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viernes, 25 de marzo de 2016

‘Humanae Vitae’. El bien de la vida de los esposos en el corazón de Pablo VI

Escrito por Carlo Bresciani Publicado: 08 Marzo 2016

La reflexión ética sobre de las posibilidades de la técnica en relación con el cuerpo humano está en la base del documento de Pablo VI.  

 Intervención de Mons. Carlo Bresciano durante la Jornada sobre la “Humanae Vitae", celebrada el 31 de enero de 2015 en el Centro Pastoral Pablo VI, de Brescia 

 Este texto debía dar cuenta de numerosas problemáticas 'delicadas y complejas' en el momento en que fue publicada. Además, la fuerte mentalidad contraria difundida durante aquellos años en muchos ambientes 'también eclesiales' se ha mantenido en el tiempo. 

 Mons. Carlo Bresciani analiza las circunstancias y acontecimientos que rodearon la publicación de la encíclica. Reivindica la lectura unitaria de la ‘Humanae vitae’¸ contra la tentación de la fragmentación entre conciencia y Magisterio no infalible; o entre técnica y ética; así como el redescubrimiento de la antropología cristiana.

 Una encíclica signo de contradicción

 «Pensamos que los hombres de nuestro tiempo son particularmente capaces de entender cuanto esta doctrina sea consecuente con la razón humana». Esta frase, añadida por Pablo VI, de su puño y letra, al final del n. 12 de la encíclica Humanæ Vitæ (HV) −objetivamente la más controvertida y contestada− en su última revisión, parece señalar más que una ingenuidad, una gran confianza en la razón humana, que él siempre tuvo desde su juventud y a la que siempre intentó acudir en su incesante búsqueda de un diálogo con el mundo moderno ya desde que era un joven estudiante. Esa confianza la llevó al n. 17 de la misma encíclica: «Los hombres rectos podrán convencerse mucho mejor del fundamento de la doctrina de la Iglesia en este campo, si quieren reflexionar en las consecuencias de los métodos de regulación artificial de la natalidad».

 Confianza no ingenua la del Papa; no se le ocultaban las dificultades que la doctrina expuesta en el documento se iba a encontrar: «Se puede prever que esta enseñanza no será quizá fácilmente acogida por todos: son demasiadas las voces, amplificadas por los modernos medios de propaganda, que contrastan con la de la Iglesia. A decir verdad, ésta no se maravilla de estar hecha, a semejanza de su divino fundador, signo de contradicción, pero no deja por eso de proclamar con humilde firmeza toda la ley moral, tanto natural como evangélica» (HV 18). EI Papa era consciente de la dificultad de aplicación de la norma moral que estaba emanando. Los largos años de preparación y las discusiones a veces encendidas que la habían precedido lo habían hecho bien consciente de las dificultades. De hecho, «la doctrina de la Iglesia sobre la regulación de la natalidad, que promulga la ley divina, aparecía fácilmente a muchos de difícil o incluso imposible actuación. Y ciertamente, como todas las realidades grandes y benéficas, requieren serio compromiso y muchos esfuerzos, individuales, familiares y sociales. Es más, no sería posible sin la ayuda de Dios, que mantiene y corrobora la buena voluntad de los hombres» (HV 20)[1].

 Desgraciadamente esa confianza parece no haber sido aún honrada por los hombres de nuestro tiempo, y ese fue uno de los sufrimientos más grandes de nuestro Papa: haber intentado toda su vida un diálogo sincero con la modernidad y no haber sido comprendido. EI Papa advertía netamente que con su encíclica la confrontación con la modernidad sería puesta a prueba; no logró hacerse entender por los hombres de nuestro tiempo porque sus palabras no llegaron a superar el muro de desilusión y di protesta, a menudo muy emotiva, contra la encíclica, y esto incluso entre laicos católicos, además de entre una parte del clero.

 La encíclica hay que leerla entera

 El Papa −no podía hacer otra cosa− quiso poner la norma moral dentro de la reflexión global sobre el matrimonio que el Concilio Vaticano II, apenas concluido, había elaborado en la Gaudium et Spes (GS), ofreciendo los criterios generales en los que inspirarse, luego, en la cuestión de la paternidad y maternidad responsables. Esta intención suya la expresó muchas veces de modo explícito. Aceptando fielmente la doctrina conciliar, sin embargo aporta también alguna profundización importante, sobre todo en los números 7, 8 y 9 de la Humanæ Vitæ, sobre los que los comentaristas suelen pasar demasiado deprisa. La norma, cualquier norma, sin su argumentación básica, se vuelve obviamente difícil de comprender, suena como un «no» injustificado.

