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jueves, 25 de febrero de 2021

No es difícil



Por Juan Manuel Jiménez Muñoz.


No es difícil amenazar a un semejante. Lo difícil es madrugar cada día para llegar al trabajo. 

No es difícil manejar una pistola. Lo difícil es manejar un azadón para labrar la tierra.

No es difícil inventarse ripios para insultar al prójimo. Lo difícil es ser poeta.

No es difícil quemar contenedores. Lo difícil es retirar la basura cada noche. 

No es difícil encerrarse en la Universidad para protestar por algo. Lo difícil es encerrarse media vida hasta sacar una carrera.

No es difícil rociar con gasolina a un coche. Lo difícil es llenar el depósito de gasolina.

No es difícil correr delante de la policía. Lo difícil es correr detrás de la sabiduría.

No es difícil arrancar un adoquín para usarlo como arma. Lo difícil es ser un magnífico albañil que pavimente la calle.

No es difícil herir a un semejante. Lo difícil es atender luego a los heridos.

No es difícil destrozar el escaparate de un comercio. Lo difícil es arriesgar tu patrimonio para crear ese comercio y dar trabajo a los demás.

No es difícil comentar la inmensidad del océano. Lo difícil es enfrentarse a la mar con una barca de pesca. 

No es difícil forzar una cerradura para vivir en la casa de otro. Lo difícil es pagar una hipoteca. 

No es difícil insultar a quien no opina como tú. Lo difícil es pensar que tal vez puedas ser tú quien se equivoca. 

No es difícil exigir que no te impidan hablar. Lo difícil es saber cuándo procede el silencio.

No es difícil exigir nuevos derechos. Lo difícil es cumplir con los deberes.

No es difícil pedir más libertad cuando ya se tiene la libertad de pedirla. Lo difícil fue conseguir la libertad cuando la libertad no estaba.

Y algún día, ya lo veréis, seremos nosotros los alzados. Nosotros. Los sumisos. Los callados. Los pagafantas. Los madrugadores. Los mansos. Los que queremos la paz. Los de las dificultades diarias. Los que sostenemos la Hacienda Pública. Los que no vivimos de enredar. Los que no vivimos de enfrentar. Los que somos lo que somos gracias a nuestros mayores. Los del esfuerzo personal. Los silenciosos.   

Nosotros tomaremos las calles algún día. Y entonces, vosotros, no seréis nada.

Firmado:

Juan Manuel Jiménez Muñoz.

Médico y escritor malagueño.

domingo, 21 de febrero de 2021

Del progresismo californiano, mejor pasar

San Francisco, California. Foto: Jared Erondu

 ACEPRENSA 17.FEB.2021

El estado de California, que desde 1992 se tiñe invariablemente de azul demócrata en cada elección presidencial en EE.UU., tiene un PIB per cápita de los más altos de la Unión (80.563 dólares) y es uno de los que empuña con mayor vigor las banderas del progresismo. Cabría esperar, por tanto, que tanta riqueza repercutiera generosamente en el bienestar de todos sus residentes. 

La realidad, sin embargo, es que algunos estados empecinadamente republicanos tienen, en proporción, menos población por debajo del nivel de pobreza. En este caso están Dakota del Norte y Nebraska, con mejores números (10,8% y 9,9% de personas en esa situación) que el Golden State(11,8%).

Pero hay bastante más razones por las que California, su administración, sus instituciones, no deben erigirse en modelo de gestión para el naciente gobierno del demócrata Joe Biden, en opinión de algunos analistas. Así lo recomienda Bret Stephens en el New York Times. En un reciente artículo (“Una carta para mis amigos liberales”), el comentarista disecciona el estado de cosas en ese territorio y aporta datos poco halagüeños.

“¿Os acordáis de California? La gente solía mudarse allí, montar empresas, crear familias, vivir el sueño americano. Pero en estos días no tanto. Entre julio de 2019 y julio de 2020 se marcharon del estado más personas (135.400, para ser exactos) de las que llegaron”.

