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domingo, 18 de agosto de 2013

La legitimidad del Estado del Bienestar (III)


Por Antonio Argandoña, IESE, Barcelona


Ya he explicado la lector los distintos puntos de vista sobre el Estado del bienestar, en las dos entradas anteriores con el mismo título. Ahora me gustaría sacar algunas conclusiones.

  • Me parece que la mejor justificación del Estado del bienestar es como un sistema de seguro publico para la cobertura de ciertas necesidades que, por su importe, por su frecuencia o por su impacto social, pueden imponer una carga extraordinaria a los ciudadanos.

  • La cobertura de esas necesidades debe ser básica y limitada. Es muy tentador ofrecer generosas ayudas a los ciudadanos afectados, pero esto afectará a la sostenibilidad del sistema.

  • El peligro de los diversos modelos de Estado del bienestar es que se conviertan en una fuente ilimitada de derechos, por la tendencia de los beneficiarios a pedir su ampliación y la de los políticos a conceder esos derechos, con fines electorales.

  • Las políticas del Estado del bienestar deben estar basadas en principios, como el que he mencionado antes (se trata de un sistema de seguro para la cobertura de necesidades extraordinarias, con un límite). La ausencia de esos principios acabará provocando, probablemente, un aumento de derechos sociales, con importantes efectos sobre la eficiencia (incentivos a no trabajar y no producir, costes de trabajar y producir) y sobre la sostenibilidad (déficit público creciente).

Como Hayek hizo notar en su Camino de servidumbre, esto puede acabar en algo parecido a la planificación central, sin un ministerio dedicado a ella. De todos modos, este tendencia no tiene por qué ser inevitable. Me parece que la sociedad española necesita ahora enfrentarse a este problema. Y la clave, ya lo he dicho, está en los principios, no en la casuística.


miércoles, 14 de agosto de 2013

La legitimidad del Estado del bienestar (II)


Por Antonio Argandoña, IESE

En una entrada anterior con este mismo título hacía algunas consideraciones acerca de la puesta en práctica del Estado del bienestar, dentro de un debate que tiene ya decenios, si no siglos, de antigüedad, y que se repetirá en los próximos años, quizás también siglos. Expliqué allí que el Estado del bienestar se entiende desde dos posiciones extremas y muchas intermedias. Las extremas vienen dadas por la negación de todo bienestar proporcionado por el Estado (los impuestos son un robo, el que no trabaja es un vago, si hace falta ayudar, que lo hagan las personas voluntariamente, pero no el Estado) y por la consideración de que todos los medios de vida deben venir dados por el Estado.

Y mencioné allí un par de posiciones intermedias, no sostenibles, que dan lugar a sucesivas etapas de ampliación de los derechos sociales y redistribución, de un lado, y de limitación de esos derechos con argumentos de eficiencia (y de justicia) de otro. El problema es más complejo, porque no toda redistribución en favor de los de rentas bajas reduce la eficiencia, ni toda redistribución en favor de las rentas altas la aumenta (y de esto hablaré otro día).

Lo que quiero comentar hoy enlaza con el argumento que acabo de mencionar. El Estado del bienestar puede entenderse como un sistema de seguro colectivo. Supongamos un pueblo de 100 viviendas en el que los habitantes construyen sus casas con madera, con indudable riesgo de incendio. Supongamos también que las casas valen 1.000 cada una y que la experiencia dice que cada año se incendian 10 casas. Una compañía de seguros privada cobraría una prima de 100 euros por casa, para garantizar la reposición de la vivienda en caso de incendio. Ahora bien, si el seguro es voluntario, puede ocurrir que algunos vecinos consideren que la prima es demasiado cara, y no quieran contratar el seguro. Esto puede presentar dos problemas: si se quema una casa no asegurada, ¿se quedarán impasibles los vecinos protegidos, ante la miseria del imprevisor que no contrató el seguro? Y, si se quema la casa no asegurada, ¿no creará esto un riesgo adicional para la vivienda asegurada?

