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lunes, 2 de julio de 2018

La dignidad de la persona: norma de la política y del derecho

     

   
Por Fernando Hurtado

                     Finalizada la segunda guerra mundial (1948) se proclamó la Declaración universal de los derechos humanos. Viendo la comunidad de las naciones la estrecha complicidad que había tenido el totalitarismo con el positivismo jurídico, había definido un conjunto de derechos inalienables de la persona humana que trascienden las leyes positivas de los Estados y que deben servirles de norma y referencia. Tales derechos no son simplemente concedidos por el legislador: son declarados, lo que significa que queda manifiesta su existencia objetiva, anterior a la decisión del legislador. En efecto se derivan del «reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana» (Preámbulo) (n.5).

            Sin embargo, con el paso de los años, los resultados no estuvieron a la altura de lo esperado. Algunos países los juzgaron como “demasiado occidentales” (lo cual ciertamente exige un nuevo modo de expresarlos), pero pronto comenzó una cierta propensión a multiplicar los derechos del hombre, a multiplicar los ámbitos de regulación en función de pretensiones utilitaristas o de reivindicaciones sectoriales o particulares, que al final terminó quitando valor a la declaración universal, y comenzó la gran reinterpretación de los derechos humanos separándolos de la dimensión ética y racional.
            Se buscó una ética minimalista, una ética mundial, que no tenía como referencia el tesoro de la experiencia humana, ni las grandes tradiciones filosóficas y religiosas, sino que tenía como meta una búsqueda inductiva basada en la más amplia de las mayorías, al consenso mínimo sobre una ética mínima que relativizaba las fuertes exigencias éticas de cada religión o sabiduría particular.
  Desde hace muchos decenios, algunos sectores de la cultura contemporánea han dejado de lado los fundamentos éticos del derecho y de la política, con la idea de que de que cualquier pretensión de una verdad objetiva universal sería fuente de intolerancia y de violencia. Sólo el relativismo podría pues salvaguardar la pluralidad de los valores y de la democracia. Y el orden se sustentaba cada vez más en un más extenso positivismo jurídico que evitaba referirse a criterios objetivos, ontológicos de lo que es justo.
          El horizonte del derecho sería entonces la ley que está en cada momento en vigor, que es considerada justa por definición, como lo sería su opuesta si se promulgase años después.
       De este modo se abría el camino a la arbitrariedad del poder, al dictado de una mayoría parlamentaria aritmética y de la manipulación ideológica –pues no hay ley aséptica- en detrimento del bien común. Con facilidad se convierten intereses en derechos.
                      Ya no se actúa en los legítimos límites que se desprenden de la dignidad de la persona humana y al servicio del desarrollo de lo que es auténticamente humano. 

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