Páginas vistas

jueves, 30 de mayo de 2019

Cómo remediar la pobreza


Antonio Argandoña, Catedrático de Economía, Universidad de Barcelona
Tranquilícese el lector: no me he convertido en un salvador del mundo. Solo quiero hacer unas consideraciones a raíz de una recensión de la versión castellana del libro de Abhijit Banerjee y Esther Duflo, «Repensar la pobreza. Un giro radical en la lucha contra la desigualdad global»(Madrid, Taurus, 2016), que encontró en el blog de Nueva Revista (aquí).
En el fondo, es un argumento en favor de pensar con calma, con visión amplia, con sentido crítico. «La tendencia a reducir a los pobres a un conjunto de clichés impide comprender sus problemas reales. Las políticas gubernamentales destinadas a ayudarles muchas veces fracasan porque descansan en suposiciones falsas sobre sus circunstancias y su conducta».
La tesis central del libro es que los pobres son como nosotros en casi todo. Solo que tienen dificultades para cosas que, para nosotros, son ordinarias, porque «las pequeñas barreras en las que nosotros casi ni pensamos porque ya se nos dan resueltas «se ciernen sobre sus vidas» a veces como muros insalvables».
«El fracaso de las políticas, la causa de que la ayuda no tenga el efecto que debería tener, radica a menudo en «las llamadas “tres íes»: ideología, ignorancia e inercia, por parte de expertos, de trabajadores del ámbito de la ayuda o de dirigentes y gestores locales” (p. 35).
Un ejemplo: el problema de la falta de educación no es la falta de escuelas, o la escasa asistencia a las mismas, porque «conseguir que los niños vayan a la escuela … no es muy útil si, una vez allí, aprenden poco o nada» (p. 104). La calidad de la enseñanza es baja «porque los padres no se preocupan lo suficiente, y no lo hacen porque saben que los beneficios reales de estudiar… son reducidos» (p. 107). Por otra parte, «los profesores aún trabajan [como en la época colonial] con la premisa de que su función es preparar a los mejores alumnos para unos exámenes difíciles que abrirán las puertas» (p. 123). El primer paso para conseguir un sistema educativo que dé una oportunidad a cada niño “puede ser reconocer que las escuelas deben servir a los estudiantes que tienen, antes que a aquellos que quizá les gustaría tener” (p. 137).
¿Controlar la natalidad para mejorar el nivel de vida? Ha sido durante décadas el mantra de la ayuda al desarrollo. «No hay evidencia alguna de que los niños nacidos en familias más pequeñas tengan un nivel de estudios superior» (p. 145). «La disyuntiva entre calidad y cantidad parece no tener lugar» (p. 147). En Kenia las niñas saben perfectamente que las relaciones sexuales sin protección acaban en embarazo. «Pero si piensan que el posible padre se sentirá obligado a hacerse cargo de ellas una vez que den a luz a su hijo, quedarse embarazadas puede que no sea tan malo después de todo» (p. 154). Finalmente, «para muchos padres, los hijos son su futuro económico: una política de seguros, un producto de ahorro» (p. 158).
Las microempresas no son la solución. «Los relatos de éxito empresarial entre los pobres son abundantes y los emprendedores no escasean» (p. 262). «Sin embargo, en este panorama soleado aparecen dos sombras preocupantes. Primera, si bien es cierto que muchas personas pobres tienen sus propios negocios, también lo que que estos son muy pequeños. Y segunda, estos pequeños negocios producen muy poco dinero…» y no se diferencian de los negocios ya existentes, de modo que no pueden crecer. Y una frase que a los que vivimos en España en los años sesenta nos resulta conocida: «En todos los sitios donde hemos preguntado, el sueño más común de los pobres es que sus hijos trabajen para la administración pública» (p. 282).

viernes, 24 de mayo de 2019

Todos somos personas que han de ser queridas y jamás no deseadas.