La consecuencia de lo anterior es que el ayuntamiento puede decidir que al seguro sea obligatorio para todas las viviendas. O puede convertir el tema en un derecho de todos los vecinos: a cambio de un impuesto de 100 por casa, el ayuntamiento mismo garantiza la reconstrucción de las casas que se quemen. Esto forma ya parte del Estado del bienestar, pero no deja de ser un seguro, equivalente en casi todo al seguro privado de incendio. Digo en casi todo, porque los vecinos cuya casa se queme pueden pedir al ayuntamiento que pague algo más de 1.000, quizás para cambiar de coche o comprar un televisor mejor. Y como la prima de incendios va incluida en todos los impuestos que pagan los vecinos, es fácil que el Estado del bienestar se vaya ampliando, cosa que es más difícil que ocurra si el seguro es privado, porque la compañía tendrá que financiar sus mayores gastos con primas más elevadas de todos los vecinos.

Me parece que la idea de que el Estado del bienestar es un sistema de seguro para la cobertura de necesidades extraordinarias que no pueden cubrirse por el ahorro ordinario de las familias o por un sistema privado de seguros es la mejor justificación de ese Estado del bienestar. Como he explicado otras veces, las aspirinas debería pagarlas la familia, porque es una contingencia normal, previsible y que no arruina a nadie; en cambio, un trasplante de corazón no cabe en el ahorro ordinario de casi ninguna familia, de modo que es lógico que los servicios nacionales de salud se hagan cargo del mismo. Y hace falta un seguro de desempleo público, obligatorio para todos y gestionado como un servicio estatal.

Me quedan por sacar algunas moralejas de todo lo anterior, pero estoy cansando a mi lector y las dejo para otro día.




martes, 13 de agosto de 2013

¿La fe ayuda a disfrutar de la vida?


¿La fe ayuda a disfrutar de la vida? Los cristianos respondemos afirmativamente. Es más, estamos convencidos que la felicidad es inseparable de la unión con Cristo. Ni la enfermedad, el dolor y la muerte nos arrebatan la alegría si estamos con Él. Pero, a veces, resulta complicado de explicar a gente sin formación y sin fe. Las reflexiones del Dr. Aguiló, que reproduzco a continuación, ayudarán a todos.


No hay en el mundo señorío
como la libertad del corazón.
Baltasar Gracián

Afortunadamente, Dios no es kantiano

—Pero si el hombre hace el bien por miedo al castigo de la naturaleza, o para conseguir el premio del cielo, o para encontrar un consuelo divino en la tierra..., ¿no está entonces actuando de forma egoísta?
La moral exige cierta abnegación y renuncia, pero esa renuncia no es el fin que se busca. Desear el propio bien, y esperar gozar de él en el futuro, no tiene por qué ser egoísmo.

Si Dios fuese kantiano –decía C. S. Lewis–, y por tanto, no nos aceptara hasta que fuésemos a Él impulsados por los más puros y mejores motivos, entonces nadie podría salvarse. Kant pensaba que ninguna acción tenía valor moral a menos que fuese hecha como fruto de una pura reverencia a la ley moral, es decir, sin contar para nada con el atractivo o la inclinación hacia esa buena obra.

Y, ciertamente, a veces la opinión popular parece estar de parte de Kant. Parece como si perdiera valor la actuación de una persona que hace lo que le gusta hacer. Las mismas palabras “pero a él le gusta hacerlo” suelen indicar “y por tanto no tiene mérito”. Sin embargo, frente a Kant se alza la verdad subrayada por Aristóteles: “cuanto más virtuoso se vuelve el hombre, tanto más disfruta de los actos de virtud”.
Afortunadamente, Dios no es orgulloso ni kantiano, y la esperanza de recompensa o el miedo al castigo no tienen por qué pervertirlo todo. Hay diversos tipos de recompensas. Unas pueden ser adecuadas a determinada acción, y otras no. El dinero, por ejemplo, no es recompensa natural para el amor, y por eso llamaríamos mercenario al hombre que se casara por dinero. En cambio, el matrimonio parece un premio apropiado para quien ama verdaderamente a una persona, y no llamaríamos mercenario a un enamorado por desear conquistar a su pareja y llegar a casarse. Una recompensa apropiada y conveniente a una acción, no tiene por qué envilecer esa acción; al contrario, es su natural culminación.

