Por Alejandro Llano, Profesor Ordinario de Filosofía
Una de las maneras más frecuentes de pasar superficialmente sobre los grandes temas de la cultura contemporánea consiste en minimizarlos. El ejemplo más claro es la revolución de 1968. Se la despacha con la trivialidad de que fue una gran algarada estudiantil, en la que los universitarios no sabían lo que pedían, y que finalmente quedó en nada. Cuando, en realidad, ha sido la única revolución del siglo XX que, inspirada en planteamientos marxistas, tuvo éxito. Fue una revolución cultural y sexual cuyos efectos se dejan sentir hasta nuestros días.
Algo semejante acontece con la postmodernidad. Perteneciente a otro plano y en diferente escala, la comparecencia histórica de eso que llamamos postmodernidad se halla estrechamente conectada con los movimientos universitarios de finales de los sesenta. Nada ha vuelto a ser lo mismo desde entonces. A los que sonríen burlonamente cuando oyen hablar de postmodernidad habría que preguntarles si habían oído mentar los cuatro grandes movimientos disidentes antes de 1960, y si han dejado de escuchar discusiones sobre estos temas hasta el día de hoy.
Las cuatro grandes líneas de cambio han sido y, en cierto modo, siguen siendo las siguientes: feminismo, pacifismo, ecologismo y nacionalismo. Si bien se piensan, todas ellas están posibilitadas por el advenimiento de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación, que motivan el paso a segundo plano de los aspectos sociales cuantitativos y ponen en primer término las dimensiones cualitativas.
Soy testigo personal de que, a finales de los setenta y principios de los ochenta, todavía los intelectuales españoles –por no hablar de los políticos- apenas se habían enterado de que estos cuatro factores de mutación estaban llamados a configurar el panorama cultural y social del cambio de milenio.
Desde entonces, ha habido cambios sustantivos en estas tendencias. Por ejemplo, el feminismo –en su versión más radical- ha desembocado en la ideología de género que, sorprendentemente, es casi el único modelo social que trata de imponer el actual Gobierno socialista español, con grave daño para la institución familiar y muy desfavorables consecuencias educativas. Un sesgo feminista menos neto, pero muy real, presentan también las ideologías pseudo-religiosas como la New Age y los estilos de vida orientalistas que han invadido Occidente.
Por su parte, el pacifismo parece haber dado un paso atrás. Pero este retroceso es sólo aparente. Han cambiado los escenarios de enfrentamiento, pero el clamor de paz no ha cesado de aumentar. La caída del muro en 1989 aflojó la tensión entre la Unión Soviética y Estados Unidos, con el resultado de la quiebra del bloque del Este y la pérdida de importancia estratégica de la Unión Europea. Pero la tensión política ha desembocado en largas y sangrientas guerras en Oriente Medio, con un horizonte imprevisible. La intolerancia del Estado de Israel, que no hace sino aumentar, hace actualmente irresoluble el conflicto. La petición de paz ha alcanzado tal seriedad que Juan Pablo II sorprendió a muchos e irritó a no pocos cuando se opuso frontalmente a la guerra de Irak; y el conflicto sobre la actitud que España debía adoptar hizo perder, en 2004, unas elecciones decisivas al Partido Popular.
El ecologismo ha dejado de ser un escrúpulo de sectores inconformistas y cultos, para convertirse en el tema que –a pesar de resistencias interesadas- concita más adhesiones en todo el mundo. La amenaza del calentamiento global y la destrucción de las pocas áreas naturales no mancilladas por los humanos pone al rojo vivo las alarmas. Un incidente que pareció inicialmente anecdótico, como es la erupción de un volcán en Islandia, ha paralizado los transportes aéreos de medio planeta y ha venido a confirmar que la idea de que nos encontramos en una sociedad de riesgo no es precisamente una frivolidad.
Un examen tan rápido y somero como éste muestra ya que la postmodernidad todavía no está muerta y enterrada. Como, en cierto modo, tampoco lo está la modernidad, de la cual la postmodernidad es una importante inflexión. Lo que se encuentra en una crisis profunda es el concepto de globalización, no en el sentido geográfico de mundialización, sino en la acepción del modo de vida que habría acercado entre sí a las poblaciones de todos los continentes y de muy distintos niveles económicos. La aporía en la que, como ha manifestado la actual crisis económica, manifiesta hoy día la globalización, está cambiando el escenario hasta el punto de que se puede hablar de una inflexión tan importante como la que, a finales de los sesenta, nos llevó a hablar de la postmodernidad.