Jamás debe nacer un niño no deseado: es el eslogan de aquellos que sostienen una visión auténticamente humana de la persona, del sexo y de la familia. Ningún ser humano viviente, comprendido el niño, debe ser no deseado: es la verdad que debería determinar nuestras decisiones y nuestras acciones.  Esta verdad reclama que todos los miembros de la especie humana sean reconocidos lo que son: personas iguales en dignidad a sus padres, no juguetes o animales domésticos o productos del deseo y de la técnica humana.

jueves, 23 de mayo de 2019

La verdad en el quehacer universitario


Por Jose María Bastero, Catedrático de Ingeniería, ex-Rector de la Universidad de Navarra
La verdad en nuestro contexto social
Observada con un poco de detenimiento, cabe afirmar que la actual situación cultural es ciertamente paradójica. Por una parte, el panorama de las ciencias experimentales rezuma un optimismo desbordante, avalado por los avances de la ciencia y la técnica en las últimas cinco décadas, avances que hace un siglo se consideraban inalcanzables. Piénsese, por ejemplo, en la aún reciente constatación experimental de las ondas gravitacionales, predichas por A. Einstein con noventa y nueve años de anticipación; los logros de la biología molecular con la aparición de las llamadas ciencias ómicas (proteómica, genómica, metabolómica, nutriómica, etc.); los éxitos de la terapia génica y la regeneración tisular a partir de cultivos celulares…
Flota en el ambiente la idea de que el hombre es capaz de dominar técnicamente la naturaleza entera y, con este propósito, los investigadores no cejan en proponerse los retos más audaces e impensables, con lo que en algunos casos se plantean situaciones que traspasan los límites naturales de la ética científica. Sucede esto cuando se pretenden extrapolar abusivamente las técnicas y procedimientos de un área a otra, sin respetar su naturaleza específica o tratando de modificarla arbitrariamente. La violación de los límites ha conllevado importantes problemas ecológicos (calentamiento global de la tierra, destrucción irrecuperable de ecosistemas naturales…), sanitarios (el sida, la enfermedad de las vacas locas…) y morales (fecundación humana in vitro, investigaciones aberrantes en líneas celulares humanas…).
Bien distinto es el aire que se respira en el mundo ético-social-filosófico, inundado de pesimismo y desilusión, plasmado en una política social de mínimos y formulado en la corriente filosófica del llamado pensamiento débil (il pensiero debole). Se propugna con insistencia que no se puede ser dogmático ni fundamentalista; que siempre y en todo hay que matizar: que ante cualquier tema es preciso mantener un perfil tolerante. Estas afirmaciones encubren un escepticismo generalizado que conduce a una postura irenista en la que, pro bono pace, se concede que todo, cualquier postulado moral, vale lo mismo. En algunos casos, se matiza esta generalización asignando a los principios de comportamiento una carga de veracidad en relación directa a los votos democráticos que los respaldan.
Al poner en sordina la posibilidad de certezas absolutas, se desemboca en un relativismo que postula la imposibilidad de conocer la verdad, ya que -se dice- la verdad absoluta no existe: es más bien algo caleidoscópico, que va mutando con las circunstancias de la persona y del momento. Por este motivo, no es de extrañar que se haya generalizado implícitamente el rechazo tácito a la palabra verdad, que se quiere tintar con el color de la intolerancia. Analizando este fenómeno, con la perspicacia y profundidad que le eran propias, el cardenal J. Ratzinger afirmaba que en el mundo occidental «se ha instaurado una dictadura del relativismo, que no reconoce nada como definitivo y que deja solo como medida última al propio yo y sus apetencias»(1).
Pese a que se presenten como antitéticos, el dogmatismo científico y el relativismo tienen una misma raíz común. En efecto, en el dogmatismo se considera que el hombre puede explicarlo todo y, por tanto, solo se reconoce como verdad aquello que pueda ser entendido y demostrado científicamente (es ilustrativa la crítica de C. Sagan a esta postura al afirmar que “la ausencia de evidencias, no implica la evidencia de la ausencia”). Por su parte, el relativismo acepta como verdadero y bueno lo que así le parece a quien se lo plantea en aquel momento. En ambos casos, es la persona individual el referente supremo y único de la verdad y del bien, repitiendo el modo de proceder de nuestros primeros padres en el paraíso que, al comer de la fruta prohibida, pensaban llegar a ser como Dios al consentir a la tentación del maligno: «seréis como Dios en el conocimiento de la verdad» (2)seréis garantes de la verdad–. Pero, si el criterio de veracidad y bondad reside en el propio hombre, cualquier instancia transcendente se convierte en algo superfluo para su vida, por lo que procede es excluirla fácticamente de nuestro horizonte existencial y vivir ‘etsi Deus non daretur’, como si Dios no existiera, haciendo uso de una expresión clásica. Este es el clima cultural prevalente en estos tiempos.