El atractivo del bien

—De acuerdo, pero todos los enamorados esperan con ilusión el día de su boda, y en cambio los hombres no siempre anhelan hacer el bien.

En el caso de los enamorados, la pasión cobra en esos momentos mucha fuerza, y les hace muy fácil sentirse atraídos por el bien deseado. También hay que decir que la pasión no es siempre una garantía ante la erosión del tiempo, y que incluso puede resultar peligrosa si no está bien gobernada por la inteligencia. No hay que olvidar que las pasiones también han producido muchos desatinos.

Pero es cierto lo que dices. No siempre se anhela apasionadamente el bien. Y muchas veces, simplemente porque no alcanzamos a ver la legítima recompensa asociada a ese bien.

Pongamos un caso práctico de la vida diaria. Está claro, por ejemplo, que solo quienes alcanzan un buen nivel de formación y conocimientos, tras años de esfuerzo, pueden gozar de los bienes asociados a la cultura y la sabiduría. Cuando en el colegio un chico o una chica empiezan a estudiar la tabla periódica de elementos, o los músculos del cuerpo humano, o unos datos de historia o de geografía, o unas leyes físicas o matemáticas, o han de realizar cualquier otro esfuerzo propio de la vida escolar, esos chicos no siempre acertarán a vislumbrar de modo permanente la utilidad y los bienes asociados a esos estudios. O, por lo menos, no siempre los verán con tanta pasión como la del enamorado que espera ilusionadamente casarse con el objeto de sus amores.

Algunos de esos chicos –no demasiados– estudiarán con una gran ilusión, y tendrán presente ese lejano bien que confían alcanzar. Pero muchos otros lo harán fundamentalmente por sacar buenas notas, agradar a sus padres, eludir un castigo o cosas semejantes. Son motivos que no parecen muy elevados. Y es cierto que hay que descubrirles bienes o fines más altos, pero no conviene ser utópicos. Ya irán descubriendo poco a poco la razón de esos estudios, y llegará un día en que comprenderán claramente su necesidad, y se alegrarán de haber aprovechado la oportunidad de no ser unos analfabetos. Nadie podrá indicar el día y la hora en que terminará una visión y comenzará la otra. Sin embargo, el cambio va teniendo lugar conforme se acerca a la posesión de la recompensa, que entonces ya desearán y agradecerán por sí misma.

Los educadores demostrarán su maestría sabiendo despertar en los alumnos esa pasión por aprender, haciéndoles vislumbrar el fin por el que se están esforzando. Motivar a los alumnos haciéndoles pensar en un premio futuro no tiene por qué ser algo corruptor. Puede ser la clave de la verdadera motivación.

Y algo parecido sucede con la llamada natural del hombre hacia el bien. El anhelo de alcanzarlo está en nuestra naturaleza, aunque quizá no lo hayamos descubierto en muchos de sus aspectos, y nos falte motivación o conocimiento. Puede que haya momentos en que no veamos claras las ventajas de hacer el bien, que quizá se nos antoje vago y lejano, frente a las concretas y cercanas ventajas del mal. No es mala cosa en esos momentos pensar en el premio prometido. El acierto de nuestra vida depende radicalmente de nuestra capacidad de descubrir el bien y de decidirnos por él.

¿Qué tipo de persona quiero ser?

Cuando alguien se plantea qué tipo de persona quiere ser, y cómo lograrlo, se enfrenta a cuestiones importantes.

