(fragmento de un libro de Fernando Hurtado, en
proceso de publicación)
3. La
afectividad y su efecto modulador.
La afectividad, como
cada componente de la sexualidad, es muy decisiva; pero quizá éste sea el que
internamente determine más la diferenciación y la complementariedad entre varón
y mujer.
La
afectividad experimenta cambios grandes, a veces bruscos, a lo largo de la vida. En la pubertad,
despierta con fuerza y de manera un tanto asincrónica en chicos y chicas.
En
estado más puro, a esas edades, se encuentra en la mujer. Por esto la hace
madurar más, hasta el punto que marca en ella el fin de la infancia. Mientras,
en el varón, la afectividad hacia la mujer adviene más tarde y de modo más
pobre, señalando un desfase entre chico y chica, a igualdad de edades.
Además,
en el varón aparece al mismo tiempo que una fuerte carga de sensualidad hacia
la mujer, lo que puede reducir, incluso a niveles mínimos, el plano afectivo.
3.1. Un desahogo por la defensa social de la
afectividad. Activismo gay y permisividad del Estado.
Por
todo esto, me parece que es de ingenuos pretender igualar al hombre y a la
mujer en cuanto al desarrollo de la sexualidad, porque antropológicamente no se
puede conseguir. A esas edades se corre incluso el peligro de alterar el
desarrollo de la afectividad, y por tanto de la personalidad, sobre todo en
chicos.
Los
errores en la formación y educación de la afectividad, por igualamiento entre
varón y mujer, pueden incluso ser inductores de la homosexualidad a algunos
chicos. La situación es conocida y a
veces aprovechada en el lobby gay
para ganar adeptos, sobre todo en las aulas de secundaria. Así, se procura que
se estabilicen como identidades distintas
lo que comenzó a ser sólo alteraciones temporales en la identidad afectiva, por
otro lado nada excepcionales hasta los 10-12 años por darse una cierta
indefinición en casi todos los varones. Estos fenómenos, relativamente
frecuentes, se están ignorando cobardemente por parte de muchos psicólogos y
médicos psiquiatras, violentados también por la presión mediática que ejerce el
famoso lobby, y provocan funestas
consecuencias en varones de esas edades. Con los años se les pasará factura por
su comportamiento, como se les pasó a los jueces condenados en Núremberg por
colaboracionismo con Hitler.
Al
contrario, se debe respetar, incluso fomentar, las diferencias psicológicas
entre chicos y chicas, sin enfrentamientos ni evaluaciones de superioridad
o inferioridad entre géneros, que
parecen gustar tanto. Lo que es distinto se debe tratar de manera distinta. Los
cuerpos del varón y la mujer son distintos, pero más diferentes aún son las
personas por su afectividad, y resaltar
la diferenciación entre ellos, es hacer justicia a la verdad. No sólo no se les
separa sino que es el modo mejor para que a su tiempo puedan fácilmente encontrarse y complementarse. Y esto no tiene
nada que ver con machismos ni feminismos, que en realidad suponen deformaciones
de la personalidad.
Buena
parte de la distinción de roles no es
fruto de prejuicios heredados del pasado –algunos, sí-. Aparecen en
buena parte de las culturas del mundo, sin que previamente hayan estado
relacionadas o se hayan influido. Enunciemos un a modo de principio
antropológico de sentido común: las
diferencias naturales no separan, enriquecen, y hacen más eficaces proyectos de
vida comunes.
Indudablemente,
la escuela oficial de la afectividad
es la familia y su entorno; nunca, el Estado. Y no olvidemos que la
socialdemocracia –Europa ha sido y es gobernada por regímenes socialdemócratas
en los últimos 40 años, aunque no empleen esa nomenclatura- heredó del marxismo
y del socialismo, querer controlar desde
el Estado la educación de las personas.
Es
intención obsesiva de la que a sí misma se llama política no manipulada y libre de prejuicios el ir contra la vida, el matrimonio y la
familia, pilares de la sociedad y de la humanidad. La familia es el ámbito en
que la persona no es considerada bajo ningún sentido utilitarista, donde
predomina lo afectivo, donde se aprecia y valora a las personas, no en cuanto a
lo que tienen, sino en cuanto a lo que son[1].