Consecuencias del ‘etsi Deus non daretur’
Plantear la vida personal y la convivencia social de ese modo conlleva consecuencias importantes y, en mi opinión, deletéreas.
En cuanto respecta al mundo científico, conduce a la exaltación sin medida de la ciencia experimental, como se puede constatar en la anécdota que, como botón de muestra, voy a referir a continuación. En junio de 2009, tuvo lugar en San Sebastián el simposio internacional ‘Atom by atom’ dedicado a la nanotecnología, en el que participaron relevantes científicos, entre ellos varios galardonados con el Premio Nobel. En la sesión inaugural, uno de estos, el profesor Sir H. W. Kroto, pronunció una brillantísima conferencia y en su disertación se permitió intercalar descalificaciones gratuitas y extemporáneas a cualquier religión y de modo especial al catolicismo. En la recepción posterior, un profesor muy prestigioso de la Escuela de Ingenieros de la Universidad de Navarra (quien me narró este incidente) se acercó a felicitarlo al mismo tiempo que le expresó su desacuerdo por las afirmaciones vejatorias e improcedentes sobre el catolicismo vertidas en su intervención. El conferenciante recibió muy mal esta observación, perdió los papeles y claramente exasperado corroboró sus ideas, que reforzó al manifestar que junto a otros científicos, poseedores como él del Premio Nobel, habían constituido un lobby para presionar ante los gobiernos de los países occidentales, instándolos a prohibir en los centros escolares cualquier tipo de enseñanza religiosa (pues toda religión es mero fundamentalismo) y encareciéndoles a intensificar la enseñanza de las ciencias, porque «solo la ciencia es capaz de educar libre y dignamente a la persona humana».   
Ahora bien, al limitar a la racionalidad el acceso a la verdad, se niegan la dignidad y la espiritualidad inherentes a la persona humana; se reducen sus aspectos más nobles (libertad, alegría, amor, felicidad…) a un mero producto de reacciones químicas o de expresiones proteínicas; y se concluye con la equiparación del hombre con los animales irracionales. Aunque parezca grotesco, en alguna muy prestigiosa universidad norteamericana se han vertido con éxito afirmaciones en ese sentido.
Aún son más graves las consecuencias del relativismo, que se presenta como generador de tolerancia y, sobre todo, de libertad, una libertad que es considerada como el valor supremo de la persona humana. Y si es supremo, su ejercicio no puede ser limitado por nada ni por nadie. Esto explica que se llegue a manipular burdamente el lenguaje para despojarlo de cualquier connotación ética, como sucede cuando al aborto se le denomina salud reproductiva derecho de la mujer a decidir; a la eutanasiamuerte digna; a la indoctrinación sectariaeducación para la ciudadanía… Se excluye igualmente toda norma moral y no se acepta constricción alguna distinta de la propia persona, que ha de guiarse solamente por su conciencia autónoma. El postulado moral podría formularse con la frase: “que me dejen hacer lo que quiera, aquí y ahora”, sin más limitación que la colisión con los derechos de un tercero. Y al convertirse el hombre en la fuente de su propia moralidad, todo lo humano (instintos, tendencias, apetencias…) es bueno si así se lo parece. Esta hipertrofia de la libertad, a la que se desprovee de responsabilidad, llevó a un importante político español a atreverse a sustituir la afirmación evangélica «la verdad os hará libres»(3)por ‘la libertad os hará verdaderos’.
En amplios círculos sociales y políticos, se piensa que el relativismo ha sido la causa de la transversalidad tolerante que empapa a todos los países del primer mundo y a sus partidos políticos hegemónicos, y se la considera como factor de integración política nacional y de cohesión interestatal (llaman la atención los parabienes de mandatarios europeos y americanos que recibió hace algunos años el entonces jefe del Ejecutivo español, por su decisión de no modificar la ley del aborto). Forma un tándem complementario con el estado del bienestar, y es que, al prescindir de Dios, el hombre necesita crearse un paraíso terreno donde vivir feliz y sin problemas: las prestaciones del estado de bienestar le aseguran salario digno, atención médica universal, enseñanza gratuita y unos servicios sociales confortables; en tanto que el relativismo pretende conferirle la tranquilidad moral fruto de una conciencia sin trabas.
Sin embargo, ese cielo en la tierra no parece haber sido logrado. Basta con un somero acercamiento al ambiente que se respira actualmente en nuestro país:
 – En el mundo económico, se siguen descubriendo casos de corrupción lacerante de no pocos políticos, empresarios, inversores y sindicatos. En el plano social es dramática la caída de la natalidad debida a la trivialización de la institución familiar. En el terreno político, estamos inmersos en un ambiente de crispación entre los partidos, incapaces de llegar a pactos generosos en servicio del bien común, lo que conlleva el desprestigio de las clases políticas.
          – El clima relativista imperante ha permitido que en España se hayan generalizado, tanto a nivel estatal como autonómico, las Leyes de igualdad LGTBI que, en mi opinión, violan el derecho primario de los padres a gozar de libertad para la educación e instrucción de sus hijos; conculcan la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos; e imponen tiránicamente ‘la ideología de género’, que, al desvincular a la persona de su sexualidad, predispone a que  su orientación afectivo sexual quede al albur de su presunta libertad ilimitada. El primer trimestre del año 2017 asistí en Madrid a la presentación de la brillante monografía de tema educativo, y en ese acto uno de los oradores invitados –con terminología acuñada por Zygmunt Bauman– afirmó que el ‘nuevo orden mundial’, propugnado por poderosos lobbies internacionales empeñados en implantar en todos los países la ideología de género’, está plasmándose en una sociedad líquida, cultivadora de la post-verdad y pretorianamente defendida por la policía del pensamiento.   