Su acierto en el vivir estará muy ligado a no eludir esas preguntas. No basta con pensar un poco en ellas, pues muchas personas fracasan en su vida –escribió Tomás Moro– no por haberse negado a pensar en esas cuestiones, sino por haber pensado poco en ellas.

—Entonces, ¿hay que estar planteándose continuamente cómo se debe ser?
Continuamente quizá no, porque acabaría por ser algo enfermizo. Pero si eludimos de modo habitual esas preguntas sobre el sentido de nuestra vida, o si escondemos zonas de nuestra vida a la luz de esas cuestiones fundamentales, estaríamos acotando en nosotros una especie de área de autoengaño.

—Pero aunque pienses en eso, no es fácil aclararse en lo que debes hacer.
A veces puede haber dudas, pero lo habitual es que el contraste entre el bien y el mal acabe apareciendo con claridad para quien busca con rectitud. No se trata, como es lógico, de dividir la humanidad entre santos y demonios; la cuestión es dejarse guiar o no por la honestidad. Además, también se aprende de los errores.
—Pero hay una fuerte presión del ambiente, y a veces casi parece que ser bueno equivale a ser tonto.

A veces puede parecerlo, y efectivamente la presión del ambiente tiene mucha fuerza. Ya lo decía Chesterton: “¡Es tan sencillo, tan fácil y agradable entregarse en las manos del conformismo...; y tan duro, en cambio, atreverse a ser lo que se es, y a creer lo que se cree, por la fidelidad a nuestra propia alma...!”.
Por naturaleza, todo hombre busca el bien. El innato deseo humano de felicidad nos lleva hacia él. El mal en sí es algo negativo, y no puede, por tanto, ejercer atracción ninguna sobre el hombre. Lo que sucede es que el mal no suele presentarse químicamente puro, sino mezclado con cosas buenas, y nos atrae por los destellos de bien que lo recubren. Pero también en esto se demuestra la inteligencia, pues, al fin y al cabo, la manera más inteligente de utilizar la inteligencia es ser éticamente bueno.

Tenemos el mal pegado al cuerpo, y la lucha contra él no es nada sencilla. Por eso no debemos menospreciar ninguna ayuda. Y la de Dios es importante.

Alfonso Aguiló, Es razonable ser creyente. Editorial Palabra

La legitimidad del Estado del bienestar (I)

Por Antonio Argandoña, IESE


La legitimidad del Estado del bienestar es un tema objeto de discusión desde antiguo, y tendremos que volver a él una y otra vez, durante la (ya inminente, parece) recuperación de la economía, guiados, probablemente, por los problemas de financiación de ese bienestar que se nos avecinan.


Se me ocurre que puede ser bueno considerar las distintas situaciones posibles como un continuo, desde el extrema ultraliberal de que toda ayuda estatal a los ciudadanos es una donación injustificada y su financiación mediante impuestos es un robo, hasta el extremo opuesto que considera que los ciudadanos tienen derecho a que el Estado satisfaga todas sus necesidades o, al menos, un amplísimo conjunto de ellas, que van mucho más allá de lo que podríamos denominar necesidades básicas -sin explicar, en este caso, cómo se financiará todo ese gasto.


Entre ambas posiciones extremas encontramos muchas situaciones, más o menos sostenibles -más bien menos que más. Una es la consideración de que los ciudadanos son seres individualistas y egoístas, que tratan de traspasar a los demás sus costes y obtener beneficios a costa de otros; en este caso, asistiremos a oleadas repetidas de aumento de los gastos sociales, a costa de la eficiencia económica, seguidas de movimientos contrarios, que tratan de moderar la redistribución y favorecer la eficiencia. Esto va acompañado de movimientos de enriquecimiento de unos a costa de los otros, que dificultan la consecución de un equilibro, de modo que se repiten los ciclos de generosidad y austeridad, redistribución y crecimiento. Me parece que esto no tiene fácil remedio, porque su punto de partida es esencialmente inestable: si no hay un mínimo de solidaridad por parte de unos, y de colaboración por parte de los otros, si unos no reconocen ciertos derechos de otros y estos no admiten la limitación de sus derechos a costa de los unos, no hay equilibrio factible. Esto viene ocurriendo desde antiguo: es el famoso conflicto de la eficiencia contra la justicia -falso conflicto, pero es lo que hemos creado a fuerza de años.