Los destinos son variados. Texas en primer lugar, seguida por Arizona, Nevada y Washington. Un motivo es que estos estados gravan notablemente menos los ingresos. Arizona, por ejemplo, limita al 4,5% los tributos de las parejas casadas que ganen hasta 318.000 dólares al año. “En California, en cambio, las parejas casadas pagan más del doble de ese porcentaje al pasarse de los 116.000 dólares”, dice, y enumera además los altos impuestos a las ventas, a las empresas, a la gasolina.

Para Stephens no habría mayor problema si esas tasas se tradujeran después en servicios gubernamentales de alta calidad en el área de la educación, la seguridad pública, las infraestructuras, etc. Pero no parece que sea el caso.

“El estado se ubica en el puesto 21 a nivel nacional en gasto por estudiante en la escuela pública, y en el 37 en materia de resultados en educación primaria y secundaria. En ratio de personas sin techo, está en el tercer lugar, a la par de Oregón. ¿En infraestructura? En

2019 se postergó la ejecución de un presupuesto de 70.000 millones de dólares en labores de mantenimiento”.

El “laboratorio perfecto” de la gobernanza liberal

A las incongruencias económicas, Stephen suma otros desajustes provocados por la deriva “liberal” de los ayuntamientos de varias ciudades californianas.

El botón de muestra es San Francisco. En esa urbe, señala, la fiscal de distrito Chesa Boudin ha liderado los reclamos a despenalizar la prostitución y conductas tan poco cívicas como orinar o acampar en la vía pública, bloquear aceras o consumir drogas al aire libre.

“Predeciblemente –subraya– un resultado de la despenalización ha sido en realidad una mayor criminalidad. Tendencias recientes muestran un repunte del 51% de los robos en San Francisco, así como un 41% más de incendios provocados. En el área de la Bahía, los homicidios se han incrementado un 35%”.

El analista lo admite: este último tipo de delitos ha aumentado a nivel nacional, pero donde más lo ha hecho es precisamente en ciudades cuyos ayuntamientos se han imbuido del mismo espíritu de laissez faire que predomina en California. Como Seattle y Nueva York, en las que, desde los turbulentos días que siguieron a la muerte del afroamericano George Floyd a manos de la policía, se ha venido exigiendo con más énfasis que se desmovilice a la policía o que se le quite la financiación, que se despenalicen varios delitos y que se excarcele indiscriminadamente.

“Es gracioso, pero no oirás nada de esto en ninguno de los sitios a los que están escapando los californianos. Por ejemplo, el destino preferido: Austin (Texas), sigue siendo una de las ciudades más seguras de EE.UU. –y está gobernada por un demócrata”.

“Doy un consejo sin que me lo pidan: como los republicanos, los demócratas lo hacen mejor cuando gobiernan desde el centro”

Luego está el revisionismo histórico, que ve en cada escultura o en cada palabra de un texto literario una reminiscencia de racismo u opresión de cualquier índole. Stephen lo ejemplifica con la decisión de una junta de educación de San Francisco de quitarles a tres colegios los nombres de Abraham Lincoln, George Washington y Paul Revere (este último, menos conocido, fue un notable participante de la guerra de independencia americana).

“Nada de esto importa –ironiza el comentarista–, pues todos estos colegios están cerrados a la enseñanza presencial, gracias a la resistencia de los sindicatos de maestros”.

Stephens se gira, por último, hacia la clase política y describe el poder que tiene ahora mismo el Partido Demócrata en California: los dos asientos de ese estado en el Senado nacional están ocupados por políticos de dicho partido, y asimismo 42 de sus 53 escaños en la Cámara de Representantes. También dominan el Congreso estadual, controlan todos los grandes ayuntamientos y, como guinda, hace una década que los californianos tienen gobernadores demócratas. “Si alguna vez hubo un laboratorio perfecto para la gobernanza liberal, es este. Así que, ¿cómo podéis explicar estos resultados?”.

