Cuando en España, como en tantos otros países, la vida, es decir, el fundamento del ser humano, es infravalorada; cuando hoy se ha perpetrado un gravísimo atentado contra la vida de millones de seres humanos inocentes que no verán la luz después de haber sido concebidos; cuando también hoy se ha dado un duro golpe al fundamento de la democracia, que define el poder como algo recibido del pueblo, nunca en propiedad de unos gobernantes; hoy, es más necesario que nunca que bebamos de las fuentes de la verdad para ganar en esperanza.
Podemos estar seguros, que todo se arreglará, porque como dice el célebre adagio "Dios perdona siempre, el hombre algunas veces, la naturaleza nunca". La naturaleza humana se restablece siempre.
Pero procuremos "tener cabeza", porque los razonamientos en Occidente, sobre todo en los países más poderosos, la UE y América del Norte, son cada vez más pobres, más pertenecientes a una infracultura que al desarrollo racional. Aquí "se piensa cada vez menos". Y eso es peligroso, porque suele terminar con las democracias forjadas con tanto esfuerzo, en beneficio de dictaduras. Y las más fuertes dictaduras han sido las del siglo XX, que casi todos los que vivimos ahora hemos compartido.
Pueden ayudarnos muchísimo estas palabras que pronunció el entonces Papa Benedicto XVI ante el Parlamento alemán, para despertar y ayudar a despertar a otros.
Me parece una lectura necesaria para nosotros, personas que tenemos en nuestras manos el siglo XXI:
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Reichstag, Berlín
Jueves 22 de septiembre de 2011
Ilustre Señor Presidente Federal,
Señor Presidente del Bundestag,
Señora Canciller Federal,
Señor Presidente del Bundesrat,
Señoras y Señores Diputados
Es para mi un honor y una alegría hablar ante esta Cámara alta, ante el
Parlamento de mi Patria alemana, que se reúne aquí como representación del
pueblo, elegido democráticamente, para trabajar por el bien común de la
República Federal de Alemania. Agradezco al Señor Presidente del Bundestag
su invitación a pronunciar este discurso, así como sus gentiles palabras de
bienvenida y aprecio con las que me ha acogido. Me dirijo en este momento a
ustedes, estimados señoras y señores, también como un connacional que por sus
orígenes está vinculado de por vida y sigue con particular atención los
acontecimientos de la Patria alemana. Pero la invitación a pronunciar este
discurso se me ha hecho en cuanto Papa, en cuanto Obispo de Roma, que tiene la
suprema responsabilidad sobre los cristianos católicos. De este modo, ustedes
reconocen el papel que le corresponde a la Santa Sede como miembro dentro de la
Comunidad de los Pueblos y de los Estados. Desde mi responsabilidad
internacional, quisiera proponerles algunas consideraciones sobre los
fundamentos del estado liberal de derecho.
Permítanme que comience mis reflexiones sobre los fundamentos del derecho
con un breve relato tomado de la Sagrada Escritura. En el primer Libro de los
Reyes, se dice que Dios concedió al joven rey Salomón, con ocasión de su
entronización, formular una petición. ¿Qué pedirá el joven soberano en este
momento tan importante? ¿Éxito, riqueza, una larga vida, la eliminación de los
enemigos? No pide nada de todo eso. En cambio, suplica: “Concede a tu siervo un
corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y
mal” (1 R 3,9). Con este relato, la Biblia quiere indicarnos lo que en
definitiva debe ser importante para un político. Su criterio último, y la
motivación para su trabajo como político, no debe ser el éxito y mucho menos el
beneficio material.
La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las
condiciones básicas para la paz. Naturalmente, un político buscará el éxito,
sin el cual nunca tendría la posibilidad de una acción política efectiva. Pero
el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar
el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede ser también una
seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del derecho, a la
destrucción de la justicia. “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el
Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín.[1]
Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una
mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se
enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se
convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en
una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo
entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el
dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político.
En un momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora
inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente. El
hombre tiene la capacidad de destruir el mundo. Se puede manipular a sí mismo.
Puede, por decirlo así, hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros
seres humanos.
¿Cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el
bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente? La
petición salomónica sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra
también hoy el político y la política misma.
Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el
criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que
en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la
dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en
el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar los
criterios de su orientación. En el siglo III, el gran teólogo Orígenes
justificó así la resistencia de los cristianos a determinados ordenamientos
jurídicos en vigor: “Si uno se encontrara entre los escitas, cuyas leyes van
contra la ley divina, y se viera obligado a vivir entre ellos…, por amor a la
verdad, que, para los escitas, es ilegalidad, con razón formaría alianza con
quienes sintieran como él contra lo que aquellos tienen por ley…”[2]
Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia actuaron
contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así un
servicio al derecho y a toda la humanidad. Para ellos era evidente, de modo
irrefutable, que el derecho vigente era en realidad una injusticia. Pero en las
decisiones de un político democrático no es tan evidente la cuestión sobre lo
que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es verdaderamente justo y
puede transformarse en ley. Hoy no es de modo alguno evidente de por sí lo que
es justo respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales y pueda
convertirse en derecho vigente. A la pregunta de cómo se puede reconocer lo que
es verdaderamente justo, y servir así a la justicia en la legislación, nunca ha
sido fácil encontrar la respuesta y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos
y de nuestras capacidades, dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil.
