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jueves, 28 de septiembre de 2006

¿QUÉ VALE LA VIDA HUMANA?




Fernando Hurtado

La Iglesia en España se ha manifestado muchas veces, sobre la nueva reforma de la Ley de Reproducción Asistida, y sobre diversas declaraciones de propósito sobre temas de gran anclaje moral, como el aborto, la unión homosexual, y el matrimonio, por parte de varios ministros del actual gobierno español. Las palabras de los Obispos no dejan lugar a dudas, y entran por su mismo contenido en choque con las intenciones del Gobierno. Dos citas de un largo texto:

“El fin no justifica los medios. No es lícito matar a un ser humano, incluso en su frase de embrión, aunque se haga para curar a otro.”

“La ampliación –sobre la ley del aborto- se trata de una injusticia objetiva. De darse, estas reformas pondrían en cuestión la legitimidad del Estado de Derecho”.

Puede parecer que la Iglesia se presenta cerril en sus argumentos. Sería ingenuo caer en semejante afirmación. En todo caso, nos encontramos con una institución que es coherente con lo que ha afirmado siempre. Por tanto, nadie puede decir que ha habido “sorpresas” por parte de la Iglesia; en todo caso las ha habido por la contundencia con la que el nuevo Gobierno ha mostrado parte de su perfil ideológico, y su premura para imponerlo.

En estas líneas no voy a tratar en directo ninguna de esas propuestas de leyes civiles, sino en el fondo que subyace a las mismas, y que procede de la des-personalización del hombre obrada desde hace más de cien años por el materialismo histórico marxista. Baste contar, aunque uno se quede corto, las decenas de millones de muertos generados en sólo el siglo XX. Los partidos socialistas europeos reciben en herencia esa des-personalización, aunque renuncien a otros presupuestos del marxismo.

Deseo hacer una pequeña síntesis de las dificultades -más que del contenido- con las que puede topar hoy esta importante cuestión para ser entendida. ¿Qué noción de persona se encuentra difundida directa e indirectamente por los medios de comunicación y en la vida social y política?

Las citas de autores que sitúo a pie de página son tantas de ellas alejadas –y al mismo tiempo concentradas- en el tiempo, porque fue principalmente en las décadas 1960-1980 cuando se hicieron las formulaciones ideológicas que ahora están cristalizando. Las personas citadas son –según mi opinión- “los primeros y auténticos padres de esta nueva visión biologista del hombre". Al citarlas con todos los detalles, me lavo las manos por la crudeza de las declaraciones, y animo a que sean comprobadas… y completadas. El material es abundante.
Me gustaría que prestaran especial atención a las afirmaciones de Peter Singer, del cual, según me han informado, pronto se hablará mucho en España, ya que pretende ser rehabilitado, por poderosos medios de comunicación. Jamás empleo términos fuertes para designar las ideas de una persona, pero en este caso, me atrevo a calificarlas de monstruosas. Si es necesario, dedicaré más artículos a este personaje.

Desde ahora, quiero señalar que, según mi opinión, me parece que el debate sobre el respeto de la vida humana ha sido trasladado desde hace muchos años al valor de la vida humana, y conviene desenmascarar su simplificación. Muchos otros valores no vitales, materiales, han sido colocados por delante del valor del hombre. Por esto, el valor de la persona humana está siendo infravalorado no sólo en el ámbito de su dignidad al ser concebida o al nacer, sino en casi todos los ámbitos de la vida social: estado, familia, economía, empresa, sexualidad… Su valor material y funcional es el que se contempla de hecho en la vida corriente…

De este materialismo procede un existencialismo que, simplificando, podría expresarse en la siguiente formulación: "como el hombre es sólo un momento de existencia histórica, su existencia vale de acuerdo al proyecto de vida que presumiblemente asumirá o puede asumir". Como pueden comprender, desde esta perspectiva, un niño africano o sudamericano en naciones con hambruna es mejor que no nazca o, si es concebido, le "haremos el favor" de no vivir una existencia con un proyecto deprimente; él mismo "no desearía nacer" en esas condiciones… Incluso deberíamos preverlas para no correr riesgos. De ahí las campañas de esterilización dirigidas por la ONU en los últimos decenios en países del tercer mundo. En Perú, por “misericordia”, aunque no manifestando su intención a las víctimas, fueron esterilizadas unas cientos de miles de “inditas” por mandato del gobierno Fujimori. Qué sospechoso es que los sensibles medios de comunicación europeos y norteamericanos no valoraran esta noticia.

Otra consideración importante. Al no mirarla de un modo des-ideologizado, se está descuidando gravemente lo que podríamos denominar “ecología humana”: es decir, el natural enamoramiento y atracción entre hombre y mujer, su tendencia a la paternidad y a la maternidad, a tener y a criar hijos, a formar una familia estable, etc. Al “des-legitimar” una fundamental ecología del hombre, los legisladores se están viendo desbordados precisamente por su capacidad legislativa. En cierto modo, se podría decir que lo tienen todo por hacer, todo por ”legislar”. La ley civil está tentada más que nunca a determinar y decidir sobre los derechos fundamentales del hombre. Y esto no se puede permitir –“pondrían en cuestión la legitimidad del Estado de Derecho”, con palabras de la Conferencia Episcopal Española- como nadie debe permitir ningún totalitarismo.

Antes de continuar, quiero que quede constancia, por lo que diré a continuación, que antes de ser Doctor en Teología (Roma, 1981), soy Biólogo, de la primera promoción de la Facultad de Biológicas de la Universidad de Valencia (1975).


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Persona humana y "vida humana" .

Un recto concepto de persona es clave para no alterar el significado de otro concepto: vida humana. Sólo así podría entenderse lo que la hace "respetable", e, incluso, "respetable siempre".

Si a la persona la definimos como un ser de valor moral, hemos de aceptar que es sujeto de derechos que deben ser reconocidos y respetados por los demás y protegidos por la sociedad. De distinto modo que las cosas –no poseen valor moral-, las personas son sujetos y no objetos; las personas son insustituibles. No pueden ser nunca consideradas simplemente como medios, sino ser consideradas siempre como fines. La existencia de las personas da origen a lo que Juan Pablo II llamaba la norma personalista. "Esta norma, en su contenido negativo, constata que la persona es un bien que no va de acuerdo con la utilización "(1).

No obstante “la difundida creencia” entre buena parte de los hombres y mujeres de la calle de que todo ser humano "es persona", están “muy equivocados”. Bastantes ideologías y poderes políticos y económicos, que en buena medida conforman la opinión pública mundial, muestran una marcada tendencia a considerar esta opinión como una forma irracional de pensamiento; sólo la falta de reflexión podría atribuir a todos los miembros de la especie humana dignidad de persona(2).

Según estos ideólogos, la pertenencia a una especie como la humana no tiene ningún significado moral (3). Ser humano no basta para ser una persona. Se requiere mucho más, para venir considerado como persona y, por tanto, como un ser de valor moral. Bastantes autores definen variados criterios, pero, en general, casi todos concuerdan en que, para ser persona, un individuo debe tener conciencia de sí en cuanto sujeto y tener "una desarrollada capacidad de razonar, querer, desear y relacionarse con los demás"(4).

Está claro que no todos los seres humanos tienen una capacidad desarrollada en este grado. No todos tienen conciencia de sí mismos como individuos, ni son capaces de relacionarse con los demás: entre éstos figuran los niños no nacidos. Tampoco los recién nacidos tienen conciencia de sí mismos como individuos, ni un niño posee la capacidad desarrollada de razonar, querer, desear y relacionarse con los demás durante un cierto periodo de su vida. Por tanto, según estos influyentes "pensadores", los niños -y los adultos que pudieran comportarse como ellos, quizá por malformaciones cerebrales- no pueden considerarse personas en sentido estricto. No son, por tanto, sujeto de derechos que deban ser reconocidos y protegidos por la sociedad.

Basándose en la idea del no ser personas de los fetos, bastantes justifican no sólo el aborto, incluso, el infanticidio. Es interesante, en este sentido, advertir como una autora que justifica el aborto porque no considera al feto como persona, rechaza sin embargo el infanticidio, pero por razones puramente pragmáticas. Piensa, en efecto, que sería equivocado matar un niño, "al menos en este país (los Estados Unidos) y en este momento histórico..., porque aunque los padres no lo quisieran y no sufrirían por su destrucción, existen otras personas que lo desearían tener y serían... de este modo privadas de una gran alegría. Por esto -continúa- el infanticidio está equivocado por las mismas razones por las que es erróneo destruir riquezas naturales o grandes obras de arte"(5).

La opinión de que no todos los seres humanos son personas, y de que sólo el ser consciente de sí mismo puede hacer legítima la consideración de persona, es sostenida por numerosos intelectuales en diversos países. Por otro lado, ha sido aplicada con todos sus efectos en diversas culturas, occidentales o no. Que esto es evidente se prueba por la difundida legalización del aborto, por el "benigno" rechazo de los recién nacidos con malformaciones, por las doctrinas de los movimientos "por los derechos de los animales", y por la filosofía de la eutanasia.

Hay que notar que, según esta visión, una persona es esencialmente un sujeto consciente de sí mismo como individuo. La toma de conciencia es el elemento más importante. No lo es, en cambio, tener un cuerpo humano, viviente, ser un ser humano, viviente. Presupuesto para este punto de vista es que los seres humanos no se diferencian tan radicalmente de los demás animales. Algunos -aquellos para los cuales el atributo "persona" es apropiado- simplemente se diferencian de los otros animales (y de los hombres menos capacitados) por su grado de desarrollo. Y en realidad, para algunos intelectuales contemporáneos, individuos maduros de otras especies animales, por ejemplo, el gorila, el chimpancé y el delfín, tienen en ocasiones más derecho de ser considerados personas del que puedan tener los niños no nacidos o recién nacidos, muchos chicos y muchachas retrasadas o adultos dementes(6).

Es un pequeño esquema, que dejo a propósito incompleto y servido para que lo piensen.


Notas

1. Karol Wojtyla, Amor y responsabilidad, Ed. Razón y Fe, S.A., Madrid, 1978, pp.37-38.

2. De este parecer es, por ejemplo, Peter Singer, Pratical Ethics, Cambridge University Press, Cambridge 1979, pp. 48-54.

3. Así piensa, por ejemplo, Michael Tooley, Abortion and Infanticide, en "Philosophy and Public Affairs", 2, 1972, 44, 48, 55. Del mismo autor es Abortion and Infanticide, New York and Oxford, Oxford University Press, 1983, pp. 50-86; en él explica más extensamente esta idea.

4. Uno entre muchos, Daniel Callahan, Abortion: Law, Choice, and Morality, New York, MacMillan, 1970, pp. 497-498.

5. Mary Ann Warren, On the Moral and Legal Status of Abortion, en "Contemporary Issues in Bioethics", ed. Tom L. Beauchamp and LeRoy Walters (2ª ed.: Belmont, CA: Wadsworth, 1982), p. 259. El ensayo original de Warren aparece en The Monist, 57, 1973.