“Si California –concluye– es la visión del tipo de futuro que la administración Biden desea para los estadounidenses, esperemos que estos la rechacen. Doy un consejo sin que me lo pidan: como los republicanos, los demócratas lo hacen mejor cuando gobiernan desde el centro. Así que olvídense de California y piensen en Colorado”.

Mucho pin de Bernie Sanders, pero…

Otro que, también desde el New York Times, disecciona las contradicciones del progresismo californiano, es el columnista Ezra Klein, cuyo historial de activismo pro-demócrata impide que se pose sobre él la mínima sospecha de conservador.

En su último análisis –“California provoca que los liberales se retuerzan”–, Klein retoma algunos de los temas ya abordados por Stephens. Como el del cambio de nombre de varias escuelas públicas de San Francisco, algo menos importante que lograr la reapertura de los colegios para no perjudicar a los niños de las familias más vulnerables.

“San Francisco –dice– tiene un 48% de población blanca, pero, de la población infantil blanca, solo un 15% está matriculado en la escuela pública. A pesar del cacareado progresismo de la ciudad, esta tiene uno de los mayores números de matriculaciones en colegios privados de todo el país, muchos de los cuales han permanecido abiertos. Siento que se ha priorizado el ataque a los símbolos antes que las políticas necesarias para reducir la desigualdad racial”.

Klein apunta que el estado ha devenido referente mundial en áreas como la tecnología o la cultura. Sin embargo, sus gobernantes no han logrado aminorar el continuo éxodo de población por razones económicas. “California está dominada por los demócratas, pero mucha de la gente por la que los demócratas dicen preocuparse mayormente, no pueden permitirse vivir ahí”, señala.

En la izquierda, “muy a menudo se prefieren los símbolos del progresismo antes que los sacrificios y riesgos que demandan los ideales”

El analista aborda una de las razones: el altísimo precio de la vivienda, que va de la mano con las enormes dificultades que encuentra quien desee construir en el estado. En 2018, Gavin Newsom, entonces candidato a gobernador, prometió en campaña que se edificarían 3,5 millones de viviendas para 2025. Desde entonces, se han levantado menos de 100.000 casas al año.

Puede ser interesante conocer, en este punto, de qué signo son quienes ponen los mayores obstáculos: “En la mayor parte de San Francisco, no puedes caminar seis metros sin ver un cartel multicolor con las frases “Black lives matter”, “La amabilidad lo es todo” y “Ningún ser humano es ilegal”. Ves esas proclamas en parcelas acotadas para núcleos unifamiliares, en comunidades que se organizan para parar en seco los esfuerzos para edificar nuevas casas que pondrían esos valores mucho más cerca de hacerse realidad. Las familias más pobres, desproporcionadamente no blancas e inmigrantes, son así obligadas a hacer largos desplazamientos, a vivir en casas sobresaturadas y a quedarse viviendo en la calle. Esas inequidades se han vuelto letales durante la pandemia”.

El senador demócrata Scott Wiener así se lo reconoce: “Lo que vemos a veces es a personas que, con un pin de Bernie Sanders y una pancarta de Black Lives Matter en su ventana, se oponen a que se levante un proyecto de viviendas asequibles o un complejo de apartamentos más abajo en su misma calle”.

Por casos como estos, Klein observa que las estructuras de toma de decisiones en el estado “progresista” siguen ancladas en el pasado, privilegiando a los que se benefician del actual sistema de cosas y no a los que necesitan que se modifiquen de alguna manera. Y ve además un peligro: que la política sea más un asunto de estética que de programas.

Lo ha sido para la derecha, dice, “pero también para la izquierda, donde muy a menudo se prefieren los símbolos del progresismo antes que los sacrificios y riesgos que demandan los ideales. California, por ser el mayor estado de la nación y uno en el que los demócratas tienen el control total del gobierno, tiene una responsabilidad especial. Si el progresismo no puede funcionar aquí, ¿por qué el país debe creer que puede funcionar en el resto del territorio?”.

domingo, 14 de febrero de 2021

« Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39): el drama de la eutanasia. San Juan Pablo II





Números de la Encíclica Evangelio de la vida, de Juan Pablo II, sobre la Eutanasia.


