Esta sección de un artículo que publiqué en 1990, quería fundamentar cómo el aborto y cualquier otro tratamiento de las personas como objetos, se había iniciado alrededor de la no bien estudiada "revolución del 68".
Según algunos pensadores, la pertenencia a una especie como la humana no tiene ningún significado moral por cuanto respecta a ser persona[1]. Ser humano no basta para ser una persona. Se requiere mucho más, para que una entidad sea considerada persona y, por tanto, un ser de valor moral. Bastantes autores definen variados criterios, pero en general todos concuerdan en que, para ser persona, un individuo debe tener conciencia de sí en cuanto sujeto capaz de deseos y con "una desarrollada capacidad de razonar, querer, y relacionarse con los demás"[2].
Está claro que no todos los seres humanos tienen una capacidad desarrollada en este grado. No todos tienen conciencia de sí mismos como individuos, ni son capaces de relacionarse con los demás: entre éstos los niños no nacidos. Tampoco los recién nacidos tienen conciencia de sí mismos como individuos, ni un niño posee la capacidad desarrollada de razonar, querer, desear y relacionarse con los demás durante un cierto periodo de su vida. Por tanto, según estos influyentes escritores, los niños -y los adultos que pudieran comportarse como ellos, quizá por malformaciones cerebrales- no pueden considerarse personas en sentido estricto. No son, por tanto, sujeto de derechos que deban ser reconocidos y protegidos por la sociedad.
Basándose en la idea del no ser personas de los fetos, en este momento muchos justifican el aborto e, incluso, el infanticidio. Es interesante, en este sentido, advertir como una autora que justifica el aborto porque no considera al feto como persona, rechaza sin embargo el infanticidio, pero por razones puramente pragmáticas. Piensa, en efecto, que sería equivocado matar un niño, "al menos en este país (los Estados Unidos) y en este momento histórico..., porque aunque los padres no lo quisieran y no sufrirían por su destrucción, existen otras personas que lo desearían tener y serían… de este modo privadas de una gran alegría. Por esto -continúa- el infanticidio está equivocado por las mismas razones por las que es erróneo destruir riquezas naturales o grandes obras de arte”[3]
[1] Así piensa, por ejemplo, MICHAEL TOOLEY, "Abortion and Infanticide", Philosophy and Public Affairs, 2, 1972, 44, 48, 55. Del mismo autor es "Abortion and Infanticide", New York and Oxford, Oxford University Press, 1983, pp. 50-86; en él explica más extensamente esta idea.
[2] Uno entre muchos DANIEL CALLAHAN, "Abortion: Law, Choice, and Morality", New York, Macmillan, 1970, pp. 497-498.
[3] MARY ANN WARREN, "On the Moral and Legal Status of Abortion", in Contemporary Issues in Bioethics, ed. Tom L. Beauchamp and LeRoy Walters (2nd ed.: Belmont, CA: Wadsworth, 1982), p. 259. El ensayo original de Warren aparece en The Monist, 57, 1973.
Los políticos de tantos países —sean de derechas o de izquierdas, liberales o populistas— ganan las elecciones haciendo promesas que saben que no van a cumplir o incluso en algunos casos mintiendo descaradamente
En mi reciente viaje a Argentina tuve un amable encuentro con Daniel Dessein, editor de La Gaceta Literaria de Tucumán. Poco después, me pidió una colaboración sobre la crisis de la verdad y la intolerancia en el debate público. Ha aparecido el 17 de julio con una sugestiva ilustración. Lo reproduzco en este post pues quizás a alguno puede interesar.
Se dice a veces que hoy en día la verdad está en crisis, mientras que —me parece a mí— lo que realmente pasa es que abundan los políticos que mienten sistemáticamente. Hace unos pocos meses asistí a la defensa de una interesantísima tesis doctoral cuya autora mostraba el formidable efecto que la escritura narrativa puede tener en adolescentes en riesgo de exclusión. En la amable comida que siguió a la defensa tuve ocasión de preguntar a una profesora inglesa de comunicación política —que formaba parte del tribunal— su opinión acerca de Boris Johnson. Me contestó de inmediato y con una rotundidad inesperada: «¡Es un mentiroso!». De hecho, pocas semanas después, Johnson tendría que superar una cuestión de confianza en el Parlamento británico precisamente por ese motivo.
Lamentablemente, buena parte de los ciudadanos franceses o españoles vienen a decir lo mismo de sus gobernantes: «Tenemos unos políticos que mienten» es el comentario habitual de la mayoría. Al parecer, ya Maquiavelo en El príncipe (1513) recomendaba al gobernante el uso de la mentira cuando le fuera conveniente. Quinientos años después los políticos de tantos países —sean de derechas o de izquierdas, liberales o populistas— ganan las elecciones haciendo promesas que saben que no van a cumplir o incluso en algunos casos mintiendo descaradamente.
Quizás una diferencia notable entre los tiempos de Maquiavelo y el nuestro sea la generalización de los celulares y de internet que ha hecho que las mentiras de los políticos tengan casi siempre —como suele decirse— un recorrido muy corto. Es bastante fácil comprobar la distancia que media entre las palabras de quienes ocupan el espacio público de un país y su vida privada. No debo poner ejemplos. Solo me permitiré evocar una conversación de hace muchos años con el alcalde de mi ciudad en la que él me estaba mintiendo y, a pesar de advertir que yo me daba cuenta de que me mentía, prosiguió imperturbable con un discurso lleno de falsedades. Recuerdo que a partir de aquel día decidí mantenerme bien alejado de los políticos.
Quienes mienten piensan con toda probabilidad que los demás también mienten y por eso son de ordinario intolerantes con quienes se expresan de manera distinta a la de ellos. Por ese motivo, no se detienen a escuchar las opiniones de los demás, pues realmente no les interesan, ya que están persuadidos de que no pueden aprender o sacar ningún partido de las opiniones discrepantes. Por ejemplo, es frecuente que algunos gobernantes, incluso en países democráticos, a menudo no acepten preguntas en las ruedas de prensa o, si las aceptan, no contesten realmente a las preguntas. Por eso, a veces el espacio público parece en muchos países un gran guiñol en el que tanto el gobierno como la oposición representan sus papeles, pero en el que nadie se atreve realmente a decir la verdad. Algo parecido viene a ocurrir en muchas tertulias en los medios de comunicación.
Por el contrario, quienes aspiran a decir la verdad son siempre tolerantes con las opiniones de los demás, porque están convencidos de que en todos los pareceres hay algo valioso, algo de lo que podemos aprender. Esto es importantísimo. La mejor enseñanza de la filosofía es la convicción de que en cada esfuerzo intelectual hay algún aspecto luminoso, pues todas las opiniones formuladas seriamente dicen en algún sentido algo verdadero y son por tanto merecedoras de nuestra atención. Como el poeta Salinas pone en boca del labriego castellano: «Todo lo sabemos entre todos».
Se cuenta que cuando el escritor ruso Alexander Solzhenitsyn (1918-2008) se planteó qué podía hacer frente a la dictadura comunista, se propuso no decir nunca una mentira. Con aquella actitud Solzhenitsyn acabó siendo una de las piezas clave que derrumbó la Unión Soviética. A mí me gustaría hacer siempre algo así con lo que escribo. Con palabras del poeta cubano, reprimido por el régimen castrista, Heberto Padilla (Fuera del juego, 1969):