 Una visión global del hombre y de su vocación

 El punto de partida, según el Papa, no puede ser sino «una visión integral del hombre» (HV 7). Se da cuenta de que está ante visiones parciales del ser humano que traicionan la visión cristiana cuando no se tiene en cuenta su vocación «no solo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna» (ibidem). La biología, la psicología, la demografía y la sociología pueden decir ciertamente algo del ser humano y de la paternidad y maternidad responsables, pero claramente se trata de visiones parciales que se suman dentro de una visión integral del hombre. Este criterio no vale solo para las cuestiones que se refieren a la natalidad, sino que es un criterio general que debe guiar la relación con las disciplinas llamadas científicas. Obviamente la Iglesia debe escuchar cuanto estas ciencias tienen que decir y aportar, y el Papa lo había hecho con la Comisión creada ad hoc, donde éstas estaban representadas a alto nivel y que había llegado, por mayoría, a una conclusión diversa de la que el Papa anunció luego en la encíclica. Partiendo de una visión integral del hombre, que no es solo cuerpo, sino también espíritu, y no solo espíritu, sino también cuerpo, se preocupa, pues, de dar los elementos necesarios de los que sacar sus conclusiones: «Ya que, en el intento de justificar los métodos artificiales de control de los nacimientos, muchos han apelado a las exigencias tanto del amor conyugal, como de una paternidad responsable, conviene aclarar y precisar cuidadosamente la verdadera concepción de estas dos grandes realidades de la vida matrimonial, recordando principalmente cuanto se ha expuesto recientemente a este respecto, con suma autoridad, por el Concilio Vaticano II, en la constitución pastoral Gaudium et Spes» (HV 7).

 En efecto, estaba en juego una correcta visión del amor conyugal y el modo de comprender la paternidad/maternidad dentro de dicho amor, «dado el significado que las relaciones conyugales tienen para la armonía entre los esposos y para su mutua fidelidad» (HV 3). Obviamente no podía tomar una vía dualista que separase el amor de la paternidad. Y es precisamente lo que el Papa hace en la encíclica, superando también la doctrina de los fines del matrimonio (fin primario−fin secundario) y usando la terminología más personalista de «significado unitivo» y «significado procreativo» (HV 12).

 El amor conyugal

 Uno de los argumentos «fuertes» aportados por los que sostenían la necesidad de revisar la moral conyugal bajo el aspecto específico de la anticoncepción hormonal era la necesidad de garantizar la posibilidad de relaciones sexuales frecuentes entre los cónyuges para mantener el amor conyugal. La anticoncepción hormonal, permitiendo una mayor posibilidad de expresión a los actos conyugales, sería una ayuda al amor conyugal y a su solidez. Que el amor conyugal se exprese también a través de los actos conyugales era establecido también por cuanto afirmaba la Gaudium et Spes en el n. 51[2], y el Papa no podía sino apoyar convincentemente la bondad de los actos sexuales «honestos y dignos» (HV 11) con los que los cónyuges expresan su mutuo amor. La cuestión a dirimir era no tanto si los actos conyugales pueden ser actos de verdadero amor, sino cuándo lo son, en cuanto, como es obvio, no lo son ex opere operato: una cosa es el deseo sexual del cónyuge, y otra el amor conyugal, que se expresa también a través de la sexualidad, pero no puede ser identificado con el acto sexual.

 A muchos se les pasó que el Papa argumenta toda su doctrina no a partir de la sexualidad o de la paternidad/maternidad responsables, sino de una correcta visión del hombre («visión global del hombre»: HV 7) y del amor conyugal: «Ya que, en el intento de justificar los métodos artificiales de control de los nacimientos, muchos han apelado a las exigencias tanto del amor conyugal [...]conviene aclarar y precisar cuidadosamente la verdadera concepción de estas dos grandes realidades de la vida matrimonial» (ibidem). La cosa no se le escapó, sin embargo, al Papa Benedicto XVI: «La palabra clave para entrar con coherencia en sus contenidos [de la Humanæ Vitæ] sigue siendo la del amor»[3].

 EI Papa no puede sino remontarse ante todo el amor conyugal a «su fuente suprema, Dios, que es "Amor", que es el Padre "de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra"» (HV 8), apelando a la terminología del Concilio que identifica el amor conyugal con la «mutua entrega» (GS 49), mientras la Gaudium et Spes en el n. 24 afirma que el ser humano «no puede realizarse si no a través de un don sincero de sí». En efecto, «por medio de la recíproca entrega personal, propia y exclusiva, los esposos tienden a la comunión de sus personas, con la cual se perfeccionan mutuamente, para colaborar con Dios en la generación y en la educación de nuevas vidas. Para los bautizados, además, el matrimonio reviste la dignidad de signo sacramental de la gracia, en cuanto representa la unión de Cristo y la Iglesia» (HV 8).

 La meta, el fin del acto conyugal es la comunión de las personas (mucho más que la unión de los cuerpos) y esta no es posible sin la recíproca entrega personal. Como se advierte, la referencia es siempre a la persona, la cual no se realiza ni en la soledad ni en la relación sexual, sino en la comunión de las personas. Aquí se enuncia un principio fundamental para la valoración de la bondad moral del acto sexual: cuando es expresión de la comunión personal de los cónyuges. Subyace la concepción bíblico/cristiana de la persona en su unidad de cuerpo y espíritu. No basta la comunión de los cuerpos para que haya comunión de los espíritus: sin la nupcialidad de los espíritus, la nupcialidad de los cuerpos es insuficiente[4].

 Y solo el amor así entendido puede elevarse a dignidad sacramental, es decir, a representación de la «unión de Cristo y la Iglesia», signo del amor de Cristo por su esposa, la Iglesia (cfr. Ef 5,25).

 Esta concepción del amor personal lleva necesariamente a considerar el cuerpo (y por tanto también el sexo) parte del amor conyugal. El Papa San Juan Pablo II desarrollará este concepto en el «significado esponsal del cuerpo»[5], y en el n. II de la exhortación apostólica Familiaris Consortio dirá que «el amor abraza también el cuerpo humano y el cuerpo se hace partícipe del amor espiritual».