64. En el otro extremo de la existencia, el hombre se encuentra ante el misterio de la muerte. Hoy, debido a los progresos de la medicina y en un contexto cultural con frecuencia cerrado a la trascendencia, la experiencia de la muerte se presenta con algunas características nuevas. En efecto, cuando prevalece la tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en que da placer y bienestar, el sufrimiento aparece como una amenaza insoportable, de la que es preciso librarse a toda costa. La muerte, considerada « absurda » cuando interrumpe por sorpresa una vida todavía abierta a un futuro rico de posibles experiencias interesantes, se convierte por el contrario en una « liberación reivindicada » cuando se considera que la existencia carece ya de sentido por estar sumergida en el dolor e inexorablemente condenada a un sufrimiento posterior más agudo.

Además, el hombre, rechazando u olvidando su relación fundamental con Dios, cree ser criterio y norma de sí mismo y piensa tener el derecho de pedir incluso a la sociedad que le garantice posibilidades y modos de decidir sobre la propia vida en plena y total autonomía. Es particularmente el hombre que vive en países desarrollados quien se comporta así: se siente también movido a ello por los continuos progresos de la medicina y por sus técnicas cada vez más avanzadas. Mediante sistemas y aparatos extremadamente sofisticados, la ciencia y la práctica médica son hoy capaces no sólo de resolver casos antes sin solución y de mitigar o eliminar el dolor, sino también de sostener y prolongar la vida incluso en situaciones de extrema debilidad, de reanimar artificialmente a personas que perdieron de modo repentino sus funciones biológicas elementales, de intervenir para disponer de órganos para trasplantes.

En semejante contexto es cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia, esto es, adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin « dulcemente » a la propia vida o a la de otros. En realidad, lo que podría parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta absurdo e inhumano. Estamos aquí ante uno de los síntomas más alarmantes de la « cultura de la muerte », que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar, caracterizadas por una mentalidad eficientista que presenta el creciente número de personas ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso e insoportable. Muy a menudo, éstas se ven aisladas por la familia y la sociedad, organizadas casi exclusivamente sobre la base de criterios de eficiencia productiva, según los cuales una vida irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno.

65. Para un correcto juicio moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo definirla con claridad. Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. « La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados ».76

De ella debe distinguirse la decisión de renunciar al llamado « ensañamiento terapéutico », o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia. En estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia « renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares ».77 Ciertamente existe la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante al muerte. 78

En la medicina moderna van teniendo auge los llamados « cuidados paliativos », destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el problema de la licitud del recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de acortarle la vida. En efecto, si puede ser digno de elogio quien acepta voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos contra el dolor para conservar la plena lucidez y participar, si es creyente, de manera consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento « heroico » no debe considerarse obligatorio para todos. Ya Pío XII afirmó que es lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, « si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales ».79 En efecto, en este caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la medicina. Sin embargo, « no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo »: 80acercándose a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poderse preparar con plena conciencia al encuentro definitivo con Dios.

Hechas estas distinciones, de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores 81 y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. 82

Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio.

66. Ahora bien, el suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión gravemente mala. 83 Aunque determinados condicionamientos psicológicos, culturales y sociales puedan llevar a realizar un gesto que contradice tan radicalmente la inclinación innata de cada uno a la vida, atenuando o anulando la responsabilidad subjetiva, el suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque comporta el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en general. 84 En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en la oración del antiguo sabio de Israel: « Tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir » (Sb 16, 13; cf. Tb 13, 2).

