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jueves, 9 de agosto de 2018

¿Merecen tolerancia los cristianos?: el último prejuicio admisible.

Por Juan Meseguer

Varias polémicas recientes surgidas en Estados Unidos y Europa ponen ante la opinión pública una pregunta incómoda: ¿puede presumir de tolerante una sociedad que recela de la intervención de los cristianos en los debates públicos sobre cuestiones éticas o sociales controvertidas?


En su sentencia a favor de Jack Phillips, el pastelero denunciado ante la Comisión de Derechos Civiles de Colorado por rehusar hacer una tarta para una boda gay por motivos religiosos, el Tribunal Supremo estadounidense ha estimado que varios miembros de ese organismo actuaron con un claro prejuicio antirreligioso. En la sentencia, redactada por el juez Anthony Kennedy –quien se ha inclinado en otras decisiones a favor de las demandas del colectivo LGTB– cita algunos comentarios que reflejan falta de imparcialidad y “hostilidad hacia las sinceras creencias religiosas que motivaron su objeción”.
Al margen de cómo evolucione la jurisprudencia en los conflictos de este tipo, de momento la enseñanza es clara: la obligación de no discriminar alcanza a todos. De ahí que Kennedy recordara a la Comisión su deber de aplicar de forma equitativa la ley de Colorado, “que es una ley que protege frente a la discriminación tanto por motivos religiosos como por motivos de orientación sexual”.

Tolerancia selectiva

Sobre ese doble rasero advirtió en septiembre el diputado británico Jacob Rees-Mogg, católico practicante, cuando los presentadores del popular programa Good Morning Britain, de la cadena ITV, le atosigaron mientras intentaba explicar por qué se oponía al aborto en todas las circunstancias y al matrimonio entre personas del mismo sexo. “Está muy bien decir que vivimos en un país multicultural, hasta que te declaras cristiano y mantienes las posturas tradicionales de la Iglesia católica”, se defendió.
El guion se ha vuelto a repetir en mayo en la BBC, con la diferencia de que el diputado tory ya no se ha dejado acorralar. La presentadora del programa Daily Politcs, Jo Coburn, le pregunta insistentemente si tiene algún problema con el hecho de que una diputada de su mismo partido, Ruth Davidson, prometida con una mujer, esté esperando un hijo. Rees-Mogg responde que, como padre de seis hijos, no puede más que alegrarse por la noticia del próximo nacimiento, si bien no comparte su concepción del matrimonio. Y tras elogiar las cualidades profesionales de su colega, pregunta a la periodista: “¿Usted cree en la tolerancia religiosa?”.
Coburn se pone entonces a la defensiva y le dice que sí, que ella solo lo pregunta por quienes insinúan que su fe le descalifica para ocupar un cargo público… Aquí el diputado aprovecha para transmitir un mensaje claro y distinto: “Este país cree en la tolerancia religiosa. Somo un país muy tolerante. La práctica de la tolerancia supone tolerar cosas con las que no estás de acuerdo y no solo aquellas con las que estás de acuerdo. El problema de la tolerancia liberal es que ha llegado a un punto en que solo tolera lo que le gusta”.

Un Estado dueño de las ideas

Un ejemplo de lo que denuncia Rees-Mogg es la tolerancia selectiva del primer ministro canadiense Justin Trudeau, referente mundial del liberalismo progresista. En sus discursos encontramos encendidas defensas de la sociedad inclusiva: “Nuestra celebración de la diferencia debe extenderse también a las diferencias de valores y creencias. La diversidad incluye la diversidad política y cultural”, dijo en mayo a los estudiantes de la Universidad de Nueva York (NYU).
Trudeau les animó a romper “la mentalidad de tribu”, que lleva a tomar en serio “únicamente a las personas que piensan como nosotros”. Y les pidió que se esfuercen por escuchar y comprender a quienes tienen creencias y valores distintos de los suyos.
Sin embargo, sus palabras contrastan con una de las decisiones más polémicas que ha adoptado este año su gobierno. Hasta ahora, en Canadá las pequeñas empresas, entidades sin ánimo de lucro y organizaciones del sector público que emplean a estudiantes durante el verano se beneficiaban de un subsidio. Pero el gobierno del Partido Liberal ha decidido condicionar la recepción de esas ayudas a que las entidades declaren su compromiso a favor de los “derechos reproductivos”, incluido el aborto.
De esta forma, Trudeau anula la diversidad que celebra en sus discursos. Y exige a todas las entidades que quieran optar a la ayuda pública (muchas de ellas, de inspiración religiosa) pasar por el aro de sus convicciones. “Parece que existe un confesionalismo políticamente correcto, que obligaría a las Iglesias a hacer suyos los valores del gobierno”, observa Ignacio Aréchaga.
En efecto, a los partidarios de ese nuevo confesionalismo de Estado les resulta insoportable la diversidad. Como explica Rafael Navarro-Valls en su libro Entre dos orillas. De Barack Obama al Papa Francisco, “algunos sectores políticos entienden que el Estado debe resumir en sí todas las verdades posibles. Debería transformarse –dicen– en custodio de un determinado patrimonio moral (que suele coincidir con los llamados ‘nuevos valores emergentes’) y que le confiere poderes ilimitados”. De ahí que pretendan convertir al Estado en “amo y señor”, no “simplemente custodio”, del mercado libre de las ideas.