Su clave es la afectividad natural y congénita entre padres, madres e hijos,
hermanos y hermanas desde pequeños, y en todas las direcciones; también, primos
y primas, amigos y amigas, de unos y de otros…
3.2. Cuándo y cómo la persona es capaz del amor.
A
veces se piensa que el amor
comienza por el atractivo físico del
cuerpo; se cree que eso es lo primero que acerca a las personas, e inicia el
proceso amoroso. A mi juicio no puede ser más equivocado.
El atractivo físico que mutuamente sienten
varón y mujer es general, o genérico, como quiera decirse, en una primera fase.
Es decir, a un chico le pueden gustar casi
todas las chicas; la chica
sigue siendo más restrictiva.
Es
más, se puede decir que la chica top,
la superguapa, la superwoman, la de tipo perfecto, gusta a todos, pero no precisamente desde la
interioridad. Es decir, tiene casi todos los números para no atraer a ninguno
desde el punto de vista del afecto y de la ternura, aunque pueda figurar en
miles de sueños o pensamientos sensuales o eróticos. En vez de pensar que todos
están enamorados de ella, sería más exacto concluir que gusta físicamente a
todos, por la presión que ejercen sus
valores sexuales.
Para
que el cuerpo no robe protagonismo a la personalidad, la sabiduría popular ha
considerado más prudente velarlo –no esconderlo- que mostrarlo demasiado, para que
resplandezcan junto a él valores más perfectos y complejos, como la belleza
personal, el mundo interior de los afectos, que es el elemento más activo en el
nacimiento del amor, porque repercute, y participa al mismo tiempo, en la
materialidad y en la espiritualidad del ser.
Si
se es varón, al ver a una chica, al conversar con ella, o cuando nos atiende en
una tienda o despacho, se da siempre la percepción de su feminidad, que toca
más o menos intensamente las cuerdas de su sensibilidad; si se es varón, se
suele estar más agusto con una chica que con un chico. Y viceversa.
Son
manifestaciones de la afectividad, que llenan la mayor parte de las cosas
sencillas y valiosas de esta vida. Ese agrado que la acompaña nace de una
percepción externa e interna de la otra persona en su ser distinto. La
afectividad genera “un cierto agrado”, sólo por ser de distinto sexo. Eso, en
un primer momento; porque alcanzará niveles cada vez más altos si se la conduce
hasta el amor, hasta un amor.
He
escrito un amor, porque la
afectividad de la que hablamos, como hemos dicho antes, es genérica, por lo que
no se ha de confundir con el amor que se experimenta si se concentra hacia una
persona concreta y única. Concreta significa que está
individualizada, que es conocida. Única quiere decir que cuando un chico se
enamora de una chica, ya no siente el movimiento del amor hacia otras: se rompe en él de modo
natural, y resulta imposible que en esas condiciones pueda enamorarse de otras.
De igual manera, nadie está enamorado de dos o tres chicos…: más bien, habría
que decir en esos casos que la persona se encuentra en un momento inicial,
todavía muy pobre, del afecto, en el que no hay enamoramiento alguno.
Quizá
ahora se entienda mejor que, como la afectividad participa de la interioridad,
la inclinación sensual que puede despertar la presentación provocativa del
cuerpo puede que sea la única fuerza capaz de neutralizar los verdaderos
sentimientos que conducen al amor. Es decir, no sólo no los aumenta, sino que
tiende a rebajarlos, si no a eliminarlos. La experiencia común nos lo demuestra
constantemente: a veces parece lo más normal romper con un chico, y con otro, y
con otro… No ha habido amor. ¿Lo habrá
para esa chica o ese chico algún día? Sí, pero no por ese camino.
Defiendo,
pues, que un hombre no llegará a enamorarse de una mujer porque le haya llamado
la atención su cuerpo. Una chica, por la presentación menos velada de sus
valores sexuales, en los trasiegos del trabajo, en los desplazamientos por la
ciudad puede haber despertado en un mismo día ese mismo interés en cientos de
varones, incluso en miles; o en todos. Pero no puede llamarse afecto lo que ha
motivado; el afecto es otra cosa y se despierta de otros modos.