 El amor conyugal no es plenamente tal si no es también amor del cuerpo del cónyuge. No se ama a la persona por su cuerpo/sexo, pero no se la ama de verdad si no amando también su cuerpo y su sexo. El amor acepta, no elimina, ni instrumentaliza.

 Surge claramente que está en juego una concepción unitaria de la persona y, por tano, aquella que San Juan Pablo II llamó la «teología del cuerpo» o «antropología adecuada»[6]. El amor conyugal que no se hiciese cargo del cuerpo y de la sexualidad propia y ajena faltaría a su integridad, quedaría abandonado unívocamente al deseo/emotividad y, precisamente por esto, sería inadecuado a la comunión de las personas, que es el deseo más profundo de los cónyuges y el sentido mismo del matrimonio como sacramento.

 Hay que señalar que esta concepción del amor conyugal está plenamente de acuerdo con la visión personalista del matrimonio recogida por el Concilio en la Gaudium et Spes.

 Las características del amor conyugal

 Para el Papa se trata de las cuatro características intrínsecas de un amor conyugal, «de las que es de suma importancia tener una idea exacta» (HV 9).

 1. «Es ante todo amor plenamente humano, es decir, sensible y espiritual» (ibidem). No se rechaza nada de la dimensión humana del amor conyugal, ni de sus aspectos sensibles de atracción y emoción sexual, pero no se limita a los aspectos instintivos o sentimentales. «Es bien superior, por eso, a la pura atracción erótica que, egoístamente cultivada, pronto y miserablemente se desvanece» (GS 49). Siendo «acto eminentemente humano» (ibidem) y confiado a la libertad de los cónyuges, a quienes corresponde orientar sentimiento e instinto a la construcción de una verdadera comunión, nunca se alcanza de una vez para siempre.

 Interpreto aquí «espiritual» no tanto desde el punto de vista inmediatamente religioso (algo que vale solo para quien cree en Dios creador), sino como referencia a la intrínseca dimensión espiritual/racional del ser humano a quien corresponde ser dueño de sus actos, para guiarlos al fin no solo de respeto al otro, sino a una efectiva comunión personal entre los cónyuges. Pablo VI se pone aquí como defensor de la dignidad humana y rechaza concebir la sexualidad humana como un instinto del que el ser humano no podría ser dueño. Solo así el acto sexual puede contribuir al bien de la pareja y hacerla crecer en la comunión. Se trata de una respuesta parcial a quien le objetaba que los actos sexuales son indispensables para salvar el bien de la pareja. EI Papa responde, en pleno acuerdo con la Gaudium et Spes: sí, es verdad, pero solo si son actos plenamente humanos; en caso contrario no podrán llevar a una caro: a un solo corazón y una sola alma, meta para la que no basta el instinto y el deseo. La sexualidad sola no es vía hacia la felicidad. «La relación amorosa es, obviamente, siempre sexuada, pero no siempre sexual. Es más, no es esencialmente sexual»[7]. Wilhelm Reich, por tanto, se equivoca en su modo de entender lo sexual[8]. Aquí se ve la valentía que tuvo Pablo VI al afrontar una durísima impopularidad, precisamente cuando la sociedad estaba viviendo la borrachera de la revolución sexual que «prometía al mundo felicidad y paz» a través de la liberación del eros[9].

 2. «Y luego amor total, es decir, una forma completamente especial de amistad personal, en la que los esposos generosamente lo comparten todo, sin reservas indebidas o cálculos egoístas» (HV 9). No basta que el acto conyugal sea libre y deseado conjuntamente por los cónyuges para que sea verdadero amor. Tiene que ser amor total[10].

 Creo que está claro lo que esto significa en la Gaudium et Spes, donde se afirma: «Precisamente porque es un acto eminentemente humano, siendo dirigido de persona a persona con un sentimiento que nace de la voluntad, ese amor abraza el bien de toda la persona; por eso tiene la posibilidad de enriquecer con particular dignidad las expresiones del cuerpo y de la vida psíquica, y de ennoblecerlas como elementos y signos especiales de la amistad conyugal» (n. 49). La totalidad de la que se habla se da cuando el acto conyugal abraza el bien de toda la persona; por tanto el bien del cuerpo y del espíritu. Significa que la unidad de la persona, criterio antropológico fundamental, debe salvaguardarse también en el acto conyugal. ¿Cómo podría definirse mutuo y verdadero amor si no tuviese en cuenta también el bien del cuerpo y no solo del espíritu?

 3. «Y también amor fiel y exclusivo hasta la muerte» (HV 9). Si el amor conyugal es amor total, entonces tiene que comprender el tiempo de la vida, en cuanto el bien de la persona no es reducible al momento actual, sino que es tal si sabe hacerse cargo del tiempo de la persona. El bien de hoy que se vuelve mal mañana es solo un bien aparente. Si el sacramento debe ser signo del amor de Cristo por la Iglesia tiene que ser fiel en el tiempo.