6. Véase, por ejemplo, Peter Singer, Animal Liberation, New York, New York Review/Random House, 1975.

martes, 26 de septiembre de 2006

LIBERTAD PARA ALGUNOS




"Se hacen bromas y se dicen cosas injustas del Presidente de Gobierno. Pero ha planteado la cuestión del matrimonio gay de una manera inteligente y eficaz. Como si se tratara de un deber moral: para resolver una discriminación injusta. De aquí se deduce la urgencia de ponerle remedio. Y también que los que se oponen o nos oponemos, somos unos desaprensivos. Este argumento, suficientemente repetido, ha llegado a la calle, ha convencido y se ha llevado el gato al agua. El único problema es que es falso.

En un sistema democrático, la igualdad de todos los ciudadanos se refiere a los derechos básicos. No se puede tolerar que se insulte a una persona, que se le impida entrar en un espacio público o que se le discrimine a la hora de cubrir un cargo por razón de sexo, de raza o cualquier otra. El Estado -y todos nosotros- tiene que luchar seriamente contra la discriminación. En todos los casos, con la misma firmeza y con un sentido del equilibro. No sea que, por chillar más, algunos acaben siendo más iguales que otros, como en la granja de Orwell.

Todos los hombres somos iguales en lo fundamental y no se pueden establecer discriminaciones en los derechos fundamentales. Pero todos los hombres somos distintos en casi todo lo demás, y las leyes, para ser justas, tienen que distinguir. Se hace una ley para los equipos de fútbol y otra para los cuerpos de bomberos; una para los corredores de comercio y otra para los vendedores ambulantes. Distinguir no es discriminar. Es hacer justicia a la realidad.

Durante muchos años, los grupos gay -que no representan a todos los que pueden sentirse homosexuales- han hecho campaña para que se reconociera su derecho a ser diferentes. Y han montado el día del orgullo gay precisamente para hacer presión. Ahora los mismos grupos gay que reivindican la diferencia, quieren reivindicar la igualdad. Tienen que aclararse. Si son diferentes desde el punto de vista sexual, necesitan una ley sexual diferente.

Hay que respetar a todos, pero también hay que pedir respeto. No se debe ceder a presiones de las minorías que quieren ser más iguales que los demás. Porque ahora quienes no tienen derecho a ser diferentes son los matrimonios de hombre y mujer. Para el Estado todo va a ser lo mismo. Y va a obligar a todos, a los ayuntamientos, a las parejas y a los educadores, a comulgar con esta rueda de molino. A un niño no se le podrá explicar en el colegio que un matrimonio de hombre y mujer es diferente que la unión de dos personas del mismo sexo. No se va a poder tratar de distinta manera ni decir que es distinto lo que obviamente es distinto. Como en el cuento de la tela invisible y el rey desnudo.

Quien crea que el matrimonio consiste en un pacto privado para convivir e intercambiar favores sexuales, quizá no aprecie las diferencias. Incluso puede sugerir que conviene ampliar la fórmula. Porque no está claro por qué tienen que ser dos y no tres o una comuna. Esto sin hablar de otros experimentos austríacos.

Pero quien sepa lo que es un matrimonio y tenga conciencia de su valor biológico, psicológico y social, sí que sentirá la diferencia. Y esta equiparación le parecerá un despropósito al que es un deber oponerse. Porque la unión conyugal de un varón y una mujer tiene un claro significado biológico, reproductivo, psicológico y social. Responde exactamente a la biología de la reproducción humana y a la estructura misma de los órganos sexuales. Es el modo como se originan naturalmente los nuevos ciudadanos. Y pone en juego fuertes resortes psicológicos naturales de paternidad y maternidad, que benefician a los hijos. Por eso mismo, el matrimonio natural no es una cuestión sexual privada entre dos, sino una institución natural del máximo interés social.

La palabra "matrimonio" viene del latín matri munus que significa literalmente el "oficio de la madre". Este oficio consiste en engendrar en su seno, dar a luz y criar a los nuevos ciudadanos. Esta es la clave del derecho matrimonial y evidentemente no tiene nada que ver con las uniones homosexuales. Desde tiempo inmemorial, el derecho matrimonial trata de garantizar que los nuevos ciudadanos nazcan en condiciones dignas y estén claras las responsabilidades para su cuidado, alimentación y educación. Encauza fuertes resortes naturales y con eso, protege el futuro de todos.

Todas las demás relaciones sexuales tienen un carácter privado y se deben regular de otra manera. La unión homosexual no tiene ni va a tener nunca el significado biológico, reproductivo, psicológico y social que tiene el matrimonio natural. Por eso, necesita un tratamiento distinto. Y, si quieren una ley, necesitan una ley distinta. Quienes defendemos el matrimonio natural y genuino, no somos unos desaprensivos ni discriminamos a nadie. Al contrario, protegemos los derechos de algo distinto, como es el pacto conyugal de varón y mujer. Quienes defienden los parques naturales, quieren preservar la naturaleza tal como es. Quienes defienden las denominaciones de origen, protegen los productos tradicionales. Hay mucha gente que trabaja para preservar las especies naturales o para difundir un modo de vida o una alimentación natural. Con mucha más razón, quienes defendemos el matrimonio natural y genuino prestamos un gran servicio a nuestra sociedad.

El gobierno ha actuado de una manera inteligente para sacar adelante su ley. Pero también ha actuado de una manera antidemocrática. Porque va directamente contra el espíritu de la democracia alterar las bases de la sociedad sin una consulta pública. No hay ley más básica ni institución más central de la vida social que el matrimonio. La clase política no tiene mandato ni autoridad para semejante alteración, aunque se lo permitan las leyes.

Juan Luis Lorda
Profesor de Antropología, Universidad de Navarra

LA CONVERSIÓN DE LA PRINCESA BORGHESE


La Princesa Alexandra Borghese: su apellido campea con letras enormes, por voluntad del Papa Camillo Borghese (Pablo V), en la fachada de la Basílica de San Pedro. Villa Borghese fue cedida por su familia a Roma.

Con ojos nuevos: historia de mi conversión (Ed. Rialp) se pondrá a la venta dentro de pocos días. Fue publicado en Italia por ediciones Piemme. Un libro valiente en el que la autora ha querido mirar dentro del propio ser: así lo ha definido el portavoz de la Santa Sede, Joaquín Navarro-Valls.

Y continúa: Hoy existe un tabú: hablar de la propia alma –observó Navarro-Valls-. A causa de este silencio sobre el alma, la vida moderna se vive de manera cada vez más impersonal y superficial. (...) La autora ha querido mirar en lo profundo de su propio ser. Y el ser humano es problemático por sí mismo si no se confronta con Dios. En sus páginas apela a menudo al tema de “fiarse” de Dios, que es algo más que el simple “creer”. “Fiarse” implica un abandono en las manos de Alguien que es el fin último de mi existencia.

Descendiente de la antigua aristocracia romana, Alessandra Borghese testimonia su proceso de conversión a la fe católica. ¿Por qué he escrito este libro? Cuando una persona se encuentra con Jesucristo a través de la reflexión evangélica, a través de la Eucaristía y tantas otras experiencias, su vida puede cambiar muchísimo.

En el plano exterior mi vida no ha cambiado mucho: sigo haciendo las mismas cosas de antes, realizo las mismas actividades. Pero vivo mi existencia con ojos nuevos. Y esta bellísima sensación no he podido guardarla para mí. Por lo tanto he querido utilizar mi pequeño talento de la escritura para transmitir mi experiencia a todos vosotros, aclaró.

Entró en el mundo del periodismo y escribe como vaticanista para el semanario Panorama; también es colaboradora de Tempo y Newsweek.

Reproducimos a continuación la entrevista de José Grau publicada en el ABC (9-IV-2006).


He quedado con la atractiva princesa Alessandra Borghese (Roma, 1963) en el Colegio Ballerini de Seregno, un hermoso pueblo al norte de Milán. Allí, la muchachada escolar la recibe con vítores, igual que el rector, don Luigi, y los profesores. El día está nublado, pero a ratos luce el sol. La Borghese lleva pantalones de pana naranja y habla de su conversión, como en su obra «Con ojos nuevos», que dentro de unos días la pondrá a la venta en español Ediciones Rialp. En Italia acaba de publicar «Sete di Dio» (Sed de Dios).

—Usted pertenece a uno de los linajes italianos más ilustres. «Con ojos nuevos» narra su conversión. ¿Le ha dado ahora a una representante de la «jet set» por el esnobismo de la religión, como ha ocurrido con otras figuras?

—¿Qué otras figuras?

—Podría mencionar, por ejemplo, a la princesa de Éboli, que tuvo relación con Santa Teresa de Jesús.

—Sé muy bien que quien decide exponer sus sentimientos está siempre en el punto de mira de todos para ser criticado. La gente puede hablar de ese personaje porque ha llegado a ser un factor público. Yo quiero mostrar a los lectores el bien que hay en mí. La razón por la que escribo no es una razón de exhibicionismo, como diciendo: «Ahora que lo tengo todo, voy también a por la religión». Es algo más importante. Es verdad que hay una intimidad especial en nuestro corazón, entre nosotros y nuestro Señor. Pero hoy más que nunca, hablar de nuestra fe es importante. La religión es un hecho público. Por eso yo quiero hablar, con orgullo, con confianza, con mucho respeto, pero también con mucha alegría, del gran tesoro que es encontrar la fe.

—De su libro bastantes, especialmente en Italia, han comentado que les ha cambiado la vida. ¿Qué escritos la han transformado a usted?

—Hay un libro de mi amigo Leonardo Mondadori, «Conversión», que, cuando lo leí, me dio la fuerza para redactar «Con ojos nuevos». Hay otro libro que en estos años me ha ayudado muchísimo a profundizar en mi fe: «La sal de la tierra», del cardenal Ratzinger. Pero están también los Evangelios. Para mí, los Evangelios son una lectura muy importante, en la que hay que penetrar, que ayuda decisivamente a la reflexión.

—¿Tiene usted ambición ahora de triunfar con sus libros? ¿Su campo profesional está orientado en este momento a la publicación?

—Yo soy muy seria, pero no me tomo en serio. De ahí que quiera sorprenderme. Escribir libros para mí no es imponer un suceso o imponer mi persona. Yo, con mis libros, quiero hablar del misterio de la vida, quiero hablar de Jesucristo Nuestro Señor más que de mí. Yo uso mi persona, mi nombre, mi educación, mi talento para escribir y mi personalidad, para hablar de alguien más importante que yo, que puede cambiar la vida de cada persona, que se llama Jesucristo.

—Se ha llegado a comentar que usted podría suceder a Navarro-Valls al frente de la Oficina de Prensa del Vaticano. ¿Le han hecho alguna oferta?