 – Ante estos hechos no puede extrañar en nuestra sociedad el germen de un desencanto generalizado, que crece cada día porque el relativismo propugna la búsqueda irrefrenable del placer, sin reparar en que es un sucedáneo frustrante de la felicidad y que conduce a una tristeza desalentada. Sólo la felicidad verdadera puede devolver la alegría de vivir de nuestros conciudadanos; pero, la felicidad necesita basarse en la verdad (4)y esta palabra no existe en el diccionario del relativismo. ¡Qué certera es la afirmación de J. Ratzinger:«¡Si el hombre no reconoce la verdad, se degrada, se envilece» (5)!
Urge, por tanto, recuperar la verdad tanto en la vida personal como en la social y para lograrlo es absolutamente necesario aceptar la autonomía y la trascendencia de la verdad. Y es que en todos los ámbitos de la realidad existen verdades objetivas que no dependen de nosotros, como lo expresa el poeta de Castilla «el ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve»(6)La verdad es autónoma respecto del hombre. «El hombre no crea la verdad, esta se desvela ante él cuando la busca con perseverancia»(7). Es más, nunca llega a agotar toda la verdad pues respecto a cualquier realidad siempre hay algún aspecto que le queda velado. Por eso la actitud humana ante la verdad ha de ser de asombro y respeto, sin intentar nunca manipularla.
La universidad y la verdad
Quienes forman parte de una universidad genuina tienen la inmensa fortuna de estar vinculados a una Institución en la que durante siglos la verdad ha ocupado el centro de su actividad y la ha considerado como la razón más radical de su existencia. Bien es cierto que desde hace cinco décadas este hecho ha sido puesto en entredicho. Ahora bien, incluso en las universidades de tendencia más iconoclasta, la verdad ocupa, aunque no el lugar central, sí uno relevante puesto que, si son universidades, los miembros de su claustro no buscan el error en sus investigaciones, ni pretenden transmitir conocimientos falsos en su cometido docente: persiguen la verdad y tratan de enseñarla a sus estudiantes.
La universidad genuina aspira a permanecer enraizada en la auténtica tradición universitaria y, con el vigor de una savia permanentemente renovada, intenta encarnar el atrayente ideal universitario propuesto por J.H. Newman en su definición de universidad: «la corporación de maestros y de estudiantes donde los distintos saberes se completan, corrigen y equilibran mutuamente (…). Yesta consideración (…) debe tenerse en cuenta no sólo en lo que se refiere a la consecución de la verdad, que es el objetivo de toda ciencia, sino también respecto al influjo que las ciencias ejercen sobre aquellos cuya educación consiste precisamente en estudiarlas»(8). La universidad es, así, una realidad unitaria, en la que estudiantes y profesores participan de los mismos objetivos y propósitos: buscar la verdad sin ninguna restricción y adecuar sus vidas a la verdad alcanzada.
De acuerdo con esta definición formulada por Newman lo que distingue a la universidad genuina de la que he denominado iconoclasta, es que mientras ésta busca y transmite la verdad, aquella añade, además, el empeño por vivir la verdad. Por eso, como he manifestado en otras ocasiones, concordando con la profesora Ana Marta González, la crisis en que está inmersa la universidad se debe a que está dejando de ser un paradigma vital para convertirse en un paradigma del saber útil. Esta metamorfosis explica, en mi opinión, el inusitado desarrollo de las ciencias económicas y experimentales, en detrimento de las humanísticas, mucho menos lucrativas. De este modo se está configurando un ambiente social en que a la persona se le mide por lo que tiene y no por lo que es. No es de extrañar, por tanto, que la Institución universitaria esté perdiendo alma e ideales, que se esté cosificando, porque su almaes la verdad que se vive y suideal el despliegue de la ‘verdad viva’en un servicio generoso y desinteresadoparalanzarse, en colaboración con otras instituciones, a la apasionante aventura de configurar cada día una sociedad más cabalmente humana, estando siempre involucrada en los desafíos nuevos de la ciencia y del progreso social. 
A este respecto, la más genuina y específica aportación universitaria está constituida por la leva de egresados que curso tras curso salen al mundo con una excelente formación humana y profesional.
            San Juan Pablo II, en el discurso al que he aludido anteriormente, afirma que la «vocación de la universidad es el servicio a la verdad: descubrirla y transmitirla» (9)Con estas palabras él, que fue un gran universitario, marca el itinerario del trabajo académico: para servir a la verdad hay que descubrirla transmitirla.
            Aceptada su trascendencia y su autonomía, descubrir la verdad no se reduce a la pasión, en ocasiones absorbente, por alcanzar racionalmente nuevos conocimientos científicos ciertos del área que se cultiva. Esta tarea forma parte del ADN de la universidad y, en consecuencia, a ningún miembro de su Corporación se le puede excusar de realizar una investigación digna, compatible con los otros encargos que desempeñe. Porque no menos importante es, a mi parecer, llevar esa inquisición investigadora a un terreno más íntimo. Y es que cada persona es irrepetible e irremplazable y está dotada de una singularidad exclusiva, que comporta un modo único de ser. Le incumbe, por tanto, conocer su propia verdad –esto es, cómo es, con sus luces sombras–, conocimiento que lleva aparejado el descubrimiento de esa misión única e intransferible que constituye el sentido radical de su existencia. A este respecto el Papa Francisco, refiriéndose a todo hombre o mujer, afirma:«Yo soy una misión en la tierra, y para esto estoy en este mundo»(10). Conformar la vida con la realización de esa misión es el auténtico influjo de la verdad que reclama Newman en su propuesta universitaria. 