 4. «Y finalmente amor fecundo, que no se agota en la comunión de los cónyuges [de donde viene una fecundidad espiritual], sino que está destinado a continuarse, suscitando nuevas vidas» (ibidem). No creo que carezca de significado que, en el orden de las características fundamentales presentadas por el Papa, la generación sea puesta en el último puesto, si se tiene presente la vexata quæstio de los fines del matrimonio que ponía la generación como fin principal. No creo que se trate de una inversión de los fines del matrimonio, sino de una lectura más unitaria y más personalista, menos afectada por aquel cierto dualismo que siempre caracterizó la presentación de los fines del matrimonio cuando se hablaba de subordinación de un fin al otro. La generación no puede estar fuera del amor conyugal y este último, siendo amor total, no puede ser la procreación. Aquí me parece encontrar el fundamento de la inseparabilidad de los significados unitivo y procreativo de los que el Papa hablará en el n. 12 de la encíclica y que está a su vez en el fundamento de la norma moral acerca de la anticoncepción hormonal o mecánica.

 EI contexto adecuado para una procreación que tenga en cuenta el bien del cónyuge y del hijo engendrado no puede ser más que el amor conyugal tal y como está delineado en las cuatro características anteriores. Me parece que el Papa ha logrado un auténtico progreso respecto a la misma Gaudium et Spes, que −según muchos comentaristas− no había logrado dar una visión orgánica y humana, oscilando entre la novedad de la visión personalista, que pone en el centro el amor personal de los cónyuges, y la doctrina tradicional de los dos fines −primario y secundario− del matrimonio.

 Temas fundamentales en juego

 En la cuestión de la anticoncepción que el Papa tenía que afrontar se ponían en juego por primera vez temas morales fundamentales, que ocuparían no poco la reflexión del Magisterio y de la teología moral de los decenios sucesivos. De aquí también la dificultad del discernimiento que el Papa se encontró ante sí. No podía prever su importancia ante los avances que surgirían después sobre las intervenciones en el cuerpo sobre la sexualidad y sobre la procreación, aunque algunos peligros los había proféticamente intuido, y de ellos habla en el n. 17 de la encíclica.

 Apuntemos aquí algunas cuestiones fundamentales que estaban en juego:

 1. La continuidad del Magisterio que desde Pío XI (encíclica Casti Connubii del 1930) en adelante se había expresado por el «no» a la anticoncepción. Se trataba de lo que Benedicto XVI llamó después hermenéutica «de la renovación en la continuidad»[11] y no de la ruptura: o sea, el «valor de recordar la continuidad de la doctrina y de la tradición de la Iglesia [...]. Lo que era verdadero ayer, sigue siendo verdadero también hoy»[12].

 El argumento de la continuidad del Magisterio estaba muy presente en Pablo VI, mientras que los partidarios de la anticoncepción invocaban la revisión y el cambio de la doctrina moral anterior, sosteniendo que la anticoncepción hormonal (la píldora, para entendernos) había creado una situación completamente nueva[13]. Pablo VI no quería desmentir el Magisterio de Pío XI que, en respuesta a la Conferencia de Lambeth, en la que los anglicanos habían aceptado la licitud de la anticoncepción, había condenado dicho método en la Casti Connubii con una decisión que no pocos, en aquel tiempo, consideraron casi como una definición de carácter infalible[14]. ¿Cómo afirmar que lo que se pide, con tantos sacrificios para las parejas cristianas, primero por Pío XI y luego por Pío XII con el famoso discurso a las comadronas italianas de 1951[15] estuviese equivocado? El tema de la continuidad del Magisterio es un argumento fuerte desde el punto de vista teológico, a tener en gran consideración también cuando no se está ante pronunciamientos formales del Magisterio para los que no se reivindica el carácter de infalibilidad.

 2. La ciencia y la técnica estaban comenzando a intervenir en la sexualidad y en la procreación. Se trataba de afrontar la necesidad de dar criterios acerca de la intervención de la técnica y de la ciencia en el cuerpo humano no ya para intervenciones terapéuticas (que siempre son lícitas), sino para responder al deseo del individuo o de la pareja. ¿Qué relación instaurar entre el cuerpo humano y el deseo? EI tema de la intervención de la técnica sobre la naturaleza y sobre el cuerpo humano es hoy de una relevancia social tal que, para Mons. Mario Toso, «puede ser considerado el principal problema de nuestra cultura y de nuestra sociedad». Según Toso, en efecto, «el problema de la técnica, considerado sobre todo en el ámbito de la relación con la naturaleza y la manipulación de la vida, cruza hoy estos dos mismos ámbitos y se pone como problema social global»[16]. Hoy las biotecnologías son cada vez más invasivas en el cuerpo del hombre y plantean la cuestión de lo que debemos entender por desarrollo humano: el tema del «nuevo humanismo» estará en el centro del Congreso Eclesial Nacional del próximo noviembre en Florencia.

 En la encíclica Caritas in Veritate, Benedicto XVI define la Humanæ Vitæ como un documento particularmente importante «para delinear el sentido plenamente humano del desarrollo propuesto por la Iglesia» (n. 15). Pablo VI ya había afrontado en la encíclica Populorum Progressio (1967) el tema del desarrollo. En la Humanæ Vitæ tuvo que preguntarse: ¿qué debe entenderse como desarrollo humano integral? ¿Cómo entra el cuerpo humano en este desarrollo integral? El mismo Pablo VI unió su defensa de la vida a la encíclica Populorum Progressio en una homilía del 29 de junio de 1978[17].