—Conozco a Joaquín Navarro-Valls muy bien. Le tengo un enorme respeto. Pienso que es la persona justa, todavía ahora, con el Papa Joseph Ratzinger, en el lugar justo. Nunca he pensado en sustituirlo. No estoy lo suficientemente preparada para un trabajo tan importante como el suyo.

—¿Pero le han hecho alguna oferta al respecto?

—No, no me han hecho ninguna oferta en ese sentido.

—De alguna manera se la está poniendo a usted como un ejemplo a seguir. ¿Teme no estar a la altura de las circunstancias, que algo la llevara a no tener la intensidad religiosa que ahora parece tener?



—No, no. Yo no me pongo como ejemplo a seguir, sino que soy un instrumento. A través de mis libros, doy un testimonio, en un mundo tan complicado. Yo sólo digo: en mi vida ha acontecido de este modo.

—¿Pero no teme no estar a la altura de las circunstancias en el futuro? ¿Que cambie y no responda al ideal que presenta en sus libros?

—Usted sabe muy bien que un converso es un bocado muy apetitoso para el diablo. Si actúo mal, si caigo, no hago mal a Alessandra Borghese. En un mundo como el nuestro, Alessandra Borghese puede ser reinventada. Yo haría mal a la Iglesia y a Jesucristo. Para seguir en este camino, para estar cerca de la religión, rezo muchísimo. Yo creo en el poder de la oración. Con la oración se puede cambiar el mundo.


—Había oído decir que el mismo Papa Benedicto XVI presentó su libro. ¿Es verdad? ¿Le consta si lo ha leído y lo que ha dicho al respecto?

—No. No es verdad. Yo conozco muy bien al cardenal Ratzinger. Siempre ha sido santo de mi devoción. Desde hace años lo seguía: para oír sus conferencias, sus homilías... He tenido también el honor de comer con él y de conversar con él.

—¿Sabe si ha leído su libro?

—Yo se lo di en persona, pero entonces era cardenal.

—¿No hizo ningún comentario?

—En aquel momento, no. No sé si lo ha leído. Pero un hombre que tiene tanto que hacer, no pienso que tenga tiempo para leer mi librito.

—¿Se puede confiar en Dios en un mundo en el que el mal se ve por todas partes y en el que la experiencia vital parece indicar que las cosas incluso empeoran con el tiempo?

—Se puede ver un vaso medio lleno o medio vacío. Yo siempre lo he visto medio lleno. Hay mucho sufrimiento, hay mucho dolor, hay muchas complicaciones. Es difícil hoy ser católico. Somos una minoría. Es verdad. Yo trato de buscar el bien, y nunca de ver el mal.

—La fe, la religión, la vida de fe, ¿es ajustarse a unas reglas?, ¿es cumplir los diez mandamientos?, ¿qué es para usted?

—Diría, antes que nada, que es abrir el corazón a un misterio más grande. Pero sobre todo a una persona que todavía vive hoy, que se llama Jesucristo. Jesucristo no es sólo el personaje palestino de hace dos mil años que nos dijeron que resucitó. Jesucristo está vivo aún en la Eucaristía. Allí se le puede encontrar, y ese encuentro puede cambiar la vida. Nuestra religión no es filosofía, no es ideología. Es un encuentro, un encuentro de amor, porque Él, Jesucristo, nos ha amado primero.

—¿Por qué, al parecer, su vida ha cambiado tan radicalmente, y la vida de tantos cristianos, por el contrario, es tan tibia?



—Yo entiendo muy bien a los cristianos que no cambian porque he sido uno de ellos durante muchos años. Tenemos miedo. Miedo de que al cambiar, al abrir el corazón al misterio más grande, al amor de Jesucristo, eso pueda implicar perder nuestra libertad. Yo probé y por eso escribí «Con ojos nuevos». Siguiendo a Jesucristo, a su enseñanza, nos convertimos en seres más libres. La vida se transforma en otra más bonita y más completa. Tenemos que hacer un pequeño acto de coraje, lo que dijo Juan Pablo II en 1978, cuando lo eligieron Papa: «No tengáis miedo, abrid vuestros corazones a Jesucristo».

—¿Pertenece usted al Opus Dei?

—No. No pertenezco a ningún grupo eclesial.

—¿Qué le llama la atención de la espiritualidad del Opus Dei, si es que algo le llama la atención?

—Me gusta mucho y respeto mucho al Opus Dei. Me gusta mucho San Josemaría Escrivá de Balaguer. Me gusta mucho don Luigi Giussani, de Comunión y Liberación. Respeto muchísmo a los Legionarios de Cristo. Estoy muy abierta a todos los movimientos eclesiales que nacieron después del Concilio Vaticano II, en donde los laicos están implicados en la vida de la Iglesia. Pero no pertenezco a ningún grupo en particular.

—¿Por qué vale la pena vivir hoy como cristiano y cuáles son los nuevos valores que hay que descubrir y mantener?

—Los valores son siempre los mismos. No hay nada nuevo. Tenemos sólo que continuar en lo que Jesucristo nos ha enseñado, de una manera renovada, quizá más moderna, pero es siempre la misma tarea, es siempre la misma y única verdad.

—Usted dice que tener sentimientos religiosos, pensando en el budismo, el hinduismo, etc., quizá esté de moda, pero no lo está el ser católico consecuente, siguiendo las enseñanzas de la Iglesia y del Papa. ¿A qué se debe, en su opinión?

—Pienso que hay un poco de superficialidad, como si todo lo que viniera de lejos, todo lo que es exótico, fuera siempre más valioso. Muchas veces encontramos más interesantes las filosofías orientales, pero no sabemos quién es Jesucristo, no conocemos nuestra historia, nuestra cultura, nuestra tradición. Yo he tratado de descubrir nuevamente de dónde vengo, quién soy, a dónde voy y por qué camino marcho. Profundizando en mi religión he hallado un horizonte de belleza.

—¿Qué ve con «nuevos ojos»?

—Veo un mundo difícil, porque seguir a Jesucristo no quiere decir que se tiene ya el camino resuelto. La puerta puede ser muy estrecha. Pero yo sé que ya no estoy sola. Sé que alguien me acompañará en ese camino si tengo fe y confío en Él. Confiar en Él es más que creer, es sentirse hijo.

—¿Se puede ser libre en la Iglesia?

—Nosotros somos los más libres de todos porque podemos también renegar de nuestro Dios, aunque Él nos espere siempre.

—¿Es un católico un fundamentalista, un intolerante, porque en teoría aspira a imponer su credo en la sociedad?

—Decididamente: ¡no! Pienso en un ejemplo de católico, que vivió hace cien años, que se llama Charles de Foucault, y que el Papa ha beatificado hace unos meses. Es un gran ejemplo en nuestros días. Fue a evangelizar a la población tuareg, en África, al final de siglo pasado, cuando de verdad era muy difícil llegar hasta ellos. Pero él no impuso nada. Quería vivir entre la gente y demostrar cómo era un católico. Explicaba que tenía que dar ejemplo para que esa población concluyera: «Mira qué bueno que es este hombre...¡Pues imagina cómo tiene que ser su Dios!». Nosotros, hoy, estamos llamados a ser testigos de nuestra fe, sin imponer nada, con mucho amor, respetando a los otros y también pidiendo que los otros nos respeten.

—¿Tendría que enseñarse la religión en la escuela?

—Yo pienso que es fundamental que haya clase de religión, porque nosotros somos cristianos, de raíz cristiana. Nuestra cultura viene de ahí. Es muy importante enseñar la religión a los niños. Creo que es un error que los padres digan: «Mi hijo decidirá si quiere ser católico u otra cosa». ¡También este problema! ¡Ya tienen tantos problemas, y también éste! Creo que dar los sacramentos a los niños es decisivo y facilita la vida.

—Usted se divorció del multimillonario Costantine Niarchos. ¿Se había casado por la Iglesia? ¿Piensa en un futuro matrimonio?

—No me había casado por la Iglesia. No estoy divorciada.

—¿Piensa en la posibilidad de un futuro matrimonio?

—Yo estoy abierta. Claro: encontrar a un hombre que tenga los mismos objetivos, que quiera festejar la verdad de la vida conmigo... Ahora tengo cuarenta años. Cuando tenía veinte era más fácil. Veremos. Los caminos del Señor son abiertos.

—Por su libro desfilan, entre otros muchos personajes de relieve mundial, los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI. ¿Qué es lo que destacaría de ellos?

—Con Juan Pablo II crecí como mujer. Pienso que este Papa tiene un lugar muy importante en la vida de todos nosotros. En la mía en particular me ha ayudado muchísimo, también en la conversión, porque la conversión no es algo de una vez para siempre. Cada día hay que renovar el amor y decir que sí a nuestro Señor, que le queremos. Juan Pablo II dio un testimonio supremo en medio de su sufrimiento. Un testimonio enorme de fe. Benedicto XVI es un grandísimo de la Iglesia, un Santo Tomás de Aquino de nuestros días, no en el sentido físico, porque Santo Tomas de Aquino era muy corpulento, sino por su finura, por su sutileza. Es un Papa muy dulce, muy humilde. Con su palabra llega derecho al corazón de la gente. Es un Papa que está haciendo un grandísimo trabajo para la Iglesia. Yo me siento en manos seguras con Benedicto XVI, protegida como católica.

—¿Es el sexo una dificultad para los católicos?

—Se puede ver como una dificultad. Pero no es sólo el sexo. Y no es la primera dificultad. La primera dificultad es comprender que sin Dios no podemos hacer nada. Mucha gente habla del sexo pensando que es la gran dificultad. No es la gran dificultad. Si charla con los sacerdotes, con las monjas, verá que el sexo no es la dificultad, la gran privación, que no es una privación, es un don, un don para crecer. Le dirán que no es el sexo. Es convivir con los otros. Es ser fiel a la doctrina de la Iglesia.

LA LEY QUE USAMOS CON MÁS FRECUENCIA, LA MÁS DEMOCRÁTICA DE TODAS, ES LA LEY NATURAL


Alrededor de 200 expertos procedentes de 15 países han participado en las XLIV Reuniones Filosóficas de la Universidad de Navarra para debatir sobre La Ley Natural (Pamplona, 27-29 de marzo 2006). Se han presentado más de 80 comunicaciones de 35 universidades.

Participaron entre muchos otros: Robert Spaemann, de la Universidad de Munich; Richard Hassing, de la Universidad Católica de América; Knud Haaakonsen, de la Universidad de Sussex; David Oberderg, de la Universidad de Reading; Rusell Hittinger, de la Universidad de Tulsa; Alejandro Vigo, de la Pontificia Universidad Católica de Santiago de Chile; Carmelo Vigna, de la Universidad Ca´Foscari de Venecia; Urbano Ferrer, de la Universidad de Murcia; Alejandro Llano, de la Universidad de Navarra.