Como ya lo manifesté en una publicación reciente, el modo de descubrir esa misión requiere siempre una alta dosis de valentía(11)En todo este empeño por descubrir la verdad, quienes son cristianos cuentan la ayuda inestimable que les brinda su fe, que proclama de modo irrenunciable que Dios es el creador del universo y, por tanto, es el Señor de la ciencia: Él es la Verdad eterna e infinita, de la que las restantes verdades son participaciones limitadas. Se avala, así, la autonomía y la trascendencia de la verdad, frente al dogmatismo científico y al relativismo; la investigación se convierte en la tarea apasionante de completar el puzzle del universo, descubriendo, al insertar cada pieza –cada logro de la investigación–, el ‘quid divinum’ de la realidad creada (12).; pero esos miembros de la corporación académica se ven abocados a no excluir la Verdad en su trabajo ni al inquirir sobre su propia vida.

Voy a referir una anécdota personal. El 21 de enero de 1989 tuvo lugar en la Universidad de Navarra una investidura de seis nuevos doctores honoris causa, en una solemnísima sesión presidida por el entonces Gran Canciller, el beato Álvaro del Portillo. Me correspondió hacer de padrino de uno de ellos (el profesor C.M. Sellars) y como tal pronuncié en el momento previsto la laudatio del candidato. Al término de esa ceremonia fui requerido para que demorara mi regreso a San Sebastián, donde residía, pues el Gran Canciller deseaba hablar conmigo esa misma tarde. El objetivo de esa entrevista fue transmitirme su pesar porque durante el acto matutino le había dado ‘un gran disgusto’: «En tus palabras laudatorias al nuevo Doctor ‘honoris causa’ podías haber citado a Dios sin forzar de ningún modo el discurso, y no lo has hecho. No olvides que no es universitario prescindir de Dios, que es la única Verdad absoluta»Puedo asegurar que este consejo me ayudó sobremanera y lo brindo por si fuera útil para algún lector.