Los desarrollos posteriores llevaron a la tecnificación cada vez más decisiva de la procreación. Benedicto XVI, en perfecta línea con Pablo VI afirmó: «Como creyentes jamás podremos permitir que el dominio de la técnica lleve a infectar la calidad del amor y la sacralidad de la vida»[18]. En realidad, la temática de la relación con la ciencia y la técnica por lo que se refiere a la anticoncepción se había planteado con extrema fuerza dentro del mismo Concilio y no sin falta de dramatismo: «"Seguimos el progreso de la ciencia. Os suplico, Padres, evitemos un nuevo proceso a Galileo. Con uno le basta a la historia". Y el 29 de octubre de 1964 el Cardenal Leo Suenens, Arzobispo de Malines, pronuncia una de las intervenciones más famosas y dramáticas del Concilio Vaticano II. Se está debatiendo el parágrafo 21 (sobre la teología del matrimonio) del esquema De Ecclesia in Mundo huius tiemporis, que formará luego parte de la Gaudium et Spes. Pero el verdadero objeto de la discusión es una cuestión "caliente": la renovación de la moral conyugal, los problemas de la regulación de los nacimientos y, en definitiva, la licitud o no de la "píldora" como instrumento para realizar una moderna "paternidad responsable". Suenens, como el Cardenal Alfrink, el Cardenal Léger, el Patriarca melquita Máximos IV Saigh y otras figuras importantes de la mayoría "progresista" de los Padres conciliares son favorables a una apertura a lo nuevo, e insisten para que el Concilio deje las puertas abiertas a las recientes adquisiciones de la ciencia [en referencia a la anticoncepción hormonal], evitando condenas y anatemas. "¿No tenemos derecho a preguntarnos si ciertas posiciones oficiales no son tributarias de concepciones superadas e incluso de una psicosis de célibes extraños a este sector de la vida?" pregunta Máximos IV [a los Padres conciliares]. "¿No estamos nosotros, sin querer, bajo el peso de esa concepción maniquea del hombre y del mundo por la que la obra de la carne, viciada en sí misma, sólo se tolera en función del hijo?"»[19]

 Pablo VI es claro en su respuesta: la Iglesia «compromete al hombre a no abdicar la propia responsabilidad para someterse a los medios técnicos» (HV 18). La técnica no puede sustituir la libertad, sobre todo cuando está en juego el amor entre los cónyuges[20].

 Hoy, como las aplicaciones técnicas y científicas son ya parte integrante de nuestra vida cotidiana en el intento de remodelar la realidad la vida, nosotros mismos y nuestras relaciones, las palabras de Pablo VI llaman enormemente la atención. Desde entonces el progreso técnico-científico se ha ampliado desde el ámbito químico (la píldora) al biológico, hasta las posibilidades de intervenir en el mismo DNA del ser humano, hasta el punto de que la bioética se ha convertido en materia de gran debate a todos los niveles.

 Es necesario remarcar que el corazón de la argumentación de la Humanæ Vitæ no sea el estereotipo difuso que quiere la Iglesia enemiga y temerosa de la técnica y de lo que es artificial, sino más bien el fundamento de la responsabilidad y de la libertad humana.

La cuestión, pues, no era y no es «artificial sí, artificial no», como, no sin superficialidad, a menudo se planteó la cuestión incluso en ámbito católico[21], y no era, como no es, el rechazo de lo artificial porque así se procrea más. Si la técnica puede hacer posible el dominio de nosotros mismos, no lo hace por eso moralmente buena, porque la técnica no contiene en sí misma las razones de su aplicación. La cuestión es de importancia fundamental: mucho antes de que el término bioética fuese acuñado, la Humanæ Vitæ captó la consistencia de un problema que se había abierto en la modernidad como una herida. Se trata de un problema que todavía sigue siendo el nuestro: las biotecnologías introducen una posibilidad del todo nueva de manipular el ser vivo, con una evidente potencialidad de peligro. La anticoncepción abría el camino a la que luego llegó a ser la cuestión antropológica que tanto está ocupando nuestras reflexiones en estos tiempos, no solo en el ámbito católico. El poder de los medios biomédicos y biotecnológicos se ha ampliado enormemente hasta llegar a plantearse como cuestión metafísica, que puede ser presentada con las palabras de Hans Jonas: «[justificando la manipulación genética] si es para que deba existir una humanidad; para que el hombre deba mantenerse así como la evolución lo ha llevado a ser, para que se deba respetar su herencia genética; para que incluso deba haber vida»[22].

 3. Unida intrínsecamente a este tema está el de la manipulación del cuerpo según los deseos del hombre. Pablo VI en la encíclica afirma: «se deben reconocer necesariamente unos límites infranqueables a la posibilidad de dominio del hombre sobre su propio cuerpo y sus funciones; límites que a ningún hombre, privado o revestido de autoridad, es lícito quebrantar. Y tales límites no pueden ser determinados sino por el respeto debido a la integridad del organismo humano y de sus funciones naturales» (HV 17). Como se ha dicho, no se plantea aún de modo explícito la cuestión de las biotecnologías, pero ya se abría la puerta. Se trataba de individuar los criterios morales, partiendo de una cuestión particular: la de la anticoncepción hormonal, que por su facilidad e inocuidad (entonces se pensaba así, pero no lo es) se consideraba de naturaleza moral diversa a la anticoncepción hasta entonces conocida y respecto a la cual había sido sustancialmente pacífico el juicio ético negativo entre los teólogos.

