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lunes, 28 de septiembre de 2015

Algunas preguntas sobre la familia (2)

Juan José Pérez-Soba y Stephen Kampowski


III. Divorciados “casados civilmente” o que viven en situación de una nueva convivencia

12. Por qué no se puede dar la absolución a un divorciado vuelto a casar y sí a los demás pecadores, ¿no es una discriminación?
Es un ejemplo de lo que hemos dicho anteriormente, no se puede nunca dar la absolución a un pecador que de hecho no esté arrepentido. El arrepentimiento verdadero no es un simple sentimiento de pena por lo que ha sucedido o por las consecuencias que se ha producido; es un rechazo de la acción pecaminosa de forma que deja de ser propia. Así el sacramento de la penitencia exige siempre una verdadera conversión: la aversión al pecado y la unión con Dios.
El pecado en el que incurre un divorciado al unirse sexualmente a otra persona fuera de su cónyuge, es el del adulterio, así lo califica Jesucristo en el Evangelio (Mt 19,9) y lo atestigua San Pablo a los discípulos (cfr. Rom 7,3). Arrepentirse de este pecado no es sólo dolerse de la ruptura realizada, que en algunos casos puede ser irreversible, sino el rechazar realmente en la actualidad una unión sexual pecaminosa, fuera de la consideración de si se es culpable o no de la ruptura de la primera relación. Si esto no se da, no hay margen para recibir la absolución, porque no se halla en condiciones adecuadas para ello. En este sentido, se ha de valorar adecuadamente la circunstancia particular de que el matrimonio constituye un “estado de vida”, es decir, en sí es una situación permanente que debe ser cambiada de algún modo para poder reconocer en el pecador la conversión necesaria. Sin el compromiso firme y comprobado de, al menos, no realizar actos de adulterio, no se puede absolver al pecador. Este es un punto que debe ser tenido en cuenta en cualquier proceso penitencial propuesto a estas personas.
13. Si la misericordia es el principio de toda la pastoral, ¿por qué limitarla con leyes de la Iglesia?
La ley moral es una indicación del mínimo a partir del cual una acción es siempre mala, por eso es un límite en el sentido de ayudar a que el hombre no se desvíe del camino de crecimiento moral. Por la objetividad propia de la ley, fundada en el objeto moral que está implicado en las acciones concretas, indica una comunicación positiva del bien con un alcance universal. En este sentido, más que un límite a la libertad, la ley es una ayuda a la misma para alcanzar su fin auténtico, amar. Es en este significado, por la conexión entre la ley, la libertad y el amor, donde la misericordia armoniza plenamente con la ley moral.
La formulación adecuada de las leyes morales evita la arbitrariedad de quien quiere sobreponer su voluntad a los demás, lo cual acaba siempre en una injusticia. De hecho, es algo usual que quien se salta las leyes de la autoridad, suele imponer luego las suyas a los demás. La Iglesia ayuda a sus fieles a discernir su camino moral con una enseñanza autorizada de aquello que corresponde a la ley natural como una responsabilidad propia de guiar a los cristianos a la salvación dada por Dios. A partir de ella propone leyes eclesiales con la intención de especificar cómo respetar en las circunstancias actuales los bienes morales implicados.
14. Si la misericordia consiste en curar las heridas de las personas, ¿por qué no aplicarlo a los divorciados?
La misericordia nos permite como al Buen Samaritano “ver con el corazón”, esto es, descubrir las auténticas heridas y untarnos con el aceite verdadero que las puede curar. En eso la distinguíamos de la sola compasión, que no cura. Es esencial entonces curar las heridas de los divorciados. La misericordia nos permite ver así que todo divorcio es una herida, tanto en el que ofende, por romper un compromiso culpablemente; como en el que es ofendido que sufre esa injusticia. Es falsa la pretendida visión romántica de que se puede “empezar de cero” si aparece otro afecto intenso que haga olvidar o desaparecer todos los anteriores. Quien tras el divorcio busca una nueva unión hace todavía más profunda la herida pues pretende taparla y le es más difícil de reconocer.
Por eso mismo, lo primero a lo que obliga la misericordia es a reconocer que se está herido. Desde un punto de vista pastoral para curar, no basta nunca un cambio de norma, pensando que con ello se soluciona el problema, sino un cambio real de corazón capaz de encontrar el sentido profundo a los dones recibidos de Dios. En la persona ofendida, la misericordia le hace capaz de perdonar, que es el modo más divino de reconocer que sigue existiendo un vínculo basado en el perdón de Dios que permanece. En la persona culpable, la misericordia cura su infidelidad para que pueda ser fiel a la Alianza que Dios ha sellado con su amor, con los cambios que sean precisos para ello.
Toda curación requiere un tiempo, esto es lo que se llama ley de la gradualidad, ya que normalmente es poco a poco como una persona llega a “ver con el corazón” la plenitud de exigencia de la misericordia. Esto reclama el acompañamiento en un proceso a partir de esta medida divina. Es lo contrario de una gradualidad de la ley, que sin tener en cuenta el movimiento conversivo de la misericordia, quiere adaptar la ley a las supuestas capacidades de la persona sin contar con la gracia, en una pura medida humana.