3.3. Sentir la personalidad y la presencia del
otro.
La
afectividad es lo que más inhiere a nivel existencial en las relaciones
varón-mujer. Supone dos modos distintos de apreciarse, de valorarse, de sentir
la personalidad y la presencia “del otro”,
“al otro”. También, esa afectividad diversa, permite ver la realidad, las cosas y las personas,
como desde dos ángulos que se completan en el contraste, sin oponerse: la afectividad enriquece
poderosamente la valoración que hace la razón, porque la hace actuar con más
perfección. Por eso, la afectividad no sólo no es ciega, sino que es de lo más
calibradora interna y externamente que se pueda pensar.
La
afectividad tiende a expresarse en el trato, en la mirada, al atenderse y
escucharse, al dialogar, etc. Ya he dicho más de una vez, que se da una
tendencia innata a que la mujer y el varón se caigan muy bien, y se lleven muy
bien. Que nunca se olvide. A cada uno, cada una, le agrada cómo se presenta y es la otra, el otro.
Resumiendo,
la afectividad hace nacer un feeling de esencia antropológica, por
tanto de mucha calidad, y natural, que lleva a entender de un modo sabio que el
uno es para el otro, y de que se necesitan ambos en la vida para alcanzar cada
uno su fin. La sociedad será más o menos perfecta en la medida en que se
aprecien los valores masculinos y femeninos en todos los ámbitos, pero
especialmente en el de la afectividad.
La
concentración de la afectividad de una mujer sobre un varón –y viceversa- hará
que los dos vivan una vida buena y lograda, plenamente humana. Tendremos
entonces esa pareja natural y concreta
que se enamora sin necesidad de mucho trato, en la que reina la sinceridad, y
un perfecto conocimiento, surgida de dos afinidades que han ido
complementándose mutuamente.
Esa
compatibilidad afectiva da, desde el primer momento, una gran facilidad para
compartir, que es el modo como consigue enriquecerse el ser humano. Comparte el
tiempo, las conversaciones, los pensamientos y los sentimientos. Y más, mucho
más: alcanza a compartir el ser, la
existencia, el mismo proyecto de vida. Y acontece que se vive la misma vida y
existencia no de modo accidental, sino definitivo, durante el tiempo que dure.
De esa calidad son las decisiones del amor entre el varón y la mujer.
3.4 Sentido de la vida y vida con sentido.
Como
se recogió anteriormente, se narra en el libro del Génesis que Dios concedió
a Adán conocer y dar nombre a los demás
seres. Al concluir, se sintió en cierto modo desilusionado porque no había
encontrado a ningún ser semejante a él, que le ofreciera compañía, con el que
relacionarse y establecer una relación de amistad (sabía que estaba capacitado
para amar). Y experimentó una soledad que
le impedía comprender el sentido de su
vida.
Esta
soledad no viene dada sólo porque no existieran otras criaturas exactamente
iguales a él (Dios podría haber creado muchos varones o sólo varones), sino
porque falta una criatura semejante y al mismo tiempo distinta a él, a la que
no conoce porque no la ha visto, pero que intuye que le es necesaria para
amarla, completar y compartir su vida. El ser humano había sido creado en un
primer momento sólo en una de las posibilidades de su personalidad, en la masculinidad[2].
Adán
siente la tendencia afectiva y no encuentra el sujeto a quien dirigirla. Las
mismas palabras de Dios darán la explicación: No es bueno que el hombre esté sólo. Voy a hacerse una ayuda adecuada[3].
El varón, en líneas generales, para que pueda realizarse plenamente, necesita
de la mujer. Cuando Dios crea a Eva y la
coloca ante él, Adán siente alegría, y percibe una plenitud que le saca de la tristeza de la soledad. Esta sí que es hueso de mis huesos y carne
de mi carne[4],
exclama.