 El ejercicio de la sexualidad, plegado solo a los deseos, ha alcanzado hoy dimensiones entonces impensables. No solo puede ser impedida o suprimida la fecundidad, y no solo se puede engendrar sin relación sexual a través de la fecundación in vitro, sino que con el llamado «cambio de sexo» se quiere hacer coincidir el sexo físico con el sexo deseado, y con las «ideologías de género» se niega que el cuerpo sea fundamento de la misma identidad sexual. Se plantea hoy, con el fuerte apoyo de importantes organizaciones internacionales, la cuestión de la existencia misma de la diferencia sexual entre hombre y mujer, y se niega esa existencia. El cuerpo humano no solo ya no se considera portador de significados en orden a la vida y a la vida sexual, sino tampoco en orden a la misma identidad del ser humano. Es el deseo que reivindica dar al cuerpo y a la sexualidad el significado que quiere con total arbitrariedad, negando la realidad biológica en la que, como seres humanos, somos constituidos.

 Benedicto XVI en su último saludo navideño a los miembros de la Curia Romana, el 21 de diciembre de 2012, estigmatizó el hecho de que según la filosofía del «género» «el sexo [...] ya no es un dato originario de la naturaleza que el hombre debe aceptar y llenar personalmente de sentido, sino un papel social del cual se decide autónomamente, mientras hasta ahora era la sociedad quien decidía». Y afirmó que esto lleva al hombre a negar «la propia naturaleza y decide que ésta no se le ha dado como hecho preestablecido, sino que es él mismo quien se la debe crear»[23].

 4. En los años Sesenta del siglo pasado también se iba afirmando con los diversos movimientos feministas un modo nuevo de situarse la mujer en relación con el hombre: con la anticoncepción hormonal la mujer reivindicaba el dominio de su cuerpo[24], pero a la vez se encontraba también ante la instrumentalización de su cuerpo, cosa que no se le escapó a Pablo VI: «Podría también temerse que el hombre, habituándose al uso de las prácticas anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer y, sin preocuparse ya de su equilibrio físico y psicológico, llegase a considerarla como simple instrumento de placer egoísta y no como compañera, respetada y amada» (HV 17). Ciertamente no se puede decir que el cuerpo de la mujer haya ganado con la introducción de la anticoncepción hormonal que ha facilitado el abuso sexual, cosa que hoy un feminismo un poco más cauteloso va denunciando, reivindicando el derecho de la mujer a su propia sexualidad, con sus ritmos y sus tiempos −que no son los del hombre−, y contestando que la mujer deba estar siempre dispuesta y disponible a los deseos de este último.

 5. La revolución sexual, impetuosa en aquel periodo, trastocaba la sexualidad no solo de la generación, sino también del matrimonio y del amor personal, legitimándola como simple búsqueda de placer. No se puede olvidar que 1968 fue el año en que la contestación juvenil elogiaba esta revolución sexual. La liberación del eros de la opresión de la civilización y de sus necesidades productivas (y reproductivas) traería la felicidad, así predicaba Herbert Marcuse[25]. EI Papa, pues, debía hacer cuentas con toda la teorización que subyacía a la revolución sexual que con Freud, Marcuse y Reich había invadido todo occidente como promesa de liberación y de felicidad. Hoy descubrimos que esa liberación de la sexualidad no trajo felicidad, sino que llenó los estudios de psicólogos y sexólogos y ha hecho muy frágiles las relaciones afectivas y los vínculos matrimoniales, no sin graves consecuencias también para los hijos.

 6. Otra temática emergente, que según algunos había llevado a la actual especie de «cisma moral latente en la Iglesia»[26], era la de la relación norma moral-conciencia individual-Magisterio (no infalible). La llamada a la conciencia individual fue la argumentación «fuerte» invocada por la Conferencia Episcopal belga, bajo la dirección del Cardenal Leo Suenens y con la aprobación de Mons. Gerard Philips, redactor principal de la Lumen Gentium en el Concilio[27]. Fue hecho propio, luego, por otras Conferencias Episcopales y por muchos teólogos y laicos. Como intento de contrastar las reacciones negativas a la enseñanza de la Humanæ Vitæ se invocaba el derecho de una conciencia «bien formada» no solo para disentir del Magisterio, sino también para obrar legítimamente de modo contrario al dictado de la norma moral enunciada por el Papa.

 7. También emergía un nuevo modo de plantear el laicado en la Iglesia y la tendencia a considerar la sexualidad como una materia que no es de competencia moral del Magisterio de la Iglesia. Hoy simplemente se denuncia a la Iglesia la posibilidad de hablar de sexo: «No corresponde al clero pronunciarse sobre el comportamiento sexual en general y de la pareja en particular». Esta competencia se le atribuye en cambio a los «especialistas en sexo»: biólogos, médicos, psicólogos, psicoanalistas, etc. Un verdadero y propio «Magisterio laico». Se dice «esto es materia laica», por tanto corresponde a los laicos cristianos pronunciarse en este campo y no al Magisterio, hecho por célibes a los que, naturalmente, les falta competencia.

 8. El problema central que la encíclica de hecho tenía que afrontar era si el amor conyugal puede ser solo espiritual (intencional) o debe asumir también la realidad que se hace cargo del cuerpo. Al Papa no le pareció que pudiese ser de otro modo: cuando se expresa en actos «carnales» el amor conyugal debe hacerse cargo de la aceptación del cuerpo en su total realidad[28].