IV. La ley canónica y la flexibilidad

15. Si las personas son irrepetibles, y las leyes genéricas, ¿por qué no aplicar la epikeia en casos concretos de divorciados vueltos a casar?
Toda persona es única, y también son únicas las relaciones personales esenciales para que descubra su identidad. Son los vínculos de amor que toda persona establece para poder alcanzar una vida plena y que se sostienen en la objetividad de determinados bienes. Sin la fidelidad a estos vínculos, la persona pierde su identidad moral y su camino de plenitud.
La ley moral se fundamenta en la comprensión de la verdad del bien que permite comunicar objetivamente a las personas y conforma la identidad de esos vínculos personales como es la paternidad, la filiación, la amistad, la esponsalidad, la cooperación, la solidaridad. Sin estos bienes relacionales la vida del hombre se deshumaniza gravemente.
La epikeia es la virtud de encontrar excepciones a una ley por considerar que la intención del legislador no la quería aplicar a un caso concreto a pesar de la letra de la ley. De aquí se desprende inmediatamente que no puede aplicarse la epikeia a la ley natural, porque ésta es universal, pero dentro de la comunicación del bien de la acción humana concreta. Las pretendidas excepciones de la ley natural remiten a una idea de un Dios arbitrario que beneficia a unos y exige a otros.
La ley moral propia del matrimonio pertenece a la ley natural, tiene una universalidad evidente por estar arraigada en “la naturaleza de la persona y de sus actos” (GS 51). No hay cabida a la epikeia en el caso del divorcio, quien en esta situación se casa con otro cónyuge, en todos los casos, adultera. No hay excepciones a “no adulterarás”, como no hay excepciones a “no matarás”.
16. ¿Por qué tantas leyes para el matrimonio, que es una cuestión de amor? ¿No es el Derecho Canónico algo contrario al espíritu de una pastoral de la misericordia que es flexible por naturaleza?
El amor en cuanto personal es fuente de vínculos estables que fundan obligaciones, basadas en relaciones de justicia. Por ello, el amor exige para ser verdadero el cumplimiento de la justicia. El amor esponsal que funda el matrimonio es el que explica sus características en cuanto institución, que por su carácter objetivo y universal, no dependen de los avatares propios de los afectos humanos, sino de la verdad del bien implicado.
El Derecho Canónico matrimonial es expresión de los bienes de justicia que pertenecen a esta institución querida por Dios y los defiende. El recto derecho es el modo de defender la posición de los más débiles respecto de la de los más poderosos, y esto mismo pone al derecho en la línea de la misericordia.
La defensa real de dichos derechos no es contraria a una flexibilidad y creatividad en el amor conyugal, que es esencial para la superación de los distintos problemas que pueden surgir y para el crecimiento del mismo. Esto es lo que se denomina dimensión pastoral del Derecho Canónico.
17. ¿Qué pasa cuando un divorciado vuelto a casar piensa en conciencia que su primer matrimonio no fue válido?
Por su misma naturaleza, objetiva y jurídica, el matrimonio como institución es una realidad social. Por ello, si bien es una cuestión de conciencia, ya que implica a toda la persona, no se reduce a ella, pues emerge de una relación interpersonal que comunica con otra persona. La propia convicción de la invalidez del matrimonio no puede considerarse como un dato definitivo para sentenciar su inexistencia, ha de someterse al juicio de quien en la Iglesia representa la autoridad también respecto del matrimonio.
Es un punto esencial para la comprensión de esta dimensión social superar la privatización del matrimonio, de la libertad y del amor, que no son sino consecuencias de la privatización de la conciencia, que se interpreta a modo de un juicio solipsista, puramente autorreferencial, que absolutiza su juicio frente al de cualquier otra persona.
En el caso de tener serias dudas respecto de la validez del primer matrimonio, se ha de resolver esa duda, acudiendo a personas expertas que aconsejen bien y al juicio de los tribunales eclesiásticos de la Iglesia. Lejos de dejarlo todo al arbitrio de la sola conciencia individual, se acompaña así a la persona en un discernimiento eclesial como corresponde a una realidad social y no privada como es el matrimonio.