Hombre y mujer los creó[5]. El varón, la mujer,
cualquier hombre en el que no medie una llamada vocacional de Dios a un amor
exclusivo hacia Él, ha sido pensado de
modo general por el Creador para que viva en unión complementaria con un varón
o con una mujer, según cada caso. Abandonará el varón a su padre y a su madre,
y se unirá a su mujer [6].
Vivir en soledad no es bueno[7]
para el ser humano; no es bueno para
la persona singular; no es bueno para
la naturaleza humana; no es bueno
para la sociedad. Una pretendida independencia entre los hombres y las mujeres,
como si no se diferenciaran, ni se necesitaran el uno al otro, resultaría
artificial, falsa y dañina.
Si
no se diera, o se trivializara, la afectividad, el género humano se haría
tremendamente infeliz. Hasta resultaría fraudulenta la unión sexual, porque
sólo comportaría una relación física placentera, derivada del uso de los
cuerpos. Si se diera el caso de que se empobreciera, en general, la afectividad
entre varón y mujer, habría que hablar de agentes inductores que impiden su
desarrollo normal, porque la naturaleza del hombre y de la mujer sanos no tienden a esa neutralidad.
También,
en otro tiempo, significó un grave mal la consideración eminentemente
reproductiva de la sexualidad[8]:
buscar la unión sexual con la exclusiva, o casi única y primordial finalidad de
tener hijos. No se pensaba en el alcance afectivo del acto matrimonial. Cuántas
mujeres fueron sometidas, en cierto sentido, a ese tipo de concepción
naturalista, y a ese tipo de vida. Concebir hijos era “un deber”, y con esa
idea exclusiva de deber, se empobrecía la sexualidad privándola del gozo de la
afectividad; o se la consideraba como marginal. Y nunca es marginal, es lo más
importante y valioso, y lo que hace también que se deseen con amor y por amor
los hijos, de manera generosa.
En
otros casos, se atribuyó al matrimonio una propiedad también “menos clara” en
cuanto a su significado. El matrimonio,
como remedio de la concupiscencia[9].
Como si el acto conyugal tuviera un carácter pecaminoso siempre o casi
siempre…, que por la generación de los hijos se pudiera justificar.
Con
esas consideraciones imperfectas, y antropológicamente inexactas o erróneas,
fácilmente se deducía y se derivaba una concepción utilitarista de la mujer en
otro sentido –tenían como tarea fundamental dar hijos al mundo-, y aunque
camuflada en tan aparentemente alto fin, se la sometía a una función reproductora, en un acto
conyugal realizado de modo deficiente, incluso vejatoriamente, por parte del
varón, que como se comentaba tantas veces iba
a lo suyo.
Cuando
se materializa a la persona, se pierde casi completamente la afectividad. Por
esto, lo humano y lo espiritual no deben
tener nunca un sentido utilitario; tienen un sentido propio, en sí mismo supra-utilitario,
personal, y hay que respetarlo. [10]
La
afectividad no sólo procura que la valoración de la persona del otro sexo sea,
por decirlo de algún modo, particular, especial. No sólo eso. La afectividad es
lo que permite que la persona del otro sexo tenga para su partner auténtica dignidad y valor. Si no, no.
Se
puede asegurar, sin metáforas, que quien puede
valorar con autenticidad, de la manera más exacta y adecuada, la
naturaleza de la mujer es el varón; y viceversa. Y eso, fundamentalmente por la
afectividad, no por otro motivo. Ciertamente que la afectividad diferenciada
conlleva una corporeidad diversa, pero para que se dé la individuación que
conducirá al amor entre hombre y mujer, sentado el presupuesto corporal, lo
principal es la afectividad.
3.5. Algo de lo más importante ya está dicho.
Lo que acabamos de exponer es quizá lo más
importante que teníamos que decir en la consideración del elemento afectivo, aunque no agotemos su
riqueza, ni mucho menos. Por la afectividad distinta, y cuidada, un varón y una
mujer se conocerán y amarán bien e ilimitadamente, como Dios desea. Y
estarán entonces en condiciones de
reconocer su llamada a la paternidad y a la maternidad, el uno a través del
otro.