¿Cómo se reconoce lo que es justo? En la historia, los ordenamientos
jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso: sobre la base de
una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre los
hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha
impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento
jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza
y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía
entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que
ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos
cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había
formado desde el siglo II a. C. En la primera mitad del siglo segundo
precristiano, se produjo un encuentro entre el derecho natural social,
desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano.[3] De
este contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo
de una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad. A
partir de esta vinculación precristiana entre derecho y filosofía inicia el
camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo jurídico
de la Ilustración, hasta la Declaración de los derechos humanos y hasta nuestra
Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949 “los inviolables
e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de
la paz y de la justicia en el mundo”. (…)
El concepto positivista de naturaleza y razón, la visión positivista del
mundo es en su conjunto una parte grandiosa del conocimiento humano y de la
capacidad humana, a la cual en modo alguno debemos renunciar en ningún caso.
Pero ella misma no es una cultura que corresponda y sea suficiente en su
totalidad al ser hombres en toda su amplitud. Donde la razón positivista es
considerada como la única cultura suficiente, relegando todas las demás
realidades culturales a la condición de subculturas, ésta reduce al hombre, más
todavía, amenaza su humanidad. Lo digo especialmente mirando a Europa, donde en
muchos ambientes se trata de reconocer solamente el positivismo como cultura
común o como fundamento común para la formación del derecho, reduciendo todas
las demás convicciones y valores de nuestra cultura al nivel de subcultura. Con
esto, Europa se sitúa ante otras culturas del mundo en una condición de falta
de cultura, y se suscitan al mismo tiempo corrientes extremistas y radicales.
La razón positivista, que se presenta de modo exclusivo y que no es capaz de
percibir nada más que aquello que es funcional, se parece a los edificios de cemento
armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por nosotros mismos,
sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo de Dios. Y, sin embargo, no
podemos negar que en este mundo autoconstruido recurrimos en secreto igualmente
a los “recursos” de Dios, que transformamos en productos nuestros. Es necesario
volver a abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo,
el cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo.
Pero ¿cómo se lleva a cabo esto? ¿Cómo encontramos la entrada en la
inmensidad, o la globalidad? ¿Cómo puede la razón volver a encontrar su
grandeza sin deslizarse en lo irracional? ¿Cómo puede la naturaleza aparecer
nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus indicaciones?
Recuerdo un fenómeno de la historia política reciente, esperando que no se
malinterprete ni suscite excesivas polémicas unilaterales. Diría que la
aparición del movimiento ecologista en la política alemana a partir de los años
setenta, aunque quizás no haya abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo
un grito que anhela aire fresco, un grito que no se puede ignorar ni rechazar
porque se perciba en él demasiada irracionalidad. Gente joven se dio cuenta que
en nuestras relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la
materia no es solamente un material para nuestro uso, sino que la tierra tiene
en sí misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus indicaciones. Es evidente
que no hago propaganda de un determinado partido político, nada más lejos de mi
intención. Cuando en nuestra relación con la realidad hay algo que no funciona,
entonces debemos reflexionar todos seriamente sobre el conjunto, y todos
estamos invitados a volver sobre la cuestión de los fundamentos de nuestra
propia cultura. Permitidme detenerme todavía un momento sobre este punto. La
importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de
la naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar
seriamente un punto que – me parece – se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay
también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él
debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente
una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es
espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él
respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite
que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la
verdadera libertad humana.(…)
A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de
Europa. Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se
ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de
todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la
dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de
los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen
nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una
amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad. La
cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del
encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos
y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima
identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios
y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este
encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en
este momento histórico.
Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió lo que
pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy, se nos concediese
formular una petición? ¿Qué pediríamos? Pienso que, en último término, también
hoy, no podríamos desear otra cosa que un corazón dócil: la capacidad de
distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho, de servir a
la justicia y la paz. Muchas gracias.
[1] De civitate Dei, IV,
4, 1.
[2] Contra Celsum GCS
Orig. 428 (Koetschau); cf. A. Fürst, Monotheismus und Monarchie. Zum Zusammenhang
von Heil und Herrschaft in der Antike. En: Theol. Phil. 81 (2006) 321 –
338; citación p. 336; cf. también J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen.
Eine Vision der Kirchenväter (Salzburg – München 1971) 60.
[3] Cf.
W. Waldstein, Ins Herz geschrieben. Das Naturrecht als Fundament einer
menschlichen Gesellschaft (Augsburg 2010) 11ss; 31 – 61.
[4] Waldstein, op. cit.
15-21.
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