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martes, 16 de septiembre de 2014

Sobre la ética de las finanzas (III): La maximización del valor

En una entrada anterior he explicado por qué la eficiencia se convierte en un deber, también moral, en la economía. El siguiente paso es ampliamente conocido: desde el punto de vista macroeconómico, si se cumplen determinadas condiciones, se puede conseguir un óptimo económico, una situación de máxima eficiencia.

Las condiciones son bastante restrictivas: los agentes deben ser maximizadores de sus funciones de preferencia personales, y esas funciones deben ser independientes de las de los otros agentes; debe haber mercados perfectos y competitivos para todos los bienes y servicios presentes y futuros; competitivos quiere decir que hay libre entrada de oferentes y demandantes, con costes limitados, que todos tienen información perfecta sobre todos los bienes y servicios, precios, costes y funciones de producción; que no hay efectos externos ni bienes públicos… Y que las empresas maximizan su beneficio o, en un entorno temporal indefinido, el valor de su capital, es decir, el valor actual descontado de sus flujos de caja futuros.

Esas condiciones no se cumplen. Pero, claro, definir un óptimo cuando esas condiciones no se cumplen no es una tarea fácil. En el mundo de la dirección de empresas esto se entiende muy bien. Un colega del IESE, Juan Antonio Pérez López, decía hace ya muchos años que a nadie le pagan sueldos millonarios por igualar el coste marginal al ingreso marginal. Dirigir una empresa es una tarea compleja, que debe tener en cuenta las motivaciones de muchas personas, los intereses de cada uno de ellos, sus miedos y sus riesgos, para conseguir que aporten sus recursos a fin de conseguir el objetivo de la empresa, cuando no hay mercados perfectos en los que obtener una remuneración igual al valor de su producto marginal, como dice el modelo de la economía neoclásica.

La maximización del valor se ha convertido así en el fin “natural” de la empresa. Del mismo modo que la eficiencia técnica se convirtió en un deber moral, la maximización del beneficio se ha convertido también en “el” objetivo de la empresa. Y esa es la tarea de los directivos. Y como estos tienen, obviamente, intereses personales que no coinciden con el objetivo de la empresa, es necesario alinear los intereses de los directivos con los de los accionistas, lo que se consigue mediante procedimientos de remuneración vinculados a los resultados económicos.

Permítame el lector que revise el argumento desde la primera de estas entradas. La economía es la ciencia de los medios, medios necesarios para conseguir unos fines que ella no controlaDebe conseguir la eficiencia económica, como ya explicamos, sometida al menos a dos restricciones: fines morales y medios también morales. Pero ya vimos que la eficiencia se había convertido en un fin, en un deber moral. La eficiencia exige, bajo ciertas condiciones, la maximización del valor para el accionista; esas condiciones no se cumplen, pero, de todos modos, mantenemos ese deber, quizás no como justificación moral de la eficiencia económica, pero al menos como justificación de su legitimidad. Estamos ante un problema técnico, que debe solucionarse en términos técnicos. Y hay razones técnicas para maximizar el valor.

Perdone el lector el rodeo, para ahora ya estamos en condiciones de hablar de la ética de las finanzas.

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