Por Antonio Argandoña
A raíz de la muerte del periodista norteamericano James Wright Folley a manos de los asesinos del Estado islámico en Iraq, leí en Mercatornet un comentario que me gustó (aquí, en inglés). Sheila Liaugminas recogía las respuestas de los líderes occidentales: indignación, repulsa, anuncio de represalias, promesa de acciones militares más duras… Y añadía: “no me gusta que en estos días se hable solo de ‘respuesta’, en vez de presentarnos una nación que se pone en pie en nombre de principios como la libertad, la protección de sus ciudadanos y la justicia, tomando una actitud proactiva que haga realidad lo que la Carta de las Naciones Unidas llama ‘el derecho a proteger’”.
A raíz de la muerte del periodista norteamericano James Wright Folley a manos de los asesinos del Estado islámico en Iraq, leí en Mercatornet un comentario que me gustó (aquí, en inglés). Sheila Liaugminas recogía las respuestas de los líderes occidentales: indignación, repulsa, anuncio de represalias, promesa de acciones militares más duras… Y añadía: “no me gusta que en estos días se hable solo de ‘respuesta’, en vez de presentarnos una nación que se pone en pie en nombre de principios como la libertad, la protección de sus ciudadanos y la justicia, tomando una actitud proactiva que haga realidad lo que la Carta de las Naciones Unidas llama ‘el derecho a proteger’”.
Me gusta el comentario, porque pone el dedo en la llaga: estamos ante una sociedad (la occidental, también la española) que no adopta actitudes positivas, enérgicas, en defensa de sus ideales y sus convicciones. La autora da a esto un nombre: “la crisis del relativismo moral ante el mal puro y duro”. Y lo explica así: “En el mundo postmoderno nos hemos acostumbrado a pensar que la verdad es relativa a la persona, al lugar, al tiempo y a la cultura (…). Pero cuando todo es relativo y nada es absoluto, no hay un estándar. No hay bien o mal, justo o injusto, bueno o malo; solo hay diferencias de opinión que todos dicen respetar. Pero cuando no hay bien o mal, correcto o incorrecto, justo o injusto, ¿qué puede guiar a la persona, la cultura o la sociedad en la dirección de lo que hay que hacer? Solo queda el poder. De manera que, en ese mundo moralmente relativista, hemos asistido a la no-santa alianza entre unos entes agresivos que ejecutan su voluntad sin contemplaciones, y unos observadores pasivos que se preguntan: ¿quiénes somos nosotros para juzgarles?”.
Esa es, en definitiva, la posición del mundo occidental ante los asesinos islámicos. Sheila se pregunta, para acabar, si nos podríamos poner de acuerdo sobre algo… por ejemplo, sobre si lo que el Estado islámico es… ¿malo? “Y cuando consigamos movernos de un interés tímido, teórico, desapasionada, antropológico sobre los asuntos humanos a una verdadera comprensión de lo que está ocurriendo, quizás nos encontremos movidos por un sentido profundo, quizás incluso sagrado) de lo que es la dignidad humana y la justicia. Nos habremos desplazado del ámbito en el que toda la moralidad es relativa… al ámbito en el que hay un estándar absoluto de verdad y de moralidad, en el que la vida humana es merecedora de dignidad y de respeto, y en el que la violación de esa dignidad exige que se restablezca la justicia”. A partir de ahí, podemos empezar a hablar acerca de qué podemos hacer.
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