Compartir la intención suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el llamado « suicidio asistido » significa hacerse colaborador, y algunas veces autor en primera persona, de una injusticia que nunca tiene justificación, ni siquiera cuando es solicitada. « No es lícito —escribe con sorprendente actualidad san Agustín— matar a otro, aunque éste lo pida y lo quiera y no pueda ya vivir... para librar, con un golpe, el alma de aquellos dolores, que luchaba con las ligaduras del cuerpo y quería desasirse ».85 La eutanasia, aunque no esté motivada por el rechazo egoísta de hacerse cargo de la existencia del que sufre, debe considerarse como una falsa piedad, más aún, como una preocupante « perversión » de la misma. En efecto, la verdadera « compasión » hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar. El gesto de la eutanasia aparece aún más perverso si es realizado por quienes —como los familiares— deberían asistir con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos —como los médicos—, por su profesión específica, deberían cuidar al enfermo incluso en las condiciones terminales más penosas.

La opción de la eutanasia es más grave cuando se configura como un homicidio que otros practican en una persona que no la pidió de ningún modo y que nunca dio su consentimiento. Se llega además al colmo del arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir. Así, se presenta de nuevo la tentación del Edén: ser como Dios « conocedores del bien y del mal » (Gn 3, 5). Sin embargo, sólo Dios tiene el poder sobre el morir y el vivir: « Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39; cf. 2 R 5, 7; 1 S 2, 6). El ejerce su poder siempre y sólo según su designio de sabiduría y de amor. Cuando el hombre usurpa este poder, dominado por una lógica de necedad y de egoísmo, lo usa fatalmente para la injusticia y la muerte. De este modo, la vida del más débil queda en manos del más fuerte; se pierde el sentido de la justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca, fundamento de toda relación auténtica entre las personas.

67. Bien diverso es, en cambio, el camino del amor y de la verdadera piedad, al que nos obliga nuestra común condición humana y que la fe en Cristo Redentor, muerto y resucitado, ilumina con nuevo sentido. El deseo que brota del corazón del hombre ante el supremo encuentro con el sufrimiento y la muerte, especialmente cuando siente la tentación de caer en la desesperación y casi de abatirse en ella, es sobre todo aspiración de compañía, de solidaridad y de apoyo en la prueba. Es petición de ayuda para seguir esperando, cuando todas las esperanzas humanas se desvanecen. Como recuerda el Concilio Vaticano II, « ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen » para el hombre; y sin embargo « juzga certeramente por instinto de su corazón cuando aborrece y rechaza la ruina total y la desaparición definitiva de su persona. La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia, se rebela contra la muerte ».86

Esta repugnancia natural a la muerte es iluminada por la fe cristiana y este germen de esperanza en la inmortalidad alcanza su realización por la misma fe, que promete y ofrece la participación en la victoria de Cristo Resucitado: es la victoria de Aquél que, mediante su muerte redentora, ha liberado al hombre de la muerte, « salario del pecado » (Rm 6, 23), y le ha dado el Espíritu, prenda de resurrección y de vida (cf. Rm 8, 11). La certeza de la inmortalidad futura y la esperanza en la resurrección prometida proyectan una nueva luz sobre el misterio del sufrimiento y de la muerte, e infunden en el creyente una fuerza extraordinaria para abandonarse al plan de Dios.

El apóstol Pablo expresó esta novedad como una pertenencia total al Señor que abarca cualquier condición humana: « Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos » (Rm 14, 7-8). Morir para el Señor significa vivir la propia muerte como acto supremo de obediencia al Padre (cf. Flp 2, 8), aceptando encontrarla en la « hora » querida y escogida por El (cf. Jn 13, 1), que es el único que puede decir cuándo el camino terreno se ha concluido. Vivir para el Señor significa también reconocer que el sufrimiento, aun siendo en sí mismo un mal y una prueba, puede siempre llegar a ser fuente de bien. Llega a serlo si se vive con amor y por amor, participando, por don gratuito de Dios y por libre decisión personal, en el sufrimiento mismo de Cristo crucificado. De este modo, quien vive su sufrimiento en el Señor se configura más plenamente a El (cf. Flp 3, 10; 1 P 2, 21) y se asocia más íntimamente a su obra redentora en favor de la Iglesia y de la humanidad. 87 Esta es la experiencia del Apóstol, que toda persona que sufre está también llamada a revivir: « Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia » (Col 1, 24).