V. Indisolubilidad del matrimonio: justicia y misericordia

18. ¿Qué significa que el matrimonio es un sacramento, si es algo natural que el hombre y la mujer se unan de modo estable con la intención de fundar una familia?
Significa que en el matrimonio se da una especial manifestación del plan de Dios sobre el hombre, en la medida en que se revela y se realiza mediante el amor humano de un hombre y una mujer. Este amor se manifiesta a sí mismo en su valor único, en cuanto exclusivo, para siempre, abierto a la vida. En él el hombre descubre una presencia trascendente que supera con mucho un mero acuerdo de voluntades. Esta dimensión de trascendencia que corresponde de forma natural al amor esponsal, está radicalmente abierta a una revelación más profunda de la presencia real del Amor de Dios en este amor humano.
El Amor de Dios hacia su pueblo ha sido presentado por los profetas como un amor esponsal en vistas de una Nueva Alianza definitiva e indestructible (cfr. p.ej. Ez 16). Es la que ha realizado Jesucristo con la entrega de su cuerpo en la Cruz para unirse eucarísticamente a su Iglesia en “una carne”. Es lo que los esposos cristianos significan y realizan con su propia entrega exclusiva e indisoluble (cfr. Ef 5,32). Se trata, por tanto, de un don de Dios que nace de dentro del amor que hace entregarse el uno al otro y confirma en una nueva dimensión el vínculo que el amor natural hombre significa por sí mismo.
Creer en la carne de Cristo (cfr. 2 Jn 7) exige así creer en la gracia del sacramento del matrimonio como unión indisoluble, es una expresión de gracia y no un problema al que encontrar excepciones. Posiblemente, la secularización del matrimonio ha sido el peor ataque a la naturaleza misma de esta unión. Comenzó con la negación de Lutero a su significado sacramental, y continuó con la “invención” de un matrimonio civil sin referencia alguna a la trascendencia que es algo distinto y contrario al “matrimonio natural”.
19. Por qué el matrimonio puede ser indisoluble si el amor es algo sujeto a tantas variaciones. ¿Qué significa la indisolubilidad cuando ha “muerto el amor”?
El matrimonio es naturalmente indisoluble porque el amor esponsal, el que se prometen los esposos, está dirigido a la persona y su capacidad de amar y no a sus cualidades que son las que pueden variar. Por eso el “para siempre” de esa promesa contiene un profundo sentido humano que va más allá de las emociones y los sentimientos y constituye y asegura un vínculo entre los esposos que en sí mismo es permanente hasta la muerte.
El “amor romántico” es el que puede morir, y de hecho muere en tantas ocasiones, pero eso no tiene que ver con la permanencia en el amor conyugal que es signo de su verdad. Curar a las personas de la debilidad del amor romántico es necesario para que descubran el amor como una fuente en el que regenerar las relaciones.