El factor más neto y menos controvertido al que ha conducido al fenómeno de la globalización es, sin duda, la generalización del uso de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. El fenómeno de Internet ha supuesto la mutación cultural más amplia y rápida de la que tenemos recuerdo histórico. Los enlaces se han multiplicado hasta cifras hace poco inconcebibles y, sobre todo, los actores de emisiones y recepciones de mensajes han aumentado en cifras millonarias. Está por ver si tal escalada llevará consigo un avance cualitativo del pensamiento y la creatividad. Pero lo que ya resulta claro es que la galaxia social no volverá a ser la misma. Mayor alcance proporciona aún la expansión de los teléfonos móviles –tanto los simples como los “inteligentes”- incluso en las zonas menos desarrolladas del planeta.
El hecho de que, simultáneamente a esta explosión tecnológica, se haya producido una crisis económica tan extensa y profunda, nos lleva a cuestionar buena parte de las esperanzas y promesas que trajo consigo la globalización. Se hablaba hasta hace poco de una ética mundial que vendría favorecida por la rapidez y facilidad de los intercambios entre todo tipo de personas. Pero la anunciada solidaridad apenas ha añadido aspectos cuantitativos a la emergencia de los movimientos del voluntariado y las organizaciones sin ánimo de lucro que comenzaron a florecer dentro de la mentalidad postmoderna. Al contrario: la facilidad del conocimiento mutuo ha producido que las tremendas desigualdades que se siguen registrando, y que sólo han disminuido en algunas zonas y bajo algunos aspectos, se hayan vuelto aún más hirientes.
Desde luego, el neocapitalismo de inspiración materialista, que pone el beneficio propio como única medida de la eficacia económica, ha mostrado su debilidad. Y ya no cabe apelación a su supuesto contrario –el socialismo marxista- que ha caído en un extraño olvido, agudizado por la estrategia de ocultamiento que han seguido sus últimos partidarios, entre los que la autocrítica ha brillado por su ausencia.
La ganancia que nos deja la globalización no ha sido -por tanto- económica, sino más bien cultural. La gran movilidad que permite nos ha deparado un panorama caracterizado por el claroscuro. Por una parte, la emigración desde las zonas menos favorecidas hacia las áreas más prósperas ha mejorado el nivel de vida de multitud de personas. Los efectos perjudiciales de la caída de la natalidad en los países avanzados han resultado de algún modo paliados por la llegada de emigrantes, mayoritariamente jóvenes, con una vitalidad que les lleva a no rechazar artificialmente su descendencia. Esa vitalidad –acompañada por más altos niveles morales- aporta también factores de innovación a las poblaciones física y mentalmente avejentadas de los países económicamente satisfechos. Pero tales poblaciones no siempre lo agradecen, sino que son cada vez más frecuentes las actitudes de rechazo a las costumbres que traen los emigrantes, los cuales difícilmente consiguen alcanzar la categoría de ciudadanos de primera clase.
La multiplicidad cultural, sin embargo, está sirviendo de coartada para el desarrollo de un creciente relativismo ético. Los nuevos estilos de vida, que rechazan las élites intelectuales y económicas de los países ricos, se utilizan como argumentos para relativizar las tradiciones éticas que han sido la condición de posibilidad de su propia civilización de la abundancia. Las contradicciones culturales del capitalismo, anunciadas por Daniel Bell, son ahora patentes.
La reciente encíclica Caritas in veritate ofrece un lúcido diagnóstico de estas incoherencias y, lo que es más importante, ideas innovadoras y eficaces para plantear la superación de la crisis económica y moral que estamos sufriendo, y cuyo final no se avista en el horizonte. Dejando a un lado las debilidades de una concepción superficial de la postmodernidad, Benedicto XVI ofrece un planteamiento que rompe el rígido modelo social basado en la alianza del Estado, el mercado y los medios de comunicación convencionales. Apela al protagonismo de los grupos sociales más vivos, a eso que los sociólogos han venido denominando “mundo vital”, para conseguir que los medios de intercambio simbólico no se agoten en los trueques de dinero, poder e influencia, sino que incluyan la riqueza de inspiraciones que el propio multiculturalismo aporta.
El valor en alza es ahora la solidaridad. Se trata de inaugurar un nuevo modo de entender las relaciones sociales, en un panorama que ya no puede ser sino multicultural. La “lógica del don” pone de manifiesto el significado económico de la gratuidad, que saca del atolladero a la crispada cerrazón de los intercambios egoístas. Si prescindiéramos de todas aquellas actividades que realizamos gratuitamente, el mundo se pararía y la propia vida económica se vería abocada al colapso.
La revisión a fondo de los enfoques modernos y postmodernos sólo es posible desde una perspectiva ética y multicultural. La sociedad del riesgo nos conducirá a callejones sin salida si no superamos de una buena vez la violencia bélica para superar los conflictos, la explotación del medio ambiente para lograr una prosperidad tan rápida como ilusoria, la afirmación de lo propio como modo de humillar a los ajenos, y la utilización tecnocrática de los cuerpos en detrimento de las almas.
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