Otra consideración, variante de la anterior, hace referencia al marco político del Estado del bienestar. Supongamos una situación como la que se ha ido creando en el mercado de trabajo español a lo largo de unos cuantos decenios: un sistema de contratos que dificulta la creación de empleo, que divide a los trabajadores entre permanentes y temporales, y que generaliza la situación de precariedad de estos últimos. La solución está clara, pero hay demasiados intereses en favor del mantenimiento del status quo, a cargo de sindicatos, trabajadores permanentes y empresas, sobre todo grandes. Y como, al final, las decisiones políticas tienen que reflejar posiciones suficientemente mayoritarias entre el electorado, hay que hacer concesiones que apuntan a la desregulación, la flexibilidad laboral y la moderación de los costes del trabajo, pero siempre con un límite para ganar la aquiescencia de los que, en ese proceso, han salido perdiendo. Otra vez estamos ante un sistema inestable e ineficiente, otro conflicto del que no saldremos si seguimos manteniendo las posiciones de partida.


Hay más situaciones posibles, pero de ellas hablaremos otro día.


domingo, 11 de agosto de 2013

La castidad, afirmación del amor


Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios  (Mat. V, 8).

       Con estas palabras aparentemente tan sencillas, Jesucristo nos explica el secreto de la felicidad -bienaventuranza, dicha- del hombre: ver a Dios. El término verán no se refiere exclusivamente al futuro eterno al que estamos destinados;  también al tiempo de nuestro caminar terreno. Además, como consecuencia de ver a Dios como Creador, Fundamento, Sentido y Redentor de nuestras vidas, podremos comprender al hombre y a las realidades humanas en su insigne grandeza.

        La condición es la limpieza de corazón. ¿Qué significa esta limpieza? Por su imagen y semejanza con Dios con que fue creado (Cfr. Génesis, I, 26-27), las operaciones propias del hombre son conocer y amar. Aunque no pueden separarse entre sí, amar es la esencial. El conocimiento está en función del amor, un amor que, por la misma naturaleza humana, sólo puede dirigirse a personas. Las cosas son siempre objeto de uso, y su grandeza se mide en cuanto sirven a la persona.

       Limpieza de corazón significa, pues, que éste se encuentra en condiciones de ejercitar su función amorosa; y su contrario -podríamos denominarlo suciedad de corazón-, expresa sobre todo, pérdida de la capacidad de querer. Qué significativas son las siguientes palabras de Juan Pablo II: El hombre no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamente  (Encíclica Redemptor hominis, n.10).

       Desde esta perspectiva hemos de mirar la virtud de la pureza o castidad. San Josemaría Escrivá la llamaba afirmación gozosa (Forja, n.92),una trinfante afirmación del amor (Surco, n.831).

       En cambio, escuchamos tantas veces decir que la pureza es cosa “de otros tiempos” cerrados a la libertad humana, que vivirla conlleva una represión y violencia a la naturaleza. Está afirmación es desmentida sin vacilaciones por el marido enamorado de su mujer, por la mujer enamorada de su marido, por los novios que se quieren y caminan hacia el matrimonio, por cualquier persona de corazón grande. No ofrece duda; como tampoco la ofrece afirmar que en el corazón de quien no es casto reina una  intensa carencia -quizá ausencia total- de amor. ¿Qué tiene de humano quien no es capaz de querer? ¿Cómo ve a las personas, su propio cuerpo, su alma?  Sencillamente no las ve. El impuro contempla cuerpos sin alma, es decir en su  exclusiva dimensión animal, medible por eso -es lo que suele hacer- cuantitativamente. Se extasia ante una persona como ante un objeto cualificado,  y siente hacia ella el deseo de posesión y de uso. Claro está, como todo objeto de uso se gasta, cambia de objeto -es comprobable- o busca nuevas formas de extraerle fruto hasta que lo agote, y él se agote en esa tarea, definitivamente.