Según explicó la Directora de estas Reuniones Filosóficas, Ana Marta González, el tema de la ley natural no sólo es de gran actualidad, sino que se abre paso de nuevo en ámbitos académicos y en la opinión pública. Señaló que entre los objetivos propuestos se pretendía examinar su validez teórica y práctica como criterio moral.

La apelación a una ley natural es una de las formas en las que se ha concretado históricamente la convicción filosófica de que la norma moral no es fruto simplemente de unas convenciones humanas.

El hombre contemporáneo –dice la Prof. Ana Marta González- es muy racional cuando se trata de poner medios para conseguir objetivos que se ha prefijado de antemano, o cuando se trata de certificar cuestiones de hecho y enmarcarlas en un modelo teórico. Pero, fuera de eso, y precisamente en las cuestiones que se suelen considerar de importancia vital se muestra emotivo y sentimental. Como si en lo que se refiriese a la orientación de la vida y de las acciones no hubiera lugar para la verdad. Ha desarrollado mucho la racionalidad instrumental y la racionalidad científica, pero ese desarrollo no se ha visto compensado por un desarrollo paralelo de la racionalidad ética o metafísica, que tiene que ver con el fin de la vida humana.

Reproducimos a continuación una entrevista realizada por Corina Dávalos a la Prof. Ana Marta González.


No todas las leyes están escritas en un pesado tomo de hojas amarillentas, ni se expresan siempre en artículos como los que leemos en el BOE o en el código penal. La ley que con más frecuencia usamos, la más democrática de todas es la ley natural.

Así lo explica la Profesora de Ética de la Universidad de Navarra, Ana Marta González, quien ha organizado las XLIV Reuniones Filosóficas, un Congreso Internacional que se celebra del 27 al 29 de marzo, este año sobre el tema “La ley natural”.

La ley natural no está escrita en un código, aunque por sí misma está llamada a inspirar las legislaciones positivas. Se trata más bien de una mentalidad formada a partir de unas intuiciones morales básicas de las que vamos sacando conclusiones para dirigirnos en la vida. A veces sacamos conclusiones acertadas, y otras veces no tanto.

Eso no convierte la ley natural en un asunto puramente subjetivo o privado, precisamente porque esos principios son comunes a todos, más allá de las diferencias que percibimos entre unos y otros. A lo largo de la historia, la convicción de que la común humanidad ofrece razones públicas relevantes para la ética y el derecho se ha expresado de diversas maneras –hoy suele reflejarse en el lenguaje de los derechos humanos: en contra de lo que a veces se argumenta, los derechos humanos no son simplemente un producto occidental: aunque su formulación histórica haya tenido lugar en Occidente, los contenidos a los que apuntan recogen valores universales, de cuyo respeto depende, en general, el respeto a la dignidad humana. De aquella universalidad y de ese respeto nos habla también la ley natural, que es, con diferencia, la teoría ética más recurrente, a la hora de expresar la existencia de unos principios morales universales.

Más allá de las controversias académicas, tanto la referencia a una ley natural como la referencia a los derechos humanos recogen una idea fundamental: hay criterios morales que preceden a nuestros acuerdos convencionales, que son anteriores incluso a nuestras diferencias de credo, cultura, nación o partido.

Hablar de ley natural es hablar de unos principios morales básicos, cuya vigencia no depende de ninguna autoridad política o eclesiástica, pues precede a una y a otra. Podríamos decir que la ley natural la llevamos puesta, por el solo hecho de ser humanos. Precisamente por eso la ley natural es más democrática que la misma democracia, y constituye la base para un auténtico “diálogo de civilizaciones”.

— ¿Por qué hay entonces tantas ideas distintas de la moral?

— Porque la ley natural es un principio muy básico: “Haz el bien y evita el mal” en eso estamos todos de acuerdo, porque somos seres morales por naturaleza. El problema viene cuando eso tan general se concreta en situaciones distintas, de lugar, de cultura, de tiempo. Acertar, en la práctica, no es cuestión de fórmulas hechas: es cuestión de meter cabeza, de ponderar los bienes que están en juego. Y ahí podemos equivocarnos de muchas maneras. Pero en lo fundamental estamos más de acuerdo de lo que parece.

La mayor parte de nuestros desacuerdos morales no se refieren a la ley natural sino a su materialización práctica en unas determinadas circunstancias. No discutimos acerca de si hemos de ser justos o no. Discutimos sobre la justicia de esta operación financiera, de esta reducción de plantilla. No discutimos sobre la necesidad de la seguridad ciudadana: discutimos sobre si se puede comprar la seguridad al precio de la injusticia. No discutimos sobre el derecho de ciudadanía; discutimos sobre los criterios que en un determinado momento histórico definen la condición de ciudadano... Entonces entramos en terrenos más complejos, y en los que, además, llevados por nuestros intereses, podemos engañarnos a nosotros mismos con bastante facilidad.

La ley natural no ofrece una fórmula mágica para solucionar todos estos problemas. Sencillamente nos instiga a obrar con rectitud, sin perder de vista los distintos bienes que quedan comprometidos en nuestros actos. Conviene advertir que en esa tarea no estamos solos, pues los demás, con sus críticas y objeciones, nos suelen llamar la atención acerca de las cosas que, por inclinación personal, tendemos a olvidar con más facilidad.

La ley natural no hace superflua – ¡al contrario!- la discusión racional sobre los asuntos que nos conciernen a todos, porque afectan tarde o temprano a la calidad de la convivencia. (En este sentido, es muy de lamentar el bajo nivel del debate político y social, donde las razones quedan sistemáticamente sepultadas bajo la demagogia y las estrategias de manipulación).

Si somos capaces de prescindir de lo que en cualquier controversia suene a ofensa personal, hasta descubrir la parte de razón que tienen los demás, entonces nuestra percepción moral se hace más fina y más justa: quedamos en mejores condiciones para obrar bien. Al final esto es lo que pide la ley natural: obrar conforme a la razón. Por eso hay que apostar por la razón, pero una razón en guardia contra sus propias debilidades.

— Si la ley natural no está en un código, ¿dónde miro para acertar con mis decisiones?

— En moral no hay expertos, salvo los que obran bien, y esos normalmente no salen en los periódicos. Aristóteles sugería mirar al hombre bueno. Hay más de los que parece. Pero también disponemos de un criterio negativo: siempre que alguna conducta nos parece objetable, es porque consideramos que se ha postergado un bien que debería haberse tenido en cuenta, cuando no es que se ha atentado de manera flagrante contra él. La ley natural está operando en nuestros juicios de conciencia: cuando reprobamos la conducta de un estafador, o de un matón, estamos dando por hecho que estafar o amenazar está mal. Y todos estamos de acuerdo en eso. El problema está en que algunos problemas morales son bastante complejos, y para estar a su altura, el juicio de conciencia debe refinarse. Por eso, insisto, necesitamos de los demás, de su experiencia moral, a fin de contrastar nuestras posturas y rectificar nuestra visión unilateral. La moral no es pura prescripción. Es una forma de sabiduría. En este sentido, nunca es algo netamente privado. Todos aprendemos de todos –ciertamente de unos más que de otros.

— La ley natural la defiende la Iglesia Católica y curiosamente coincide con su decálogo, ¿No es una estrategia?

— Que los cristianos defiendan la ley natural no quiere decir que la ley natural sea un asunto cristiano. Todo el mundo sabe que la referencia a una ley no escrita se encuentra de un modo u otro en todas las culturas. En Occidente contamos con ejemplos clásicos, tomados de la literatura, de la historia, de la filosofía, que sería largo enumerar aquí: basta pensar en la Antígona de Sófocles, o en la discusión sobre si hay algo justo por naturaleza, que ocupó a los sofistas en el siglo V antes de Cristo; por no hablar de la ética estoica: los estoicos son los que más explícitamente han apelado a una ley natural.

La historia de las culturas y del pensamiento muestra que la ley natural no es un asunto específicamente cristiano. Pongo empeño en decir cristiano, y no simplemente católico, porque, como es sabido, hay varias tradiciones de ley natural específicamente protestantes. Por lo que a la Iglesia Católica se refiere, es verdad que habla de la ley natural, entre otras cosas porque Jesucristo mismo, al hablar del matrimonio, remite a un orden moral originario, derivado de la Creación, y que vale para todo hombre, no importa la fe que profese. En este sentido, la Iglesia reconoce en la ley natural una huella del plan original de Dios sobre el hombre, una verdad básica que permite enlazar con la plenitud de la verdad sobre el hombre, que la Iglesia descubre en Jesucristo.

Por esa razón, San Pablo no tiene inconveniente en hablar de la ley natural y de relacionarla, no con el Decálogo –que valía para los judíos- sino con la conciencia, justo cuando se refería a personas que no profesaban ni la religión judía ni la cristiana.

La cuestión, para Pablo, no es que la ley natural coincida con el Decálogo, sino, más bien, que el Decálogo expresa por escrito y con más contundencia verdades de la ley natural que pueden oscurecerse por diversos motivos. En ese sentido, sí puede ocurrir que los judíos y los cristianos encuentren en la Revelación una garantía o una fuente de conocimiento suplementaria de lo que, en realidad, todo hombre puede descubrir en su conciencia y en su relación con los demás. Sobre esta base sí podría suceder que, en la práctica, los cristianos se pronunciaran con mayor convicción sobre asuntos en los que otros manifiestan menos certeza: obrando así los cristianos no pretenden ponerse por encima de las leyes: simplemente ejercen su derecho de ciudadanía, opinando sobre lo que les parece que hace más justa y solidaria una sociedad. Pero eso no autoriza a considerar la apelación a la ley natural como una estrategia o un complot encaminado a imponer subrepticiamente la fe cristiana o a sojuzgar las conciencias.

Confieso que la sospecha sistemática me produce cansancio. Hay que desembarazarse de prejuicios: sólo puede haber verdadero diálogo cuando atendemos a las razones y no tanto a quién dice qué. Al cabo del día oímos muchas cosas. Algunas nos parecen adecuadas, otras no. La cuestión no es quién habla de la ley natural y si tiene motivos personales para hacerlo. La cuestión es si lo que dicen nos parece sensato o no. En todo caso, considerada en sí misma, la ley natural no es un asunto cristiano. Es un asunto profundamente humano, en el que todos podemos coincidir. Por eso la ley natural es también hoy un punto de encuentro entre todos: creyentes de las distintas religiones y no creyentes; es lo que tenemos en común, a partir de lo cual podemos construir.

— ¿Es compatible la ley natural con la democracia y la tolerancia?

