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miércoles, 22 de octubre de 2014

Nuestra hija quiere bautizarse



James Harrington es un periodista agnóstico que en 2009 se trasladó con su familia al suroeste de Francia, donde trabaja como periodista freelance. La que reproducimos a continuación es una carta que publicó en el diario progresista británico The Guardian, en la que explica cómo su esposa, “atea ferviente”, y él, quien se confiesa agnóstico, reaccionaron cuando su hija les anunció que quería bautizarse y ser católica.

Mi esposa y yo somos ateos, pero nuestra hija quiere bautizarse y convertirse al catolicismo
Durante décadas, Dios y la religión no han tenido ningún lugar en mi vida. Fui bautizado de niño, pero no fui más allá de la primera comunión. Esto, oficialmente, podría hacer de mí un católico en el sentido amplio del término, pero aun así soy una persona que, más que no practicar, se detuvo antes de empezar.

Aparte de las asambleas matutinas y los ensayos semanales de cantos en la escuela primaria, seguidos de un par de años de clases de religión en el instituto (que abandoné en cuanto tuve posibilidad de elegir las materias), apenas he tomado en consideración mi alma inmortal, y mucho menos la dirección que ésta debe tomar cuando muera.

A lo largo de los años, cuando me preocupaba de pensar en todo ello, llegaba a la conclusión que prefería la teoría científica de la vida y el universo a la teoría espiritual. Lo más probable es que sea ateo, pero inclinado hacia el lado agnóstico del espectro. Sé que soy escéptico en el sentido verdadero del término. O superficial. Una de las dos cosas.

Estaba de acuerdo con mi esposa, que es una atea ferviente, cuando dijo que podría soportar cualquier decisión que nuestros hijos tomaran, con la excepción de que quisieran enrolarse en el ejército o en el clero. Por tanto, ¿qué ocurrió cuando nuestra hija decidió que no solo creía en Dios (con D mayúscula). sino que también quería bautizarse y convertirse al catolicismo?

Esto no debería haber sido un motivo de gran sorpresa para nosotros. Más o menos hace cinco años, el trabajo nos llevó a mi esposa, también periodista, a nuestra hija, que entonces tenía tres años, y a mí del este de Inglaterra al suroeste de Francia. Matriculamos a nuestra hija en la escuela católica local, elegida sólo por recomendación de una compañera que nos habló de la calidad de su educación. Y, siendo sinceros, la escuela tenía plaza cuando nosotros la necesitábamos. Ella había frecuentado la misma escuela y no teníamos motivo de queja. Todo lo contrario. Teníamos todos los motivos para agradecer a nuestra compañera por haber dado en el clavo.

Al ser una escuela católica, cada semana había una hora de clase de catequesis. Técnicamente, nuestra hija no debería haber empezado estas clases al no ser (aún) católica, pero no pensamos en impedirlo y nunca fue un problema.

Una amiga da la clase. A menudo nos decía que a nuestra hija le gustaba aprender y se emocionaba visiblemente en los días festivos y en las vacaciones, cuando los alumnos iban a la iglesia. Pero una cosa son las catequesis en el colegio (es un poco como la “Catholic-centric RE”, la educación religiosa para los que no usan ese término), y muy distinto es querer todo el paquete y ser bautizado. Y, aparentemente, otra cosa es querer ser bautizado a sabiendas.

Con el riesgo de disgustar a mis padres, tengo que decir que no tenía elección: fui bautizado antes de que pudiera expresar mi opinión sobre ello. No es que importe. Fui bautizado. Pero, aparte de hablar sobre ello aquí y ahora, este hecho casi no ha tenido ningún impacto en mi vida. Final de la historia.

Sin embargo, nuestra hija tomó sola una decisión que define la propia vida. No podría estar más orgulloso de ella. Pero no puedo negar que lo que nos dijo a mi esposa y a mi detuvo nuestro desinterés en la religión, ligeramente engreído, y nuestra trayectoria de progresistas de causas perdidas.

¿De dónde cogió el valor para decirnos lo que quería? Estaba claro que nuestra valiente y dulce hija había reflexionado seriamente y durante mucho tiempo sobre su fe.

Mirando atrás, nos dimos cuenta de que habíamos discutido con una cierta regularidad sobres nuestras distintas creencias. Nuestra hija nos trajo el Génesis. Nosotros le dimos el Big Bang. Ella nos trajo la Natividad, la paz y nos felicitó la Navidad. Nosotros le dimos la familia, los amigos y buena comida. Ella nos trajo la crucifixión. Nosotros le dimos el conejito de Pascua. Ella nos trajo el cielo, Dios y el paraíso. Nosotros le dimos la vida del siglo XXI y un breve futuro como pienso para los gusanos.

Después de todo esto, y a pesar de nuestra amable antipatía hacia Dios y la creación, ella seguía teniendo el valor de sus convicciones y nos dijo a ambos, a la cara y ante el sacerdote, que nuestra visión del mundo no era suficiente para ella. Ella cree. Quiere ser bautizada y quiere ser católica.

Para mí significa asiduos viajes a la parroquia para clases extra de religión católica. Significa ir a la iglesia para la misa familiar de los domingos y no saber cuándo tengo que sentarme o estar de pie. Y esperar que el sacerdote no venga hacia mí con el micrófono cuando esté dando su sermón (no creo que lo haga).

Significa un esfuerzo extra por mi parte y una no pequeña frustración para mi esposa, que intenta –y a menudo fracasa– entender la atracción que tiene todo esto. Pero significa todo para mi hija. Ella ha dado el primer paso en un camino que, en última instancia, tendrá que recorrer sola. Iré con ella tan lejos como pueda, pero ella sabe, incluso ahora, que es su viaje. Está yendo hacia donde yo no puedo seguirla.

Sólo espero que la próxima vez que se enfrente a una decisión que defina su vida se acuerde de este momento, cuando nos dijo que tenía fe en algo en lo que nosotros no creemos. Y que creímos en ella.

(Traducción de Helena Faccia Serrano.)

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