Santidad, desconozco si sé lo que es un milagro. A pesar de ello, me atrevo a decir que estoy asistiendo a un milagro: el hombre que hace seis meses era detenido como enemigo del Estado está hoy aquí como presidente de ese Estado para darle la bienvenida».
Con estas palabras recibía el presidente Václav Havel a Juan Pablo II en Praga, el 22 de abril 1990. Hacía tan solo cinco meses que había caído el Muro de Berlín y el Papa polaco aparecía como artífice fundamental de esa empresa histórica.
«Sin este Pontífice no se puede comprender lo que sucedió en Europa a finales de los años ochenta», dijo Gorbachov. Igualmente otros líderes como los ex presidentes de Estados Unidos George Bush y Bill Clinton, o el ex canciller alemán Helmut Kohl sostienen que el Papa polaco tuvo un papel decisivo en el final del comunismo y en la reunificación de Alemania. Con la primera visita a su país natal en 1979 y el apoyo al sindicato Solidaridad y a su líder Lech Walesa, Karol Wojtyla infundió aires de libertad: «No somos esclavos», gritó a sus compatriotas. Juan Pablo II tuvo la intuición fundamental de que Europa respira con dos pulmones: uno oriental, eslavo, y otro occidental. Ya en ese primer viaje a Polonia insistía en la dimensión unitaria de Europa, cuando el continente estaba rigurosamente dividido en dos mundos. Pudo ver ese sueño hecho realidad con la Unión Europea formada por 27 estados.
El Papa místico y misionero es también un hombre pragmático. Su posición equilibrada se la reconocía su adversario el general Jaruelski: «Camina sobre la tierra, pero al mismo tiempo tiene la cabeza sobre las nubes, dicho sea en el sentido positivo». El general Jaruzelski consideraba a Wojtyla un hombre de gran estatura: «Sin la Iglesia, sin el Papa, no logro imaginar que todos estos cambios puedan haber tenido lugar en Polonia».
Su grito más famoso, «no tengáis miedo», pronunciado en la inauguración de su pontificado, fue enseguida escuchado y seguido en su país. Dice su ex portavoz Joaquín Navarro-Valls que esa exhortación solo puede hacerla alguien que haya experimentado miedo y lo ha superado. Karol Wojtyla, hijo de la Polonia ocupada por los nazis y después por los comunistas, supo infundir coraje y su país terminó siendo una lanza clavada en el imperio soviético, preparando así el terreno para las revoluciones de terciopelo de 1989 en la Europa del Este. Fue una revolución política no violenta, un logro histórico impresionante.
Su victoria «política» sobre el comunismo dio nuevo empuje a Juan Pablo II en la predicación del Evangelio en su país y en todo el mundo. El Papa quería evitar que esos pueblos liberados del comunismo cayeran en nuevas formas de esclavitud, como el capitalismo salvaje. Abogado de la dignidad de la persona, Juan Pablo II defendió en sus continuos viajes los derechos humanos en las dictaduras del tercer mundo y combatió las pretensiones del neocapitalismo que se difundió tras la caída del Muro: «La derrota del comunismo —denunció con fuerza Karol Wojtyla— no justifica el dominio incontrolado del capital sobre los hombres y los pueblos».
«Hijos del mismo Dios»
En el fondo, todo el quehacer de Juan Pablo II emanaba de su profunda pasión por el ser humano como hijo de Dios, algo que demostró desde la infancia. Su gran amigo judío, Jerzy Kluger, me contó este significativo episodio: «Entré un día en la iglesia donde Karol Wojtyla ayudaba en la misa como monaguillo para darle la noticia de unas buenas notas de la escuela. Pero mi presencia como judío no agradó a una señora. Al final de la misa, Karol, que tenía diez años, se me acercó y disgustado me dijo:
«¿Pero esa señora no sabe que todos somos hijos del mismo Dios?».
Juan Pablo II fue el primer líder global. Tuvo la intuición de la globalización cuando ese término no era de uso común. Por ello, Wojtyla reinventó el papado, dándole una proyección planetaria. Sus 104 viajes internacionales son el reflejo de esa estrategia. Lejos del Vaticano va a encontrar en los cinco continentes a los desheredados y los intelectuales, los políticos y los jóvenes, los católicos y los seguidores de otras religiones. A veces suscitó críticas, disenso y contestaciones, pero Juan Pablo II llevó por el mundo sin desánimo su fuerte discurso sobre valores como la justicia, la solidaridad, la paz, la verdad…
Con Karol Wojtyla y su transformación del papado, el Pontífice de Roma se convierte en portavoz de los derechos humanos, «la más alta autoridad moral sobre la tierra», ha dicho Mijal Gorbachov, superando las fronteras geográficas, políticas y culturales.
La autoridad moral y credibilidad de Juan Pablo II tenía una raíz muy precisa: el misticismo y la intensa oración. Quien lo ha visto de cerca rezar, no podrá olvidar su recogimiento total en la búsqueda íntima de Dios. El propio Benedicto XVI ha confesado al historiador Andrea Riccardi, el biógrafo del Papa polaco: «Lo que me impresionó desde el inicio en Wojtyla era su carácter de hombre de oración. Esto me convenció mucho». Juan Pablo II era un Papa carismático y pastor, antes que un hombre de gobierno o político, aunque algunos de sus gestos tuvieran gran relevancia política. Enseñó a una generación que es inevitable afrontar el tema de Dios y que la fe es algo vivo y no un residuo del pasado. Un agnóstico como Indro Montanelli, el gran periodista italiano del siglo XX, me confesó en una entrevista:
«Juan Pablo II me invitó un día a comer en el Vaticano. Al final, me acompañó a la salida para despedirme. Cuando pasamos delante de su capilla privada, me cogió de la mano para rezar un padrenuestro por su madre y la mía, señalándole que sabía que yo me sentía muy ligado a mi madre como él a la suya. No soy creyente, aunque me gustaría creer, pero me emocioné y salí convencido de que Juan Pablo II era un santo al que le hubiera gustado morir en tierra de misión, lejos del Vaticano».
Historiadores y líderes políticos concuerdan en considerar que Juan Pablo II es el líder mundial más destacado de la segunda mitad del siglo XX. Por eso pudo lanzarse en empresas extraordinarias que ningún otro pontífice había imaginado. El solemne «mea culpa», pronunciado en San Pedro en el Jubileo del 2000, por los errores y horrores cometidos por la Iglesia católica a lo largo de los siglos, o la grandiosa asamblea de oración en Asís en 1986 con los jefes de las más variadas religiones, fueron dos hitos históricos de un Papa lleno de gestos con gran fuerza simbólica.
Juan Pablo II ha sido apreciado como un hombre de grandes simpatías humanas, de gran coraje, integridad y compasión. Logró proponerse como un hombre de cultura y de su tiempo, y al mismo tiempo como un hombre de Dios, el mayor testigo cristiano del siglo XX. Derribó muros físicos, políticos y económicos y construyó puentes entre los hombres, siendo el primer Papa en visitar una sinagoga y una mezquita, el primero en viajar a países de mayoría ortodoxa, primer pontífice también en entrar en iglesias anglicanas, luteranas y calvinistas, el primero, en fin, en visitar países en guerra.
Todo el mundo le rindió homenaje en sus exequias. Estados Unidos, la superpotencia contra la que predicó la necesidad del multilateralismo, estuvo representada por el presidente Bush Jr. y sus predecesores Bush padre y Clinton, y la secretaria de Estado Condoleeza Rice. La figura de Juan Pablo II es reconocida como una personalidad histórica de Occidente.
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