Enemigos de la conciencia

Sobre el riesgo del laicismo intolerante lleva años advirtiendo el Observatorio de Intolerancia y Discriminación contra los Cristianos, con sede en Viena. En su informe de 2018, describe más de 500 casos ocurridos en Europa durante 2016 y 2017. No están todos, pero sí da una idea de las formas más o menos sofisticadas que puede adoptar la intolerancia en las democracias liberales.
En esta edición ha refinado la terminología, pero mantiene lo esencial: la denuncia de una hostilidad anticristiana con tres vertientes distintas. Una social, que incluye desde estereotipos y burlas denigrantes hasta agresiones físicas y vandalismo en iglesias; otra legal, referida a las restricciones a derechos fundamentales como la libertad religiosa y de conciencia, la libertad de expresión o el derecho de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con sus convicciones; y otra política, centrada en los intentos de marginar las manifestaciones públicas de la fe.
La sensación que deja la lectura del informe es que hay quienes se consideran legitimados para poner en cuarentena unos puntos de vista y coartar a quienes, según ellos, no tienen nada que aportar a las sociedades modernas. Con este prejuicio de base, es fácil terminar aplicando el guion que esboza Herbert Marcuse para silenciar a los discrepantes.
Junto a los términos “intolerancia” y “discriminación”, el informe introduce la palabra inglesa squeeze para referirse a diferentes formas de presión, como las restricciones a la libertad de conciencia: en Francia, un farmacéutico fue suspendido temporalmente por negarse a vender un DIU; en Bélgica, una residencia de ancianos católica fue multada por prohibir a un médico aplicar la eutanasia en sus instalaciones; en Irlanda del Norte, un matrimonio de cristianos evangélicos fue multado por rehusar hacer una tarta con un lema a favor del matrimonio gay; en Suecia, dos comadronas fueron denunciadas por sus empleadores por negarse a participar en abortos…
El informe reserva el término smash para los incidentes más graves, muchos de ellos perseguidos por las legislaciones nacionales como “delitos de odio”. Llama la atención el elevado número de actos vandálicos en algunos países de Europa Occidental, como Francia, Bélgica, Austria, Alemania o España.

Estereotipos denigrantes

En la misma línea, un informe del gobierno escocés refleja cómo la animosidad hacia los católicos ha ganado fuerza en Escocia. Durante 2016 y 2017, el 57% de las víctimas de delitos de odio por motivos religiosos fueron católicos (384 denuncias); les siguen los protestantes (165), los musulmanes (113) y los judíos (23).
En marzo, tras un sonado caso de vandalismo en una iglesia católica próxima a Glasgow, la diputada laborista Elaine Smith pidió al gobierno de su partido que se tomara en serio el hecho de que los católicos acumulen más agresiones que los fieles del resto de confesiones juntas. E hizo notar que mientras las llamadas de alerta frente a la “islamofobia” y el antisemitismo habían logrado calar en el debate público, faltaba hacer lo mismo con el anticatolicismo, informa The Catholic Herald.
Cuando otra diputada de su partido le recordó el esfuerzo económico que el gobierno estaba haciendo para prevenir el sectarismo, Smith le respondió citando al arzobispo de Glasgow Philip Tartaglia, para quien “el problema no es tanto el sectarismo [en general] como el anticatolicismo”, que es una forma muy concreta de sectarismo.
Esto no significa que haya que aprobar leyes antidiscriminación que protejan específicamente a los católicos. Bastaría con aplicar el régimen general, que garantiza la igualdad de todos ante la ley, incluido el trato respetuoso por parte de los medios. Aquí es interesante subrayar una de las recomendaciones que hace en su informe el Observatorio de Intolerancia y Discriminación contra los Cristianos: “Los líderes de opinión deben ser conscientes de su responsabilidad en la configuración de un discurso público tolerante y abstenerse de estereotipar de forma negativa a los cristianos o al cristianismo”.
En este sentido, los obispos escoceses han protestado porque un proyecto gestionado por BBC Escocia difundió en su página de Facebook un vídeo que presentaba a los católicos como odiadores de los gais mientras parodiaba de forma ofensiva la Eucaristía.
Del mismo modo que uno no espera encontrarse en la BBC una parodia denigratoria de los homosexuales, tampoco deberían sufrirla los católicos. Salvo que admitamos a la claras que la hostilidad anticristiana se ha convertido “en el último prejuicio socialmente aceptable en Europa”, como advirtió hace casi una década la jurista y política alemana Gudrun Kugler.

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