sus discípulos. ¿Qué es lo que haríais, hijos míos, si os encontraseis un saco de dinero en el camino? 
 
El primero respondió de inmediato y dijo: “Lo devolvería a su dueño, maestro”. "Ha respondido muy rápido y muy seguro –pensó el rabino–, me pregunto si será realmente sincero." 

El segundo discípulo mostró una tímida sonrisa y contestó: "Si no me viera nadie, me lo quedaría." "Ha hablado con sinceridad –se dijo para sí el rabino–, pero no es persona de confianza." 

Finalmente, un tercero dijo: "Probablemente tendría tentación de quedarme el dinero, por eso rogaría a Dios que me diera fuerzas para resistir este impulso y actuar correctamente." "Este sí es sincero –concluyó el rabino–, pero, además, puedo confiar en él". 

Hay bastantes personas –como el segundo discípulo, el que dijo que se quedaría el dinero– que no esconden su falta de principios morales, y lo justifican quizá con un supuesto “sentido práctico” a la hora de afrontar esos dilemas. O se amparan en que, según ellos, todo el mundo piensa igual, lo reconozcan o no. O aseguran que quien no se aproveche de esas ocasiones es un “infeliz” de “conciencia estrecha”. 

Esas personas siempre dan un poco de miedo. Algunas quizá lo dicen porque les gusta esa pose típica de antihéroe. Les parece que queda muy bien. Les deja a ellos como sinceros y “realistas”, y a los demás como simples o falsos. O quizá realmente esperan poco de los principios morales suyos o de los demás, aunque luego, ellos mismos, suelen criticar la falta de nivel moral de los demás y se escandalizan cuanto otros hacen cosas parecidas. Desde luego, si a ellos se les pierde un día la cartera y alguien se la devuelve con todo su dinero intacto, seguramente entonces reconocerán que hay formas mejores que las suyas de entender y vivir la vida, y que una sociedad con un mejor nivel moral es un mundo posible, y desde luego mucho más humano y más habitable que el que ellos construyen. 

En el otro extremo, hay otros, como el primer discípulo, que parecen ser todo lo contario. Tienen una fachada de gran dignidad moral. Aseguran ser muy rectos en todo lo que hacen. Condenan con frecuencia y rotundidad lo que juzgan como inmoralidades constantes de los demás. Y la verdad es que a mí me dan también un poco de miedo, quizá más que los anteriores. Porque parece que a esas personas no les afecta la tentación, no son vulnerables a nada, no saben que todos podemos caer con más o menos facilidad, sobre todo cuando somos así de presuntuosos. 

Considerarse inmunes a lo que hace caer a otros, es una peligrosa forma de suficiencia y de presunción. Mostrar poca comprensión hacia la debilidad humana suele ser propio de engreídos y prepotentes. No se dan cuenta de que ellos mismos también pueden caer en esos errores, o en otros peores. O que quizá incluso ya están cayendo en ellos, y parecen estar ocultos a sus ojos, aunque desde luego no a los ojos de los demás, que se asombran comprobando su ceguera para los defectos propios. 

Me gusta más la actitud del tercer discípulo: los principios claros, pero sabiéndose vulnerable, pidiendo ayuda, comprendiendo la debilidad propia y la de los demás. Sin transigir con el error, pero sabiendo que podemos caer en él. 

Saberse limitado y vulnerable es parte importante de la grandeza del hombre, que sabe reconocer sus malas inclinaciones y su fragilidad, que no las niega, que sabe llamarlas por su nombre sin autoengañarse. Ese autoreconocimiento implica una sabiduría cuyo alcance no es intrínseco a todo ser humano. Tener una conciencia profunda de los propios límites, de los puntos débiles, de las áreas en las que necesitamos mayor esfuerzo personal o mayor formación, es una muestra de sabiduría que todos debemos aprender. 

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