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Hace unos días estuve en Sant Julià de Lòria, Andorra, invitado por el Obispado de la Seu d’Urgell, para hablar acerca de si es posible una economía del bien común. Y dije, claro, que sí, que es necesaria. La clave está, me parece, en la sociedad individualista en que vivimos, dominada por algo que en la economía convencional está muy arraigado: la idea de que las personas eligen sus fines de acuerdo con sus preferencias e intereses personales. ¿Y los demás? Bueno, mis relaciones con ellos están moderadas por la ley y, en todo caso, ya negociaré un acuerdo entre sus intereses y los míos. Porque -y esto es algo que también está muy aceptado en nuestras sociedades avanzadas- no hay bienes comunes que compartir: no sabemos si existen y, en todo caso, mejor que no existan porque eso violenta la libertad de elección de cada uno.
Por eso el concepto de bien común que hoy en día corre por ahí es, más bien, el del interés general, que no es sino la suma de los intereses individuales de los ciudadanos. Es decir, las acciones que se llevan a cabo son buenas si la suma de los bienes producidos es mayor que la de los males. Este es el principio utilitarista de la maximización del bienestar social, medido, habitualmente, por el producto interior bruto.
El interés común puede estar muy bien, pero nos ha llevado, en buena medida, a la compleja situación de nuestras economías post-crisis. La supuesta mayor eficiencia de la suma de intereses personales deja fuera todo lo que no sea mensurable en dinero, empezando por la misma esencia de las relaciones humanas, que no son solo contractuales y económicas (si no, pregunte a su madre cuánto cobraba por levantarse por las noches a darle agua, cuando usted era pequeño). La agregación de intereses solo alcanza a los que participan en la producción; los demás son solo cargas improductivas, que hay que sostener, a costa, claro, de la eficiencia. El reparto de los beneficios y cargas no aparece en el concepto de interés general. Y toda la amplia gama de conductas dirigidas a crear rentas y apropiarse de las rentas creadas queda fuera del modelo.
Es lógico, pues, que tengamos que prestar atención a algo que no sea el interés general. Y ahí aparece el concepto de bien común. Pero de esto hablaré otro día.
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