Al tratar de la transmisión de la verdad, no me voy a detener, por ser algo en sí mismo obvio, en la obligación perentoria de transmitir a la comunidad científica internacional los logros de las investigaciones, publicando artículos        papers– en revistas indexadas o escribiendo monografías de colecciones prestigiosas. Pero sí deseo prevenir del frenesí compulsivo por la cantidad de artículos que, en ocasiones, veces va en deterioro de su calidad

La transmisión de la verdad tiene como primer cometido la docencia universitaria, en la que el docente presenta a los estudiantes las verdades que entraman la asignatura que imparte. Es una tarea ineludible y, para mí, la más importante de la vida académica, pese a que en estos momentos esté infravalorada entre los profesores, que ven en la investigación un camino más eficaz para progresar en su carrera profesional. Es más, pienso que, si bien la investigación es muy valiosa en sí misma, su valor se incrementa en la medida en que se investiga para enseñar mejor: este es el mejor acicate para que el profesor universitario aspire a una investigación de excelencia.

            La docencia universitaria es un trabajo en el que el profesor ha de proponerse que los alumnos descubran vitalmente unas verdades que desconocen, pese a que ya estén integradas en el saber general de su asignatura: es más bien un ayudar a aprender. No basta, por tanto, con exponer brillantemente el tema previsto para esa clase, sino que se ha de procurar que el estudiante realice el proceso mental del descubrimiento y ordene la verdad aprendida en el conjunto de las otras verdades ya sabidas. 

Se trata, evidentemente, de una tarea no fácil: hay que ponerse a la altura del alumno y, como no hay dos personas iguales, se necesita una cierta empatía con el conjunto para saber si conviene cambiar el discurso magistral. Se entiende, pues, que haya que preparar muy bien las clases y que al impartirlas se intente transmitir pasión por el saber, y confianza con el profesor. El estudiante percibe cómo es quien está frente a él en el aula: si tiene afecto a sus alumnos o le son indiferentes; si pretende enseñar, está quitándose de encima un trámite que le han impuesto o es un presumido deseoso de mostrar su ‘sabiduría’; si ha preparado bien la sesión de ese día o no, etc. El profesor es siempre un referente para los alumnos y me atrevo a afirmar –tras cuarenta y tres años de experiencia– que el profesor no enseña: se enseña.