— Sin reconocer una ley natural la democracia se convierte en tiranía y la tolerancia y la dignidad humana terminan convirtiéndose en palabras vacías, que se rellenan con cualquier contenido arbitrario. Es un ejemplo muy manido, pero viene bien recordar que Hitler subió al poder por unas elecciones democráticas, y decía de sí mismo que no había en el mundo jefe de Estado más representativo de su pueblo. Los procedimientos democráticos son importantes –entre otras cosas porque no son meros procedimientos-, pero no se sostienen solos, ni garantizan por sí solos la legitimidad moral de un régimen. La legitimidad moral de un régimen depende de si salvaguarda o no efectivamente el bien humano. Y esto no puede hacerse sin respetar la ley natural. Ésta es una ley no escrita, pero ha de inspirar las leyes escritas.

Como ley no escrita, basada en la común naturaleza humana, la ley natural es más democrática que la democracia. No es una frase bonita. Lo que nos hace iguales en primer término es el hecho de que todos somos humanos, de que poseemos la misma naturaleza y reconocemos la misma “ley” que nos prescribe hacer el bien y evitar el mal. Ciertamente, esto solo no basta para constituir un régimen político. En este sentido, la misma ley natural nos impulsa a concretar los modos de organizar nuestra convivencia. La democracia es uno de esos modos, posiblemente el más adecuado a la igualdad fundamental de todos los hombres.

Pero la democracia misma puede corromperse. Desde luego se corrompe cuando se opera al margen de los procedimientos que protegen la naturaleza del régimen, impidiendo, por ejemplo, que la misma democracia degenere en tiranía. Pero se corrompe también cuando se debilita el compromiso de los ciudadanos con el bien del hombre. Esto ocurre siempre que se promulgan leyes que atentan contra los bienes fundamentales, de los que depende la integridad humana. En definitiva, siempre que se atenta contra la ley natural.

Por lo demás, no hay que olvidar que, de no ser por la existencia de una ley no escrita, de una ley natural, las mismas apelaciones a la democracia pueden convertirse en una excusa para la tiranía de la mayoría. En efecto: la existencia de una ley natural es lo que nos permite distinguir entre leyes justas e injustas, o lo que nos permite pensar que una determinada ley, tal vez justa en sí misma, sin embargo no debe aplicarse en un caso determinado: la equidad de nuestros juicios depende de que sepamos reconocer el espíritu con el que fue escrita una ley, y por tanto sepamos advertir en qué medida es pertinente o no aplicarla en un caso concreto. Si no tuviéramos un sentido natural de justicia y equidad, no podríamos hacer tal cosa. (Con ello no debilitamos ni por un instante la seguridad jurídica. Todos somos iguales ante la ley. Pero la justicia no termina en la simple promulgación de la ley, sino con el juicio del juez, que dictamina si en este caso concreto, en el que concurren tales y tales circunstancias, se nos puede aplicar o no una determinada ley).

Por lo que se refiere a la tolerancia, se ha de tener en cuenta que el objeto de la tolerancia no es lo bueno sino lo malo, o lo que se percibe como malo, con razón o sin ella: uno tolera aquello con lo que no simpatiza por cualquier motivo. Toleramos lo que, por cualquier motivo, no podemos querer positivamente. Con todo, como ya indicaba Tomás de Aquino, un cierto grado de tolerancia es necesario para la convivencia, siempre y cuando los males que se toleran no sean tan graves que comprometan seriamente el bien común, porque en ese caso, la tolerancia, lejos de facilitar la integración de la sociedad, aceleraría su descomposición.

Por ejemplo, no cabe tolerar impunemente el terrorismo, porque la violencia no es un instrumento político legítimo: si el diálogo político supone igualdad, en este caso la igualdad está amenazada porque uno tiene armas. En general, toda capitulación en el terreno de la justicia –arbitrariedad, impunidad, mentira- acarrea inevitablemente el descrédito de las instituciones y la debilitación de los vínculos propiamente políticos. Esto es claro cuando hablamos de la corrupción: si en un Estado disminuye la mentalidad institucional a favor del compadreo y el amiguismo, decae la necesaria confianza en los poderes públicos: se llega a la situación vulgarmente conocida como “república bananera”: decisiones importantes se toman por procedimientos insólitos, con nocturnidad y alevosía, sin respetar el tiempo prescrito para que los debates sean públicos y transparentes. Algo similar ocurre cuando la veracidad es sistemáticamente atropellada por la demagogia. La demagogia consiste en decirle al pueblo lo que le gusta oír, incluso mentiras, con tal de ganar su favor, o desviar su atención de otros problemas. Esa situación no es sostenible a largo plazo, ni siquiera mediante el recurso a grandes poderes mediáticos. Porque la justicia y la verdad siempre se abren paso, al menos en la conciencia de la gente.

La ley natural define el ámbito de la tolerancia: si en una sociedad se atenta sistemáticamente contra la ley natural, el resultado no es más tolerancia, sino menos. Rechazar la ley natural es rechazar las bases para cualquier diálogo razonable sobre las leyes que han de regular nuestra convivencia. Es renunciar a los principios que permiten distinguir leyes y procedimientos justos de leyes y procedimientos injustos.

— Ha dicho que la ley natural protege bienes fundamentales, de los que depende la integridad humana: ¿De qué bienes se trata? ¿Y cómo los protege?

— Obviamente no los protege como la ley positiva, que dispone de sanciones para quien la incumple. La ley natural no opera así. Realmente, es una ley muy respetuosa con la libertad: no tiene más eficacia que la que nosotros libremente le queramos reconocer. Pero no hace falta ser muy listo para advertir que de ese reconocimiento depende en gran medida nuestro propio bien y el bien común de la sociedad.

Por ejemplo, el respeto a la vida propia y ajena es una exigencia moral que experimentamos todos en el fondo de nuestra conciencia. En ese sentido podemos decir que la ley natural protege el bien de la vida humana, porque prohíbe negociar con ella, o manipularla como si se tratara de un bien de consumo cualquiera.

La ley natural nos invita también a buscar la verdad sobre nosotros mismos, y a procurar la convivencia presidida por la paz y la justicia. Parecen principios muy vagos, pero sus implicaciones prácticas son muy concretas. En Occidente han alcanzado una formulación positiva en declaraciones de derechos humanos o en la forma de derechos fundamentales, como el derecho a la libertad de pensamiento y de religión, el derecho a la educación, a la información etc.

— Me sorprende que, a lo largo de la entrevista, no haya hecho mención en ningún momento de la relación entre ley natural y familia o ley natural y sexualidad, porque es quizá una de las cuestiones más controvertidas. Por ejemplo: ¿existen modelos familiares más adecuados que otros? Por otro lado, es algo sabido que la concepción acerca del sentido de la sexualidad ha cambiado drásticamente desde las revoluciones del 68. Desde luego, reducir la sexualidad a la reproducción de la especie es, por lo menos, una provocación y supone el olvido de su sentido libre y personal. Además, la sexualidad es precisamente uno de los ámbitos en que hoy en día tiene menos sentido hablar de “lo natural”. ¿Qué tiene que decir a todo esto?

— Su pregunta es razonable. Debo confesar que no he tratado ese aspecto de la ley natural para no herir sensibilidades, pues, según Tomás de Aquino, pertenece a la ley natural “que uno no ofenda a aquellos con los que debe conversar”. Por supuesto, eso no quiere decir que no haya que abordar el tema; quiere decir únicamente que, por lo general, es mejor abordarlo en un contexto en el que la sinceridad no hiere, es decir, entre amigos. Entre amigos tiene sentido hablar de estas cosas, que por tocar tan de cerca la propia intimidad, tienden a desvirtuarse cuando se convierten en espectáculo. Reconozco que la trivialización de la sexualidad en nuestra sociedad me resulta repugnante: se me antoja como algo postizo. Me parece que para desembarazarse del puritanismo, que hace de la sexualidad algo innombrable, no hace falta caer en el extremo opuesto, que hace de ella algo irrelevante. Desde luego, si este fuera el resultado de la revolución sexual, lo que habríamos logrado no es la personalización de la sexualidad, sino todo lo contrario. Sin duda, como bien dice usted, el amor es un acto personal y libre: por eso se dirige a una persona singular y no indistintamente a cualquier hembra o macho de la especie.

Es evidente que obrar conforme a la ley natural no significa someter el significado personal de nuestros actos a los objetivos anónimos de la especie: en ese caso las acciones humanas no se distinguirían de la actuación instintiva de los animales. Pero subrayar el significado personal de la sexualidad no significa tampoco caer en el extremo opuesto, que hace de la sexualidad humana una realidad significativamente neutra, capaz de recibir las orientaciones más heterogéneas como si tal cosa no tuviera repercusiones en la propia armonía interior. Me temo que este modo de ver las cosas descansa en un cierto espiritualismo, que considera la corporalidad como algo accidental a la persona. Y, a la vez, un cierto naturalismo, que trata el cuerpo humano como un trozo cualquiera de materia. Es preciso reconocer a la persona en su naturaleza. No es posible respetar al hombre sin respetar su naturaleza y ahí va incluida la sexualidad. Manipular la sexualidad es manipular al hombre.

En cualquier caso, esta materia deja de ser una cosa para tratar exclusivamente entre amigos, y comienza a ser un asunto políticamente relevante cuando las conductas sexuales empiezan a tener trascendencia pública. En ese momento puede y debe abordarse desde la perspectiva de la justicia. Esto es obvio siempre que hablamos de “delitos contra la libertad sexual”. Pero también lo es cuando afrontamos el tema de los “diversos modelos familiares” y su repercusión social. Pienso, ante todo, en la controvertida equiparación de las uniones homosexuales al matrimonio. Es evidente que esta equiparación sólo puede ser meramente formal, en el plano de los roles sociales, y que no alcanza a la naturaleza misma de la relación: de lo contrario, si fuera lo mismo, no habría sido preciso introducir la nomenclatura “progenitor a” y “progenitor b”, y podríamos seguir hablando tranquilamente de padres y madres. Pero no podemos, porque no es verdad. Y, en honor a la verdad, uno de los puntos que más me preocupan de la actual situación es la violencia que se está haciendo a las palabras, en particular a la palabra matrimonio, porque eso se llama manipulación, sin más cualificaciones. Mire, la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, esto es, “su derecho”. Pero dar a cada uno lo suyo no significa dar a todos lo mismo. Significa únicamente que a la hora de asignar bienes las diferencias entre unas personas y otras han de estar justificadas: una cosa es regular legalmente la convivencia entre personas –lo cual puede ser necesario- y otra redefinir la institución del matrimonio, especialmente cuando se presenta como inocuo (a mi entender no sin cierto cinismo) lo que constituye probablemente la mayor revolución social de los últimos decenios. En este contexto viene bien citar a Cicerón: no existe en absoluto la justicia, si no está fundada sobre la naturaleza; si la justicia se funda en un interés, otro interés la destruye. (Sobre las Leyes, I, 15).