 Benedicto XVI afirmó: «Cuarenta años después de su publicación, esa doctrina no sólo sigue manifestando su verdad; también revela la clarividencia con la que se afrontó el problema. De hecho, el amor conyugal se describe dentro de un proceso global que no se detiene en la división entre alma y cuerpo ni depende sólo del sentimiento, a menudo fugaz y precario, sino que implica la unidad de la persona y la total participación de los esposos que, en la acogida recíproca, se entregan a sí mismos en una promesa de amor fiel y exclusivo que brota de una genuina opción de libertad. ¿Cómo podría ese amor permanecer cerrado al don de la vida? [...] La verdad expresada en la Humanæ vitæ no cambia; más aún, precisamente a la luz de los nuevos descubrimientos científicos, su doctrina se hace más actual e impulsa a reflexionar sobre el valor intrínseco que posee. La palabra clave para entrar con coherencia en sus contenidos sigue siendo el amor»[29]. Como el mismo Papa escribió en su primera encíclica Deus caritas en el n. 5: «El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima; (...) ni el cuerpo ni el espíritu aman por sí solos: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Si se elimina esa unidad, se pierde el valor de la persona y se cae en el grave peligro de considerar el cuerpo como un objeto que se puede comprar o vender»[30].

 Conclusión

 Como se ve Pablo VI, con una cuestión muy particular como la de la anticoncepción, tiene que afrontar simultáneamente una serie de problemáticas muy delicadas y complejas que tocaban, además, una sensibilidad fuertemente difundida entre la gente. ¿Fue un profeta? Muchos lo consideran como tal[31], pero la contestación en la Iglesia, fortísima al principio, aún no está del todo superada, más frecuentemente se vive como cisma silencioso, en nombre de una conciencia que reivindica el derecho a disentir y actuar contrariamente a las indicaciones normativas del Magisterio. 

El Cardenal Agostino Casaroli dijo a propósito: «La mañana del 25 de julio de 1968 Pablo VI celebró la Misa del Espíritu Santo, pidió luces de lo alto y luego firmó la encíclica. Fue su firma más difícil, una de sus firmas más gloriosas. Firmó su propia pasión»[32]. Y lo hizo conscientemente.

 Mons. Carlo Bresciani

 Fuente: collationes.org.

 Traducción del original italiano a cargo de Luis Montoya.
 [1] Pablo VI era muy consciente de las dificultades que algunos tendrían para vivir la norma moral y de las posibles tensiones que se derivarían en el matrimonio. Para esas situaciones particulares, en el discurso a los Equipes Notre-Dame, del 4-V-1970, dijo: «El camino de los esposos, como toda vida humana, conoce muchas etapas, y fases difíciles y dolorosas [...] tienen lugar. Pero hay que decirlo claramente: jamás la angustia y el miedo deberán tener cabida en las almas de buena voluntad, porque ¿el Evangelio no es acaso una buena nueva también para las familias, un mensaje que, aunque exigente, no es menos profundamente liberador? Tomar conciencia de que no se ha conquistado aún la propia libertad interior, que aún estamos sometidos al impulso de las propias tendencias, descubrirse casi incapaces de respetar en el momento la ley moral en un campo tan fundamental, suscita naturalmente una reacción de desánimo. Pero es el momento decisivo en que el cristiano, en su desaliento, en vez de abandonarse a la rebelión estéril y destructiva, accede en la humildad al descubrimiento sorprendente del hombre ante Dios, de un pecador ante el amor de Cristo salvador» (Insegnamenti di Pablo VI, VIII: 1970). El perdón y la misericordia de Dios nunca pueden faltar y jamás se puede dudar de ellos. La primera misericordia con las personas es la verdad, ¡pero nunca la verdad sin la caridad!

 [2] «Donde, de hecho, se interrumpe la intimidad de la vida conyugal, no es raro que la fidelidad se ponga en peligro y pueda ser comprometido el bien de los hijos: entonces corren peligro también la educación de los hijos y el valor de aceptar otros».

 [3] Benedicto XVI, Discurso en el 40° aniversario de la encíclica Humanæ Vitæ, 10-V-2008.

 [4] «La clave de la armonía no está en lograr la copulación, sino en la floritura de la nupcialidad de las almas» (J. BASTAIRE, Eros redento. Amore e ascesi, Edizioni Qiqajon-Comunità di Bose, Magnano [VercelIi], 1991, p. 70).

 [5] San Juan Pablo II, Audiencia general, 16-I-1980.

 [6] C. CAFFARRA, Introduzione generale, en JUAN PABLO II, Uomo e donna lo creò. Catechesi sull'amore umano, Città Nuova Editrice-Libreria Editrice Vaticana, Roma, 1987, pp. 5 e 6.

 [7] F. BOTTURI, Dialettica dell'amore e costruzione familiare, in «Anthropotes», 17 (2001) 2, p. 266.

 [8] Cfr., entre otros, W. REICH, La rivoluzione sessuale, Milano, 1963.

 [9] Cfr. H. MARCUSE, Eros e civiltà, Einaudi, Torino, 2001 (primera edición 1955).

 [10] «La lógica de la totalidad del don configura intrínsecamente el amor conyugal» (Benedicto XVI, Mensaje en el 40° aniversario de la Humanæ Vitæ , 2-X-2008).

 [11] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 22-XII-2005.

