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domingo, 24 de agosto de 2014

Dios no anula las culturas


   Miles de peregrinos se desplazaron hasta el aula Pablo VI en el Vaticano para asisitir a la audiencia del Papa Francisco el miércoles, 20 de agosto, festividad de San Bernardo de Claraval, Abad y Doctor de la Iglesia, y reformador del Císter. Durante la audiencia el Pontífice ha pronunciado su catequesis en la que ha hecho referencia a su viaje pastoral a Corea.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En los días pasados he realizado un viaje apostólico a Corea y hoy junto a ustedes, agradezco al Señor por este gran don. He podido visitar una Iglesia joven y dinámica, fundada en el testimonio de los mártires y animada por El Espíritu misionero, en un País donde se encuentran antiguas culturas asiáticas y la perenne novedad del Evangelio: te las encuentras a ambas.


Deseo nuevamente expresar mi gratitud a los queridos hermanos Obispos de Corea, a la Señora Presidenta de la República, a las otras Autoridades y a todos los que han colaborado para mi visita.

El significado de este viaje apostólico se puede condensar en tres palabras: memoria, esperanza, testimonio.

La República de Corea es un País que ha tenido un notable y rápido desarrollo económico. Sus habitantes son grandes trabajadores, disciplinados, ordenados y deben mantener la fuerza heredada de sus antepasados.

En esta situación, la Iglesia es custodia de la memoria y de la esperanza: es una familia espiritual en la cual los adultos transmiten a los jóvenes la llama de la fe recibida de los ancianos; la memoria de los testigos del pasado se transforma en nuevo testimonio en el presente y esperanza de futuro. En esta perspectiva se pueden leer los dos eventos principales de este viaje: la beatificación de 124 mártires coreanos, que se agregan a aquellos ya canonizados 30 años atrás por san Juan Pablo II; y el encuentro con los jóvenes, en ocasión de la sexta Jornada de la Juventud Asiática.

El joven siempre es una persona en búsqueda de algo por lo cual valga la pena vivir, y el mártir da testimonio de algo, es más, de Alguien por el cual vale la pena dar la vida. Esta realidad es el Amor de Dios, que se ha hecho carne en Jesús, el Testigo del Padre. En los dos momentos del viaje dedicados a los jóvenes, el Espíritu del Señor resucitado nos ha llenado de alegría y de esperanza, que los jóvenes llevarán a sus diversos países, ¡y que harán tanto bien!

La Iglesia en Corea custodia también la memoria del rol primario que tuvieron los laicos ya sea en los albores de la fe como en la obra de evangelización. En aquella tierra, de hecho, la comunidad cristiana no fue fundada por misioneros sino por un grupo de jóvenes coreanos de la segundad mitad del 1.700, los cuales quedaron fascinados por algunos textos cristianos, los estudiaron a fondo y los eligieron como regla de vida. Uno de ellos fue enviado a Pekín para recibir el Bautismo y luego este laico bautizó a los compañeros. De aquel primer núcleo se desarrolló una gran comunidad, que desde el comienzo y por cerca de un siglo sufrió violentas persecuciones, con miles de mártires. Por lo tanto, la Iglesia en Corea está fundada sobre la fe, sobre el compromiso misionero y sobre el martirio de los fieles laicos.

Los primeros cristianos coreanos se propusieron como modelo la comunidad apostólica de Jerusalén, practicando el amor fraterno que supera toda diferencia social. Por eso he alentado a los cristianos de hoy a que sean generosos en el compartir con los más pobres y los excluidos, según el Evangelio de Mateo en el capítulo 25: "Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo".

Queridos hermanos, en la historia de la fe en Corea se ve como Cristo no anula las culturas, no suprime el camino de los pueblos que a través de los siglos y los milenios buscan la verdad y practican el amor por Dios y el prójimo. Cristo no abroga lo que es bueno, sino que lo lleva adelante, lo lleva a cumplimiento.

En cambio, lo que Cristo combate y derrota es el maligno, que siembra cizaña entre hombre y hombre, entre pueblo y pueblo; que genera exclusión a causa de la idolatría del dinero: que siembra el veneno de la nada en los corazones de los jóvenes. Esto sí, Jesucristo lo ha combatido y lo ha vencido con su Sacrificio de amor. Y si nos quedamos con Él, en su amor, también nosotros como los mártires, podemos vivir y dar testimonio de su victoria. 

Con esta fe hemos rezado y también ahora rezamos para que todos los hijos de la tierra coreana, que sufren las consecuencias de guerras y divisiones, puedan cumplir un camino de fraternidad y de reconciliación. 

Este viaje ha sido iluminado por la fiesta de María Asunta al Cielo. Desde lo alto, donde reina con Cristo, la Madre de la Iglesia acompaña el camino del pueblo de Dios, sostiene los pasos más arduos, consuela a cuántos están en la prueba y tiene abierto el horizonte de la esperanza. Por su maternal intercesión, el Señor bendiga siempre al pueblo coreano, le done paz y prosperidad; y bendiga la Iglesia que vive en aquella tierra, para que sea siempre fecunda y llena de la alegría del Evangelio.

cope.es

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