— Sin embargo, ¿No es la ley natural un caso de "falacia naturalista", es decir, el intento de fundamentar los valores morales (el deber) en hechos o propiedades naturales (el ser)? ¿No es eso subordinar la ética a la ciencia, ya que ésta es la única capaz de proporcionar conocimientos acerca de la naturaleza del ser humano? ¿No reside precisamente la fuerza normativa de la ética en que sus principios proceden de la razón y no de la constitución biológica, que -en mayor o menor medida- es resultado de la evolución? ¿No es, por tanto, la ley natural una postura ética ya suficientemente refutada y superada?

— Las preguntas que me dirige están efectivamente concatenadas. Sin embargo, me parece que no debemos dar por hecho que los lectores conocen lo que es la “falacia naturalista”: esta expresión, original de Sidgwick (1838-1900), fue empleada por el filósofo británico G. E. Moore (1873-1958) para denunciar todas aquellas teorías éticas que pretendían dar un contenido concreto al predicado “bueno”. Por ejemplo: si tú dices que lo bueno es lo sano, o lo más evolucionado, o lo que sirve a la supervivencia, etc., entonces naturalizas el significado de bueno. A juicio de Moore, cuando usamos la palabra “bueno” en ética no queremos decir nada de eso. Por esa razón él insistía en que “bueno” es una cualidad “indefinible y simple”, es decir, una cualidad que no se puede reducir a otras cualidades más simples todavía. Hacerlo significaría incurrir en esa falacia.

Pero Moore daba varias versiones de esa falacia, una de las cuales reproducía una objeción que David Hume había dirigido ya en el siglo XVIII a las teorías éticas precedentes, sobre todo de tipo racionalista. Estas teorías solían presentarse haciendo afirmaciones sobre la naturaleza humana, por ejemplo, que la naturaleza humana es racional, para luego concluir que se debía actuar de una determinada manera: por ejemplo, que se debe obedecer la ley natural. Hume, no sin ironía, replicó que él no veía de qué modo se pasaba de lo primero a lo segundo: de enunciados que describen cómo son las cosas, a enunciados que nos dicen cómo deben ser. A esto se le ha llamado “ley de Hume”, y efectivamente se puede tomar como una de las posibles versiones de la falacia naturalista, porque significa que los enunciados éticos –relativos a valores o deberes- no se pueden extraer ni reducir a enunciados científicos, que se refieren a cuestiones empíricamente certificables.

Hasta ahí la objeción. La cuestión que usted me pregunta es: ¿sucumbe la ley natural ante la falacia naturalista? La respuesta es un rotundo no. De hecho, no son pocas las voces que, entre tanto, han llamado la atención sobre la falacia implícita en la “ley de Hume” y en la propia “falacia naturalista”.

Esta falacia consiste en tomar como si fuera real una fractura entre hechos y deberes, que es en sí misma de orden epistemológico. En la realidad no hay puros hechos ni puros deberes: tanto hechos como deberes constituyen abstracciones que hacemos nosotros a partir de una realidad que, se mire como se mire, se nos presenta como cargada de valor. En efecto, ni la realidad misma, ni las acciones humanas, son puros hechos vacíos de sentido, como no son tampoco deberes o valores puros, carentes de engarce en la realidad. Un crimen de cualquier tipo se presta naturalmente a una valoración moral negativa, que se manifiesta de modo inmediato en una reacción de desaprobación o de ira: sólo abstrayendo del sentido inmediato de esta reacción puedo yo “disecar” el hecho de su valor (moralmente negativo).

El ejemplo –que tomo de Hume- es por sí solo significativo de que ciertas realidades no se ajustan del todo ni a la noción de “hecho” ni a la de “deber”. Me refiero a las inclinaciones, a los sentimientos –de los que tanto uso hace el propio Hume. Se puede decir lo que se quiera pero las inclinaciones no son hechos neutrales. Sin duda, una inclinación puede satisfacerse o no, y puede haber motivos muy razonables para una cosa o la contraria, pero de por sí no es un hecho neutral: una inclinación apunta de suyo a un bien que puede ser reconocido por la razón y asumido en consecuencia, o por el contrario desestimado por ella.
Hasta aquí la respuesta a la primera de las preguntas. ¿Cuál era la segunda?

— La segunda planteaba que hablar de una ley natural significa subordinar la ética a la ciencia, porque sólo ella puede proporcionar conocimientos sobre cómo es el hombre.

— En realidad, esta pregunta descansa en dos equívocos: el primero, me parece, consiste en pensar que la ley moral natural es como las leyes naturales de la ciencia moderna. El segundo procede de pensar que sólo la ciencia moderna nos ofrece conocimientos sobre cómo es el hombre. Empiezo por el segundo: la ciencia, indudablemente, puede proporcionar conocimientos con influencia en la práctica, pero no es ella misma un saber normativo. Pongo un ejemplo: para saber que matar está mal no hace falta consultar a un médico. Sin embargo, el conocimiento del médico puede ser relevante a la hora de enjuiciar si esta persona está o no está muerta y, por tanto, podemos proceder o no a un trasplante. Como es sabido, los criterios para diagnosticar la muerte han variado. Pero no ha variado, ni puede hacerlo, el juicio moral según el cual matar a un ser humano está mal, aunque sea para salvar a otro. Otro ejemplo: la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, pero, especialmente en el caso de la justicia distributiva, la determinación de lo suyo, por ejemplo, mediante una determinada ley fiscal, en sociedades complejas no es una tarea sencilla y en eso, ciertamente, son relevantes los datos que puedan proporcionar las ciencias sociológicas. Pero esos datos no modifican la naturaleza de la justicia.

La ciencia no es un saber directamente normativo de la acción. Lo es sólo en cuanto incorporado a un razonamiento ético. En cambio los razonamientos éticos sí son normativos. Y lo son aunque sus directrices sean violadas con tanta frecuencia. En eso precisamente se advierte la diferencia entre la ley moral natural y las leyes naturales de las que habla la ciencia: las leyes físicas sólo se pueden formular sobre la base de regularidades empíricas, de tal manera que si se comprueba una excepción ya no puede propiamente hablarse de ley. En cambio, las leyes morales a menudo son conculcadas en la práctica, y no por ello desaparecen.

Por ejemplo: la ley de la gravedad se cuestionaría, o se limitaría su esfera de aplicación, si encontráramos algún caso en el que los graves no cayeran hacia abajo. En cambio, del hecho de que los hombres roben no se sigue que la ley moral que prohíbe el robo haya perdido su validez. Esto se debe a que la ley moral natural no es una ley que descubramos o impongamos en la naturaleza, sino una ley que descubrimos en nuestra propia razón, en tanto que es directiva de nuestro comportamiento.

— Eso enlaza con una de mis preguntas anteriores: la fuerza normativa de la ética reside en que sus principios proceden de la razón, no de la naturaleza. Después de todo, nuestra biología es resultado de la evolución.

— Otra vez me veo obligada a matizar. Es cierto que la fuerza normativa de la ética procede de la razón, pero eso no significa que la naturaleza no tenga nada que decir en ética. Lo que ocurre es que hemos de precisar qué entendemos por naturaleza.

Según parece, usted –y es perfectamente comprensible- entiende por naturaleza únicamente la biología. Yo no tendría inconveniente en admitir esto, siempre y cuando advirtiéramos que el saber sobre la vida no puede limitarse a exponer procesos causales –esta secuencia de aminoácidos produce esta proteína, cuando se dan tales circunstancias, etc.- sino que ha de incluir además una referencia al sentido de tales procesos. Aunque la biología siempre ha advertido que su objeto –lo orgánico- no puede explicarse causalmente, ha experimentando también cierto rubor a la hora de introducir conceptos teleológicos, en los que se hace referencia al sentido. Por eso ha preferido hablar de teleonomía en lugar de teleología. Al margen de los debates epistemológicos propios de la ciencia biológica, lo que a mí me interesa señalar aquí es que el saber sobre la vida no puede limitarse a un saber causal, sino que ha de incluir referencia al sentido de los procesos vitales. Esto es importante, porque la referencia a un sentido ya nos introduce en un terreno éticamente relevante. A eso me refería más arriba cuando hablaba de que la realidad no es un conjunto de hechos vacíos de valor y de sentido.

Y me parece que no es muy aventurado decir que el sentido de los procesos vitales es servir a la vida, y a la vida buena de los seres vivos de los que se trate en cada caso. La familiaridad con el pensamiento evolutivo nos ha llevado a privilegiar el proceso sobre las especies, como si las especies no fueran más que pasos en una cadena sin fin. Pero cada especie, cada forma, es un fin para sí misma. Y esto es cierto con mucha más razón del ser racional, que no es sólo un fin para sí mismo, sino, como dijo Kant, un fin en sí mismo.

Ciertamente, la razón nos abre al ámbito del valor. Nos enseña a reconocer que la génesis de un proceso no coincide con su sentido: que la belleza de un cuadro es independiente del proceso que condujo a su realización; que la verdad de una ecuación es independiente de las neuronas que he tenido que emplear en resolverla; que los derechos humanos tienen validez más allá de Europa aunque su génesis –o su formulación- haya sido europea.

Sin duda, coincido con usted en que la naturaleza no es normativa de por sí: sólo puede ser normativa en la medida en que nos hacemos cargo intelectualmente de su sentido. Esto es particularmente cierto cuando pensamos en el papel que desempeñan las inclinaciones naturales en nuestro comportamiento, pues son ellas las que en primera instancia nos descubren aspectos valiosos, nos ponen en movimiento, nos llevan a actuar.

Ciertamente, las inclinaciones, por sí solas no bastan para dirigir una conducta tan compleja como la nuestra. Obrar bien requiere introducir orden en nuestros actos y deseos, para lo cual es indispensable preguntar a dónde nos llevan nuestras inclinaciones, anticipar sus fines, sus objetos, y valorarlos, todo lo cual es una obra de la razón.

Me interesa subrayar que todo esto es algo que hacemos en la vida ordinaria, cuando tras experimentar la atracción de un objeto lo examinamos, y, a resultas de esta operación, lo aceptamos o lo descartamos como objeto de nuestra intención, o bien lo retenemos como algo valioso, pero para ser realizado en otro momento, en otras circunstancias. Este proceso, implícito en nuestras decisiones, es significativo de que nuestra conducta no está determinada por nuestras inclinaciones, pero es significativo, también, de que nuestras inclinaciones proporcionan el sustrato básico a partir del cual nos resulta posible proponernos objetivos e intenciones.

De modo que en la ley natural interviene, ciertamente, la razón, pero también la naturaleza, entendiendo por naturaleza no una constitución biológica azarosa, subproducto casual de un proceso evolutivo ciego, sino una instancia tendencial diversificada en varias tendencias cuyo sentido podemos reconocer con nuestra inteligencia, e incorporar en nuestras acciones. De hecho obramos así. Y en esto precisamente encuentra otro motivo que justifica hablar de “ley natural”.