A pesar de la enorme fuerza del amor humano en su apertura a la trascendencia, se comprende que por la debilidad de pecado, la “dureza de corazón” (Mt 19,8), se pueden dar situaciones en las que se hace humanamente imposible seguir viviendo la convivencia que ese amor implica. Es allí donde aparece la fuerza de Cristo, de un “amor crucificado” (San Ignacio de Antioquía) que en el bautizado implica que “es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20), por lo que podemos participar de la misericordia de su corazón que “si somos infieles, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo” (2 Tim 2,13). Así lo vivimos en el bautismo que permanece para siempre aunque seamos infieles, es una verdad de un don irrevocable del amor de Dios en nosotros. El amor de Dios permanece en el misterio de su donación aun cuando los actos del hombre lo quieran “matar”.
Cuando el matrimonio alcanza su plena significación sacramental de ser “una carne” en Cristo (matrimonio rato y consumado) participa de tal modo del don del amor de Dios que significa esa Alianza irreversible de Dios aunque el hombre sea infiel a ese amor. Cuenta siempre con el don de la gracia, que le permitirá vivir de acuerdo con las exigencias a la fidelidad a ese amor, por la promesa de Cristo, que es fiel.
20. Ante una separación irreversible, ¿no es inhumano obligar a las personas a vivir solas sin posibilidad de “rehacer su vida”? ¿No podría la autoridad eclesial disolver el vínculo como hace con religiosos y sacerdotes?
“Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6). Es una exigencia tan fuerte que a los mismos discípulos les parecía excesiva: “Si esa es la situación del hombre con la mujer no trae cuenta casarse” (Mt 19,10). Sólo comprenden la profunda verdad que encierran las palabras de Cristo “los que han recibido ese don” (Mt 19,11). Es el don de la misericordia divina que cura la dureza de corazón para que sean capaces de vivir en Cristo su matrimonio.
Esto significa siempre “rehacer” la vida, pero desde la verdad de la propia existencia, pues “quien se casa con otra, comete adulterio” (Mt 19,9). Se trata de la “vida escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3), una vida según el don de la gracia que participa de la fidelidad de Cristo ante la infidelidad de los hombres. Es la que hace posible vivir la fidelidad en situaciones difíciles, también dentro del matrimonio, como es una continencia prolongada por enfermedad.
La prohibición de una nueva unión, es el testimonio de una fidelidad nueva que sólo Cristo hace posible. Los que permanecen fieles a su vínculo matrimonial en el difícil estado de separación irreversible de su cónyuge son eminentes testigos de la verdad del Amor de Dios en este mundo. Necesitan para ello un apoyo y reconocimiento de la comunidad cristiana para que comprendan que Dios no los abandona a la soledad.
La Iglesia, por tratarse de la verdad de un vínculo sacramental que recibe de Cristo, no tiene sobre la indisolubilidad del matrimonio plenamente sacramental otro poder que el de administrarla, no puede disolver “lo que Dios ha unido”. En cambio sí puede revocar lo que la Iglesia ha recibido como son los votos religiosos o las promesas sacerdotales que dependen de la autoridad eclesial y pueden ser levantadas por motivos graves. No así el sacramento del sacerdocio que permanece para siempre aunque el sacerdote sea infiel al don recibido e incluso apostate y pierda la fe, será “sacerdote para la eternidad” (Heb 5,6) y la Iglesia no puede nunca quitarle su sacerdocio.

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