            Llegados a este momento, voy a referirme al objetivo más importante que se propone la docencia de una universidad genuina: la formación integral de los estudiantes. Este propósito implica crear en el campus unas condiciones de convivencia que ayuden a que cada uno de ellos con libertad se interpele sinceramente para conocer el sentido de su vida al averiguar cuál es su propia misión. Porque los estudiantes universitarios son jóvenes y la juventud «es la fase del desarrollo de la personalidad que está marcada por sueños que van tomando cuerpo; por relaciones que adquieren cada vez más consistencia y equilibrio; por elecciones que construyen gradualmente un proyecto de vida. En este periodo de la vida, los jóvenes están llamados a proyectarse hacia adelante sin cortar con sus raíces, a construir autonomía, pero no en solitario»(13). 

Estas palabras del Romano Pontífice han de impulsar a los profesores a acompañar a los estudiantes en ese crucial periodo de sus vidas. Esa compañía debe ser delicada y respetuosa pues ha de pretender que, sin cortar con sus raícesse proyecten hacia adelante,esto es, quesiendo ellos mismos, inicien una vida honrada y digna, iluminada por ideales nobles y elevados. Para este propósito se cuenta con dos armas poderosas: el ejemplo de una vida lograda y el asesoramiento profesional.

En primer lugar, el ejemplo personal. Antes he afirmado que todo profesor es una referencia a la que se remiten los estudiantes. ¡Qué responsabilidad, por tanto, ofrecerles un comportamiento íntegro y cabal! Y esto se manifiesta en un proceder elegante al presentarse; en la corrección y delicadeza al hablar; en el afecto sencillo y respetuoso de la relación mutua; en el saber estar, evitando familiaridades extemporáneas. 

Esta conducta es compatible con el afecto a los alumnos y con establecer un trato de amistad. El afecto es un accidente y no puede separarse del sujeto de inhesión: estrictamente hablando, el afecto no se da, sino que se manifiesta en obras concretas. ¡Con qué sencillez lo expresa el refranero: «obras son amores y no buenas razones»! El poeta y clérigo inglés George Herbert afirmó: «Cuando un amigo nos pide algo, la palabra mañana no existe». El profesor universitario que está siempre disponible para cualquier servicio que les pueda prestar, es un verdadero amigo de sus alumnos.

En segundo lugar, el asesoramiento profesional que ha de ofrecerse a todos los estudiantes. La misión del asesor es ayudar al asesorado para que se incorpore libre y activamente a la vida del alma mater, de manera que se establezca un trueque sinérgico entre el estudiante y la Corporación universitaria. Por este motivo el asesoramiento va tomando distintos matices a lo largo de los años de permanencia del estudiante en las aulas: desde aconsejar para que su estudio responda a las exigencias universitarias y se organice adecuadamente para lograrlo, hasta orientarle en sus futuras salidas profesionales, pasando por servir de contraste al optar por las asignaturas de libre elección, al inscribirse en actividades culturales y deportivas o al participar en labores de voluntariado etc.

Es lógico que ese trato tan continuado de cuatro o más años de duración fragüe en una verdadera amistad entre el asesory el asesorado. Razón de más para que afecto al estudiante sea más desinteresado, y para respetar con delicadeza la singularidad del alumno. El objetivo que ha de perseguir el asesores que, tras los estudios en la universidad, el asesoradoposea la mejor cualificación profesional que le sea posible y que, siendo él mismo, sea mejor persona: esto es, una mujer o un hombre con valores éticos y con unos ideales nobles de servicio.


A modo de conclusión

Tras estas consideraciones solo me queda sacar como corolario la eximia dignidad del trabajo que realizan los miembros de la Corporación Universitaria. Porque al estar en el corazón de su tarea la búsqueda y transmisión de la verdad, ese trabajo responde de un modo único al requerimiento que, en el relato genesíaco, el Creador hace al hombre. En efecto en ese libro sagrado se encuentra este texto: «Dios los bendijo (al varón y a la mujer); y les dijo DiosSed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla» (14). Estas palabras definen las tareas que Él encomienda a la persona humana. Por una parte, desea que la unión fecunda de los esposos dé origen a nuevos hombres que pueblen la tierra es la dimensión esponsal de la persona; y, por otra, que respetuosamente someta a la tierra, la perfeccione es su dimensión laboral.
Es evidente que el trabajo universitario se inserta en esa doble dimensión: la investigación, directamente en la laboral; en tanto que la formación integral de los alumnos, al ser como un ‘alumbramiento’ por el que el estudiante saliendo de la adolescencia emerge a la madurez personal, se inserta en la dimensión esponsal. Porque no dudo al afirmar que la tarea docente participa de un cierto carácter paternal. 
No es de extrañar, por tanto, la profunda satisfacción del estamento docente cuando realiza generosamente su cometido profesional. Sus miembros, por estar inmersos en una entidad cuya edad es juventud acumulada y por convivir en las aulas con un alumnado que no envejece, son capaces de renovar –hacer nuevos por el amor– cada día los ideales de la juventud ilusionada.