— Si he entendido bien lo que dice, la ley natural busca el sentido normativo que tendrían las tendencias naturales de los seres humanos: ¿de qué modo lo hace? ¿Piensa usted que realmente existe una esencia intemporal e inmutable del ser humano? Si no me equivoco, los desarrollos de la etnografía y de la antropología social de los últimos dos siglos más bien subrayan la radical diversidad de formas que adopta lo humano en la historia y en las culturas. ¿Considera sensato seguir hablando hoy en día de algo así como "lo natural" para todos y cada uno de los seres humanos?

— “Entre nosotros, los hombres, que nos hallamos entre las cosas corruptibles, hay algo según la naturaleza y, no obstante, todo es en nosotros mutable, ya sea por sí mismo o accidentalmente”. Esto escribe Tomás de Aquino en su comentario a la Ética a Nicómaco. Y, por cierto, no con la idea de relativizar la existencia de principios morales universales. Mantener que el hombre tiene una naturaleza no significa que no esté sujeto a cambio. Es evidente que la naturaleza humana se da de diversas maneras, no sólo en razón de circunstancias históricas, sociales o culturales, sino también en razón de circunstancias personales. Para el teórico de la ley natural, la diversidad humana no representa un problema: son modos diversos de encarnar los mismos principios.

Pero las palabras de Santo Tomás, en ese contexto, no se refieren únicamente a esta clase de variación. Tomás de Aquino sabe que hay otra clase de variación que sí contradice la ley natural. A ella se refiere a menudo cuando, refiriéndose a Julio César en la Guerra de las Galias, anota que “los germanos no consideraban ilícito el robo”. La verdad es que desconozco qué concepción de la propiedad tenían los germanos –este es el tipo de estudios etnológicos que permitirían apreciar con más justicia si lo que Julio César consideraba robo efectivamente lo era. En todo caso, Tomás de Aquino suele apuntar este ejemplo cuando habla de la posibilidad de que algunas conclusiones de la ley natural puedan verse oscurecidas en la práctica, ya sea a causa de los malos hábitos o de persuasiones falsas. Ya digo: con independencia de que su ejemplo sea acertado o no –sobre lo cual, insisto, nos podría ilustrar un análisis antropológico-social- me parece que el pensamiento de fondo es acertado: hay una clase de variación sobre la ley natural que ya no es, sencillamente, explicable como modos diversos de realizar los mismos principios morales, sino que constituye una corrupción de la ley. Pero, como decía más arriba, esto pertenece a la esencia de las leyes morales: a diferencia de las leyes físicas, las leyes morales no desaparecen por el hecho de verse conculcadas.

— En las últimas décadas, hemos asistido en filosofía y teología a un auge de la perspectiva personalista, especialmente en cuestiones morales. Desde el personalismo se intenta corregir una concepción excesivamente legalista de la ética, subrayando la preeminencia de la persona sobre la ley. ¿Se ha modificado en este debate el lugar de la ley natural en la ética? ¿Son incompatibles la teoría de la ley natural y el personalismo? ¿Cómo se entiende desde la ley natural la relación entre persona y naturaleza?

— Es cierto que durante siglos ha prevalecido en Occidente una visión un tanto legalista de la ética –y de la teología moral. Y que ese legalismo ha estado estrechamente vinculado a diversas teorías de la ley natural. Aunque, en honor a la verdad, ha habido siempre contrapuntos a este legalismo, que también se presentaban como versiones de la ley natural. De eso se ha ocupado ampliamente Knud Haakonssen en sus estudios. En realidad, hasta bien entrado el siglo XVIII la filosofía moral dominante giraba en torno a una u otra versión de la ley natural –aunque, por supuesto, tampoco faltaban voces discrepantes. Algo similar ocurría en la teología moral, como ha puesto acertadamente de manifiesto Servais Pinckaers. En general se trataba de planteamientos inspirados en versiones voluntaristas y racionalistas de la ley natural, que habían hecho de la ley, y no del bien, el primer concepto moralmente relevante. Sin embargo, como he venido indicando desde el comienzo de esta entrevista, lo que la ley natural prescribe –al menos en su formulación clásica, sistematizada por Tomás de Aquino- es realizar el bien. Para ello, el agente cuenta con orientaciones externas –las leyes-, pero esto no es suficiente: para realizar acciones buenas, es preciso “poner toda la carne en el asador”: es preciso que el agente persiga realmente obrar conforme a la virtud. La virtud, dice Aristóteles, es “lo que perfecciona a un agente y hace perfecta su obra”. Por eso, en la práctica hay una continuidad entre obrar conforme a la ley natural y obrar conforme a la virtud. Es este último aspecto –la virtud- el que se margina en las versiones legalistas de la ley natural, las cuales ofrecen una visión del obrar moral bastante mezquino: obrar moralmente quedaría reducido a cumplir una serie de preceptos. La virtud sería algo supererogatorio. Ciertamente, un autor como Kant supo darse cuenta de que el obrar moral requiere un compromiso por parte del agente, y por esa razón insistió en la importancia de la intención. Con todo, es precisamente con Kant como el planteamiento legalista de la moral alcanza su punto culminante: el primer principio moral, en Kant, no incluye una referencia al bien. Kant propone obrar “de tal manera que la propia máxima pueda convertirse en una ley universal”, y espera que de esa conformidad a la universalidad de la ley se derive el bien. En Kant, el bien moral es un puro constructo de la razón. Antes de que intervenga la razón, sólo habría “bienes premorales”. Desde un punto de vista clásico, esto es un disparate. El bien moral es práctico, pero no un puro constructo de la razón. La razón concreta el contenido del bien, no lo constituye por completo.

Sin duda, obrar bien entraña, en la práctica, cumplir una serie de preceptos, pero, desde el punto de vista moral importa, y mucho, el modo de hacerlo. Precisamente en el modo de la virtud reside lo más personal de la ética.

Pienso que el auge del personalismo en los últimos años –especialmente en círculos teológicos o del así llamado “pensamiento cristiano”- se debe a la necesidad de compensar la deriva legalista de aquellas teorías de la ley natural. Pero, cuando partimos de una adecuada concepción de la razón práctica, no es preciso poner estos parches. Con ello no quiero desacreditar los logros del personalismo ético. Pienso que muchos de esos logros pueden enriquecer la teoría clásica de la ley natural. En todo caso, no puedo ocultar que, como teoría ética, la teoría de la ley natural, en la medida en que se integre con la razón práctica clásica, me parece mucho más racional y consistente, y, por tanto, mucho más provechosa para la teología.

PUNTOS DÉBILES DE LA NUEVA LEY ESPAÑOLA SOBRE EL MATRIMONIO



Francesca Rossi
Mujer Nueva

Con todo el respeto que se debe a la autoridad legítima, es necesario exponer y aclarar los puntos débiles y las premisas falsas que contiene la Ley 13/2005 sobre “la modificación del Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio” firmado y sancionado en España el 1 de julio.

Se cita aquí dicha ley tal como aparece en el Boletín Oficial del Estado del sábado, 2 de julio del 2005.

Primer párrafo:

La relación y convivencia de pareja, basada en el afecto es expresión genuina de la naturaleza humana y constituye cauce destacado para el desarrollo de la personalidad, que nuestra Constitución establece como uno de los fundamentos del orden político y la paz social.

Observaciones:

· La Ley 13/2005 pretende modificar las condiciones para contraer el matrimonio civil, sin embargo, la frase introductoria ya demuestra una equivocación sobre la identidad jurídica del matrimonio al equipararlo a una “relación de convivencia basada en el afecto.”


· El afecto, aunque es importante, no es materia de leyes. Relaciones basadas sólo en el afecto son relaciones limitadas al ámbito privado de la vida de los ciudadanos en lo cual el Estado no tiene necesidad ni derecho a inmiscuirse. Sería ridículo si el Estado pretendiera obligar a todos los novios a que compraran flores a sus novias, o a todos los amigos a que se prestaran dinero mutuamente, o a todos los padres a que leyeran cuentos a sus hijos antes de irse a dormir, aunque es cierto que todas estas (noviazgo, amistad, paternidad) son “relaciones de afecto.” El amor y el afecto entre dos (o tres, o cinco) personas les “obliga” a ser fieles a las exigencias del amor mismo, estas exigencias no son jurídicamente vinculantes y por esto, el Estado no puede ni debe legislar sobre ellas.

· El matrimonio reviste un interés público, quizá el más grande, para el Estado. El Estado legisla sobre el matrimonio no porque éste sea una relación privada de afecto, sino porque de esta relación vendrá y se educará la generación siguiente; la subsistencia de la sociedad misma depende directamente del matrimonio.

· El afecto no es suficiente en sí para definir ni para constituir un matrimonio.

Una pareja no se casa cuando se quieren, sino cuando por su consentimiento libre y público, se comprometen a ciertos comportamientos, deberes y derechos particulares, propios de la institución del matrimonio. Es por este carácter institucional y este vínculo público que el matrimonio adquiere un valor jurídico y es un contrato legal que el Estado tiene el derecho a tutelar.

· Al legislar sobre el matrimonio como si fuera una relación privada, de afecto y sin relevancia social, no sólo hace que el matrimonio pierda su identidad, sino que hace innecesaria cualquier legislación sea cual fuere sobre ella.

Segundo y tercer párrafos:

…en cada momento histórico y de acuerdo con sus valores dominantes, [la Constitución] determinará la capacidad exigida para contraer matrimonio, así como su contenido y régimen jurídico. La regulación del matrimonio en el derecho civil contemporáneo ha reflejado los modelos y valores dominantes en las sociedades europeas occidentales.

Observaciones:

· Se contempla al matrimonio no como una entidad definida que proviene de la naturaleza humana, sino como un invento social, o un vestigio cultural flexible que evoluciona según las circunstancias históricas. Como en épocas anteriores, explica, la “mentalidad cultural” sólo contemplaba el matrimonio heterosexual, se entiende que el matrimonio entre personas del mismo sexo no tuviera cabida en la Constitución Española de 1889. Afirma que esta omisión legislativa no se debe a que el matrimonio necesariamente sea heterosexual (algo que parecía obvio a los redactores de 1889), sino a que, en 1889, todavía no se les había ocurrido a los españoles que podrían existir otras opciones. Pero los redactores de la modificación actual enfatizan que, ya que la sociedad española de hoy es más “libre, pluralista y abierta” ha llegado la hora en que la Constitución y el matrimonio mismo reflejen y se ajusten a estos nuevos “modelos y valores dominantes.”

· Si el matrimonio carece de una identidad propia, y si cada sociedad o gobierno lo puede definir al modelo que creen que más convenga según las circunstancias (sea el modelo homosexual, polígamo, fraternal) cabe decir que vale el mismo criterio de juicio para todas las demás leyes civiles. Según este razonamiento jurisprudencial, la legislación no tiene que basarse sobre (o ser condicionado por) la realidad, sino que sólo tiene que reflejar la práctica común de la sociedad, sea cual sea.