 [12] Benedicto XVI, Discurso en el 40° aniversario de la encíclica Humanæ Vitæ, 10-V-2008.

 [13] Entre los partidarios de una revisión del Magisterio estaban el Cardenal Leo Suenens, Arzobispo de Malines, y su grupo belga.

 [14] Hasta el Cardenal Karol Wojtyla consideró el enunciado moral de la Humanæ Vitæ de carácter infalible y lo escribió en la revista de la diócesis de Cracovia, comentando la encíclica para sus sacerdotes y fieles. Cfr. Introduzione all'encíclica Humanæ Vitæ, Tipografia Poliglotta Vaticana, Città del Vaticano, 1969, p. 35.

 [15] Cfr. Pío XII, Discurso al Congreso de la Unión Católica Italiana de Comadronas, 29-X-1951.

 [16] A. GAGLIARDUCCI, la Humanæ Vitæ ha sacado a la luz el problema de la técnica, hoy el principal problema de nuestra sociedad (entrevista a Mons. Mario Toso, 25-VII-2013), en «Korazym.org».

 [17] Cfr. Insegnamenti di Pablo VI, XVI: 1978, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano, 1979, p. 519-525. 

[18] Benedicto XVI, Discurso en e1 40° aniversario de la encíclica Humanæ Vitæ, 10-V-2008.

 [19] G. FERRO, Trent'anni fa l'encíclica Humanæ Vitæ. II dilemma di Pablo VI, en «Jesus», XX (1998) 8.

[20] «La solución técnica, incluso en las grandes cuestiones humanas, parece a menudo la más fácil, pero en realidad esconde la cuestión de fondo, que se refiere el sentido de la sexualidad humana y la necesidad de una paternidad responsable, para que su ejercicio pueda ser expresión del amor personal» (Benedicto XVI, Mensaje al Congreso Internacional del 40° aniversario de la Humanæ Vitæ, 2-X-2008)

 [21] Es verdad, sin embargo, que el uso, incluso por parte del Magisterio, de «métodos artificiales de regulación de la natalidad» para indicar la anticoncepción puede inducir a alguna confusión.

 [22] H. JONAS, Tecnica, medicina ed etica. Prassi del principio responsabilità, Biblioteca Einaudi, Torino, 1997, p. 33.

 [23] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 21-XII-2012.

 [24]Cfr. THE BOSTON WOMEN 'S HEALTH BOOK COLLECTIVE, Noi e i1nuestro corpo. Scritto dalle donne per le donne, (primera ed. inglesa de 1970 con el título Womell and Their Bodies, luego cambiado a Our Bodies, Ourselves para subrayar que las mujeres tomaban posesión de su cuerpo). Se trató de un libro de gran éxito, que vendió millones de copias en el mundo en muchas traducciones. El lema muy usado en aquel tiempo era: «EI cuerpo es mío y me lo gestiono yo».

 [25] Cfr. H. MARCUSE, Eros e civiltà, cit.

 [26] La expresión es indudablemente fuerte. Pero fue usada muchas veces para indicar la situación no solo de grave disenso en la Iglesia, sino también de una silenciosa praxis de vida en contraste con lo que enseña el Magisterio. El mismo Pablo VI habló de cisma en la Iglesia: «¿Cómo podrá arrogarse de ser Iglesia, es decir, pueblo unido, aunque localmente fraccionado e históricamente y legítimamente diversificado, cuando un fermento prácticamente cismático la divide, la subdivide, la destroza en grupos más que nada celosos de arbitraria y, en el fondo, egoísta autonomía, a menudo enmascarada de pluralismo cristiano o de libertad de conciencia?» (Pablo VI, Homilía en la Misa «in coena Domini», Jueves Santo 3-IV-1969; cfr. También L. MELINA, Morale: tra crisi e rinnovamento. Gli assoluti morali, l'opzione fondamentale, la formazione de la cociencia, Ares, Milano, 1993, p. 8).

 [27] Cfr. L. DECLERCK, Le cardinal Suenens e la question du controle des naissances au Concil Vatican II, en «Revue Theologique de Louvain», 41 (2010), p. 516.

 [28] Juan Pablo II en la Familiaris Consortio, n. 32, individua una «diferencia antropológica y al mismo tiempo moral, que existe entre la anticoncepción y el recurso a los ritmos temporales: se trata de una diferencia bastante más vasta y profunda de cuanto habitualmente se piensa y que incluye en último análisis dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana entré sí irreducibles».

 [29] Benedicto XVI, Discurso en el 40° aniversario de la encíclica Humanæ Vitæ, 10-V-2008.

 [30] Ibídem.

 [31] Entre otros incluso el Papa Francisco: «El rechazo de Pablo VI [de la anticoncepción] no se dirigía a los problemas personales, sobre los cuales dirá luego a los confesores que sean misericordiosos y que entiendan las situaciones y que perdonen, o sean misericordiosos, comprensivos. Sino que miraba al neo-malthusianismo universal que estaba en curso [...]. Pero lo que yo quería decir era que Pablo VI no tuvo una visión retrasada, cerrada. No, fue un profeta» (Palabras del Papa Francisco en el avión de regreso de Manila a Roma, 19-I-2015).

 [32]Citado en M. JIMÉNEZ, The Passion of Blessed Paul VI-«Humanæ Vitæ», en «CNA (Catholic New Agency)», 21-X-2014.

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