José María Bastero de Eleizalde
josemaríabastero@ceit.es

(1)   J. Ratzinger, Homilía 18. IV. 2005
(2)   Gen 3, 5 
(3)   Jo 8, 32
(4)   Cfr. Agustín de Hipona, Confesiones X, 33
(5)   J. Ratzinger, La sal de la tierra, Libros Palabra, 2005, pág.73
(6)   A.Machado Proverbios y Cantares
(7)   Juan Pablo II, Discurso con ocasión del VI centenario de la fundación de la Universidad Jagellónica, 8, VI, 1997
(8)   J.H. Newman, Discurso sobre el fin y la naturaleza de la educación universitaria, EUNSA, 1996, págs. 123 -124
(9)   Juan Pablo II, Discurso con ocasión del VI centenario de la fundación de la Universidad Jagellónica, 8, VI, 1997
(10) Fracisco,  Evangelii gaudium, nº 273
(11)  Cfr. J.M.Bastero, Nuestro Tiempo, nº 700, pág. 109
(12) J. Escrivá de Balaguer, Homilía, 8, X, 1967
(13) Francisco, Christus vivit, nº 137
(14) Gen1, 28



Pronunciamiento de la Santa Sede sobre alimentación e hidratación de enfermos terminales o inconscientes

Declaración conjunta del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida y de la Pontificia Academia de la Vida sobre el caso de Vincent Lambert, 21.05.2019

Al compartir plenamente las afirmaciones del arzobispo de Reims, S.E. Mons. Éric de Moulins-Beaufort y del obispo auxiliar S.E. Mons. Bruno Feillet, en lo concerniente al triste caso de Vincent Lambert, deseamos reiterar la grave violación de la dignidad de la persona que comportan la interrupción de la alimentación y de la hidratación. El “estado vegetativo”, en efecto, es un estado ciertamente gravoso que sin embargo no compromete de ninguna forma la dignidad de las personas que se encuentran en esta condición, ni sus derechos fundamentales a la vida y a los cuidados, entendidos como una continuidad de la asistencia humana básica.
La alimentación y la hidratación constituyen una forma de cuidados esenciales proporcionados siempre al mantenimiento en vida: alimentar a un enfermo no constituye nunca una forma irrazonable de obstinación terapéutica mientras el organismo de la persona pueda absorber nutrición e hidratación a menos que no cause sufrimientos intolerables o resulte nociva para el paciente.
La suspensión de dichos cuidados representa, más bien, una forma de abandono del enfermo fundada en un juicio despiadado sobre su calidad de vida, expresión de una cultura del descarte que selecciona las personas más frágiles e indefensas sin reconocer su unicidad y su inmenso valor. La continuidad de la asistencia es un deber ineludible.
Esperamos, pues, que se encuentren lo antes posible soluciones eficaces para proteger la vida del Sr. Lambert. Con ese fin aseguramos la oración del Santo Padre y de toda la Iglesia.

Card. Kevin Farrell
Prefecto del Dicasterio para los Laicos, la Familia y  la Vida 
                                                                                                                                                                                                                                                       Arzobispo Vincenzo Paglia
                                                                                                                                                                                                                                                 Presidente de la Pontificia Academia de la Vida

Nivel récord de infelicidad

 P or MARK GILMAN, The Epoch Times en español Según Gallup, el aislamiento es uno de los principales problemas que afectan la felicidad de l...