       En esta cosificación del hombre por el hombre por medio de la sensualidad y manipulando la participación del poder creador que ha recibido de Dios, se encuentra la raíz natural y sobrenatural de la malicia de los pecados de sensualidad y de lujuria.

       La impureza pervierte la natural atracción entre masculinidad y feminidad -dones específicos del hombre y de la mujer- en una buscada provocación, regida sólo por el instinto animal. Las cualidades personales ya no importan; sólo las extrictamente corpóreas. La persona puede llegar a degradarse hasta el punto de convertirse en producto de mercado. No es de extrañar, por tanto, que los ejemplares de animal humano se ofrezcan a la venta o se expongan en revistas, programas de TV, etc. En la misma calle u otros lugares públicos, -esto afecta especialmente en estos momentos, de una manera bastante generalizada, a la mujer-, el vestido ya no es elemento que realza y protege la personalidad en su dimensión de masculinidad y feminidad, sino todo lo contrario: busca sobre todo la manifestación de los atributos físicos.

       En 1983, Juan Pablo II dirigiéndose a miles de jóvenes ingleses alertaba con claridad y fortaleza: Estáis llamados a mirar fijamente a Jesús, poner la confianza en su modo de vida y no en el estilo de vida del mundo, por mucha oposición que encontréis (...).  El mundo os llamará retrógrados,  ignorantes  y hasta  reaccionarios cuando aceptéis el mandato de Cristo de ser puros;  mientras él os ofrecerá, por el contrario, la fácil opción del sexo antes del matrimonio. Pero la palabra de Dios y su verdad son para siempre y Jesús seguirá proponiéndoos el valor de las relaciones humanas castas y la satisfacción real que se encuentra en el amor conyugal cristiano preparado con pureza. Y que la pureza sigue siendo una expresión positiva de la sexualidad  humana y del amor auténtico.  
 
       Y es que la visión humana y cristiana de la sexualidad es muy realista. Recojo otros dos textos del Juan Pablo II, bien expresivos.

       Es Dios el que ha creado el ser humano, hombre o mujer, introduciendo así en la historia aquella singular 'duplicidad', merced a la cual el hombre y la mujer, en la igualdad sustancial de los derechos, se caracterizan por el maravilloso complemento  de los atributos, que fecunda la atracción recíproca. En el amor que desemboca del encuentro de la masculinidad con la feminidad se encarna la llamada de Dios, quien ha creado al hombre “a su imagen y semejanza”, exactamente como “hombre y mujer” (Beato Juan Pablo II,  Monte del Gozo, 19.8.89).

       Jóvenes, que os encontráis precisamente en la edad en la cual se tiene tanto afán de ser hermosos o hermosas para agradar a los otros. Un joven, una joven, deben ser hermosos ante todo y sobre todo interiormente. Sin esta belleza interior, todos los demás esfuerzos dedicados sólo al cuerpo no harán -ni de él ni de ella- una persona verdaderamente hermosa. ¡Yo os deseo, hijos queridísimos, que irradiéis siempre la belleza interior!  (Beato Juan Pablo II,  Roma, 22-XI-1978).

        Hoy, el mundo necesita de manera particular de esa irradiación. Procuremos experimentar en nuestra vida aquellas expresiones del Fundador del Opus Dei. La pureza, una afirmación gozosa, una triunfante afirmación del amor. Aquí encontraremos el aliento cuando tengamos que luchar, no tanto, si nos alejamos del peligro que presentan determinados incentivos externos: merece la pena mantener íntegra la ilimitada capacidad de querer que nos ha concedido Dios.

¿Qué le pasa a la ONU?

   Por    Stefano Gennarini, J.D       La ONU pierde credibilidad con cada informe que publica. Esta vez, la oficina de derechos humanos de ...