Quinto párrafo:
El establecimiento de un marco de realización personal que permita que aquellos que libremente adoptan una opción sexual y afectiva por personas de su mismo sexo puedan desarrollar su personalidad y sus derechos en condiciones de igualdad se ha convertido en exigencia de los ciudadanos de nuestro tiempo, una exigencia a la que esta ley trata de dar respuesta.

Observaciones:


En el fondo de todos los motivos citados para justificar la Ley 13/2005 se encuentra la premisa de que la condición homosexual es algo positivo, enriquecedor y beneficioso tanto para la persona como para la sociedad misma. De hecho, la ley menciona cuatro veces que la condición homosexual “desarrolla la personalidad,” aunque en ninguna parte del documento demuestra por qué o cómo es así.

· Ahora no se pretende discutir sobre si la condición homosexual es una elección libre o una patología, si enriquece la personalidad o si la daña, sino más bien de preguntarse qué importa para el matrimonio como institución jurídica si una cierta categoría de personas se están enriqueciendo con un comportamiento determinado. El matrimonio no se negaba a parejas del mismo sexo porque tenían una personalidad más rica o más pobre que las parejas heterosexuales, sino porque su relación de pareja no cumplía con los requisitos que exige el poder contraer matrimonio. Aunque fuera verdad que la homosexualidad fuera algo positivo, enriquecedor y hasta recomendable, esto no cambia el hecho de que el matrimonio, por ser lo que es y por tener la finalidad que tiene en la sociedad, sólo puede darse entre un hombre y una mujer.

· Exigir que el Estado cumpla un derecho no es lo mismo que exigir que el Estado cumpla un deseo. Casarse y formar una familia es un derecho; casarse y adoptar niños con alguien del mismo sexo es un deseo, un deseo que no corresponde a la realidad del matrimonio y de la familia. La autoridad civil no puede redefinir estas instituciones según los deseos de grupos particulares justificándose en que “se están ampliando los derechos.”

lunes, 25 de septiembre de 2006

¿PARA QUÉ SIRVE UN COLEGIO?


El colegio debe servir para aprender a leer, escribir, hablar, a pensar, a rezar, a amar y a contemplar.

SABER LEER no es recorrer las líneas de un texto o tartamudearlo en voz alta. Tampoco se trata de dramatizarlo, ni de rumiarlo con gesto ceñudo. Es sòlo sintonizar con el pensamiento del que esacribe. ¿Cuàntos adultos crees que estarìan en condiciones de leer en voz baja un párrafo sencillo, digamos de veinte líneas, y a continuación explicar con precisiòn su contenido?

Deberíamos hacer la prueba, y comprobaremos que la mayor parte de los cursos de técnicas de estudio podrían sustituirse por simples clases de lectura.

SABER ESCRIBIR no equivale a manejar una computadora. En la era de la computadora, muchos universitarios presentan sus trabajos la mar de emperifollados y casi sin erratas; pero redactan como analfabetos. Escribir es encontrar el vocablo justo para el momento justo; es dejar en el papel una huella dolorida, alegre, melancólica, airada o cínica, pero en todo caso auténtica. O, simplemente, saber contar en diez líneas cómo es esta habitación.

SABER PENSAR tampoco es sencillo. El problema reside en que pensamos con conceptos, y los conceptos están unidos a las palabras. Ahora dicen que vivimos en la civilización de la imagen. Se nos pasará pronto, porque con imágenes no se piensa.

La imagen es agresiva, elemental, plana; fomenta la pereza, conmueve, pero no dialoga.......Las imágenes necesitan de las palabras para tener sentido. Sin ellas no son nada. La palabra, en cambio, llega al fondo del espíritu, llama al reflexión y al trabajo, excita la inteligencia y demanda respuestas, emplaza el diálogo. Una palabra vale más que mil imágenes.

Cada día manejamos menos vocablos. Eso significa que el pensamiento se empobrece, que somos más manipulables.

SABER HABLAR casi es lo mismo. Quien no sabe decir lo que piensa, lo más probable es que no piense. Hay libros que enseñan a perorar en público; pero ninguna técnica sirve para decir algo cuando el cerebro está vacío, o para poner en orden un cacumen embrollado.

En todo caso sí que hacen falta clases de expresión oral, o como quiera que se las llame, porque la máquina que Dios nos ha dado para pensar, se alimenta y lubrica con palabras. Un vocabulario bien nutrido y un cierto arte en el manejo del lenguaje pueden bastar para ponerla en marcha.
Pero hablar es sobretodo comunicarse con el prójimo: tener engrasadas las entendederas y las explicaderas; estar en condiciones de trasmitir, boca a boca, ideas, sentimientos, afectos y desafectos, alegrìas y dolores. Por medio de la palabra uno aprende a ser persona; sin ella no somos capaces de amar.

SABER AMAR, sin embargo, es algo más. San Juan lo escribe en su primera carta: hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y de verdad. Difícil asignatura. Y es que los niños no aman, se apegan. Los adolescentes, más que amar, se enamoran, que no es lo mismo. Y sólo cuando matan el pavo y se comen están en condiciones de entregarse, de desvivirse, con ternura y dolor, con pasión y generosidad: eso es amor.

En estos últimos años muchos padres y casi todos los colegios parecen haber renunciado a educar la afectividad de los niños. Quizá suponen que lo sano es dejarla a la intemperie, para que se exprese indiscriminada y hemorrágicamente. O quizá han delegado en la tele tan ardua tarea. El caso es que el planeta se está llenando de adolescentes crónicos, súper precoces en lo sexual e inmaduros en el amor.

SABER REZAR es tener el corazón abierto y los oídos limpios para escuchar al Señor. Es también dejar un sí al borde mismo de los labios para que se nos escape sin querer. Rezar es entrar en la órbita de Dios y compartir la intimidad con ÉL. No hay forma más elevada de comunicación y de amor.
Quien no haya rezado nunca casi no es humano. Por eso un colegio que no fomente la oración, no educa: mutila y deforma.

Y, por último, CONTEMPLAR. Es la asignatura más importante. El cielo será contemplación y la tierra también puede serlo. Si enseñáramos a los niños a ver un cuadro o un paisaje; a gozar con una tormenta, un poema, un atardecer o una melodía; a mirar a los ojos de los amigos y de las amigas; a enamorarse de la belleza más que de la exuberancia metabólica del prójimo, ¡Ay si lográramos todo eso....!

¿ Sólo eso?

Bueno, si da tiempo, también matemáticas.

Enrique Monasterio

CRISIS DE LA RACIONALIDAD POLÍTICA Y LEGISLATIVA



Fernando Hurtado

No me propongo en estas líneas hacer razonamientos contra el llamado “matrimonio” de homosexuales, o la adopción de niños por parejas del mismo sexo, etc., como ha permitido el Parlamento de este país; como tampoco, en algún otro caso, cuando se ha hablado del aborto, hablé sólo de la defensa de la vida. Como biólogo pienso que lo evidente-científico sólo puede ser negado desde la irracionalidad.

Prefiero detenerme precisamente en ESA IRRACIONALIDAD que hace enfermar la democracia, haciéndola totalitaria, trastornada y trastornadora de la vida social. Esa irracionalidad –con harapos argumentales- parece haberse apoderado de buena parte de la clase política europea. Y ESO ES MUY PRECOCUPANTE.

Las ideologías liberales-radicales, fundadas sobre la falta de trascendencia –lo intrascendente- y el relativismo moral, al privar a la democracia de fundamento de principios y valores, está difuminando peligrosamente la legitimidad de las normas y debilitando el ordenamiento jurídico. La política esta sufriendo la peligrosa tentación de una libertad sin los límites de la verdad objetiva sobre la dignidad del hombre.

Frente a la evidencia social de esta crisis del Derecho y de la Legalidad, los dogmáticos de la llamada ética laica buscan afanosamente criterios válidos y fundamentos irrisorios para decisiones políticas y jurídicas. Pero tales criterios no sobrepasan a aquellos que son capaces de ofrecer conceptos como el de opinión mayoritaria, orden de valores democráticamente reconocido; o lo que podría llamarse verdades convencionales . La razón es obvia: el pensamiento radical-liberal no permite afirmar una verdad objetiva e incondicional -sin condicionamientos- sobre el hombre.

En la 19e Conférence des Ministres Européens de la Justice, organizada hace unos años por el Consejo de Europa (La Valette-Malta), sobre el tema de la "corrupción" en la vida pública, se empleaban continuamente en las intervenciones expresiones como "crisis del derecho" y "crisis de moralidad", con referencia al descubrimiento en muchas naciones de graves irregularidades en la gestión de la administración publica. Estas vicisitudes han hecho hablar de crisis moral incluso a los más acérrimos defensores de la ética laica, pero no parecen "encontrar" el fondo del problema.

No pretendo pasar por sabio al afirmar que se puede definir certeramente ese fondo. El creciente empobrecimiento ético, la amoralidad permisiva de la actividad legislativa y jurisprudencial en muchos Estados, y el consiguiente debilitamiento progresivo de la racionalidad de las leyes, son las razones que determinan LA DEPRECIACIÓN DEL DERECHO y la pérdida de su función pedagógica y de su sustancial fuerza vinculante. Es evidente a todos -basta leer los periódicos- que la amoralidad del legislador y la del juez constituyen los más consistentes estímulos a la inmoralidad del ciudadano.

Desgraciadamente, la ética laica no admite estos conceptos de amoralidad y de inmoralidad, por eso propugna la separación entre moral privada y ética pública en el ámbito del llamado pluralismo ético. Es cierto que la Moral y el Derecho son dos ciencias diversas, pero lo son sólo en cuanto miran al hombre desde diferentes perspectivas. Pero en el centro de ambas debe estar la dignidad de la persona humana. De otro modo, el derecho, la ley -incluso si se la quisiese llamar democrática- sería antinatural, esencialmente inmoral, instrumento de un ordenamiento social totalitario. No hay espacio -en pura honestidad científica- para defender la legitimidad del derecho si a éste se le divorcia de la moral. Dado el hecho efectivo de la estrecha ligazón entre Derecho y Moral, no es en absoluto sorprendente que la actual crisis del Derecho vaya guardando el paso a la crisis de la Moral (simul stabunt et simul cadent, juntas estaban y juntas caen).

Ambas crisis tienen el mismo fundamento. Al negarse la verdad objetiva de la persona, se pierde la verdad objetiva del Derecho, y éste pierde su sentido y su virtud correspondiente: la justicia.

Los hombres de buena voluntad nos hemos de empeñar más que nunca en que no haya alianza entre democracia y relativismo ético; generaría totalitarismos -¿hitlerianismos?- capaces de negar que 2 más 2 son 4.

Quizá merezca la pena seguir en otro momento. Hasta entonces.

¿Qué le pasa a la ONU?

   Por    Stefano Gennarini, J.D       La ONU pierde credibilidad con cada informe que publica. Esta vez, la oficina de derechos humanos de ...