... Y seréis como dioses


Loggia di Psiche, 1518-19, fresco de Rafael. En imagen, sección del techo donde se representa el concilio de los dioses.

Justo García de Yébenes

Premio Rey Jaime I de Medicina, año 2000

    Nos dijeron que seríamos inmortales. O al menos, centenarios (multi?). Hace un año había una euforia desmedida tanto en los relatos de los divulgadores tan exitosos, como Noel Yuval Harari, como en las declaraciones de científicos súper stars, de los que piensan que el último experimento realizado en su laboratorio es el acontecimiento más importante ocurrido en la galaxia desde el Big Bang. Los recientes ava    nces científicos y tecnológicos iban no solo a alargar nuestras vidas sino librarnos del envejecimiento y de la enfermedad (al menos, para quien pudiera pagarlo).  Se consideraba que el uso masivo de la terapia génica, la inteligencia artificial, el big data, la telemedicina y otros avances nos iban a llevar a una especie de Arcadia feliz en la que ni ganaríamos el pan con el sudor de nuestra frente, ni pariríamos hijos con dolor, ni sufriríamos los estigmas de la vejez ni la enfermedad, ni recibiríamos la visita de la muerte, al menos durante un tiempo mucho mayor de una centuria y con tendencia a alargarse de forma indefinida.


    Se nos dijo que las enfermedades de los distintos órganos eran pequeños problemas técnicos fáciles de resolver con la tecnología disponible en el momento o a la vuelta de la esquina. Nos contaron que las enfermedades del aparato cardiovascular eran un pequeño problema de fontanería, las del riñón un mero asunto de depuración de aguas, y así sucesivamente con el resto. Resultaba más complicado el tratamiento de las enfermedades del sistema nervioso pero los avances en prótesis inteligentes y exoesqueletos, los resultados de la terapia génica en atrofia muscular espinal y en distrofia muscular progresiva tipo Duchenne y Becker, y las promesas de eliminación de enfermedades tan terribles como las de Alzheimer, Parkinson y Huntington mediante el control de la expresión de los genes de las proteínas patógenas, proteína tau, sinucleína y huntingtina, respectivamente, nos prometían el paraíso. 

        Un año más tarde somos víctimas de una pandemia que ha infectado a 200 millones de personas, ha matado a más de 2 millones de forma directa y quizás a otros tanto de forma indirecta, ha reducido nuestra esperanza de vida y ha arruinado nuestras economías. Y todo ello por un virus insignificante cuya transmisión, si no su generación, esta favorecida por nuestra forma de vivir y de consumir, por la frivolidad e hipocresía de gobernantes y gobernados, por nuestras contradicciones de pretender evitar los contagios pero, eso sí, sin cambiar nuestras costumbres festivas. Le especie humana debería ser más consciente de su fragilidad

        ¿Vamos a superar esta epidemia? Si, en gran parte gracias a los avances enormes de la ciencia ¿Vamos a aprender de esta experiencia? Es menos probable. La humanidad ha sufrido epidemias parecidas o peores que la actual y no ha aprendido. Hace apenas un siglo la epidemia de encefalitis letárgica produjo bastantes más muertos que la presente. Y, sin embargo, apenas esa epidemia se desvanecía vinieron la “Belle Epoque”, la crisis de la bolsa del año 29 y los totalitarismos de izquierda y de derecha. Esperemos que ahora aprendamos a ser menos consumistas y más solidarios. 

 


Nivel récord de infelicidad

 P or MARK GILMAN, The Epoch Times en español Según Gallup, el aislamiento es uno de los principales problemas que afectan la felicidad de l...