Afectos
diferentes, complementarios. Detalles que significan mucho para la mujer,
parece que importen menos al varón. Esto significa que debe darse una
adaptación, como en el caso de la sensualidad, del uno al otro; y que no se
debe tener como más perfecto uno de los modos de afectividad: el encuentro y
aceptación de las dos afectividades, es lo único que las lleva a la perfección.
En
líneas generales podría decirse que la mujer actúa más teniendo en cuenta la
afectividad, mientras que el varón es más racional. No supone ningún obstáculo,
pues esa diferencia no está a favor o en contra de ninguno de los dos, sino que
redunda en el bien mutuo.
Es
una pena que, por falta de una adecuada educación en estos valores, para
algunos resulte tan difícil, por no decir imposible, entenderse, y llegar a
amarse.
3.5.1 Diversidad en la afectividad.
Al
igual que hemos afirmado que la sensualidad o reacción ante el cuerpo de sexo
contrario es más fuerte en el varón que en la mujer, ahora hemos de decir lo
contrario: la afectividad de la mujer, en líneas generales, es más elevada y rica que la del varón.
La
afectividad más limitada del varón, lleva a éste a un uso más acentuado y
peculiar de la razón. Y a la mujer, a connotaciones que afectan al orden de la
voluntad, tanto en su acto de dominio sobre las demás potencias (más constancia
y perseverancia), como en la capacidad de amar.
Esta
situación no entraña riesgos, siempre que no toque los extremos, que son dos:
el predominio de una razón sin afectividad, una razón fría y simple; o el
predominio de una afectividad sin apoyos en la razón, que produce fácilmente la alteración del
pensamiento, sobre todo en la valoración de la realidad y en la toma de las
decisiones vitales, nublado quizá por un excesivo sentimentalismo, lo que hace
que la razón y las decisiones sean a veces poco racionales, en el sentido de
razonables.
Son
los riesgos. Si hay un buen
entrelazamiento entre las afectividades del uno y del otro, se evita esto y se
consigue un gran enriquecimiento en la complementación. Al sumarse razón y sentimientos, se actúa del
modo más humano y eficaz. En el hombre
crecerá su afectividad propia y aprenderá a ser más atento en el trato
con la mujer (madre, hermana, novia, esposa, hija, amiga, vendedora, etc.) y
con el varón, con todas las personas, percibiendo matices de la diversidad de
personalidades que antes no captaba. Y la mujer, será influida por su
afectividad al varón para configurarla de modo que influya más y se manifieste
en la vida concreta y mejoren las posibilidades de juicio certero, sin rebajar
la influencia de la sensibilidad.
3.5.2. Conocimiento por medio de la afectividad.
La
afectividad permite en primer lugar, sobre todo a la mujer, encontrar con
relativa facilidad en la dimensión física de su cuerpo su ser esponsal y
maternal. Al percibir menos la sensualidad corporal, advierte mejor los
diversos ámbitos que se ven implicados en sus atributos sexuales. Esta
consideración la lleva a una natural modestia, también porque, en sentido
propio, la mujer no “espera sólo a los chicos”, espera sobre todo a “un chico”:
espera al chico-esposo, al chico-padre de sus hijos. Es decir al hombre que
reúna las condiciones que a ella le parecen idóneas para la paternidad, para su
maternidad. A ése quiere conocer, de ése es de quien espera enamorarse. Así me
lo manifestaba una chica:
-Yo
no busco novio; ¡busco marido!
Ciertamente
la mujer es consciente de su mayor perfección y belleza físicas respecto al
varón. Sabe que éste se le puede presentar rendido,
pero no es natural en ella aprovecharse
del componente sensual. Es más fácil que caiga, sin embargo, en el peligro de
la búsqueda de aprobación por los demás, o se deslice por el camino de la
vanidad ante la admiración y atención que provocan sus atributos y su belleza,
adornados por una prácticamente
ilimitada variedad y surtido de vestuario.
¿Me
miran, se fijan?; ¿qué piensan de mí?; ¿cómo voy con esto?; ¿de éste modo, cómo
me ven?; ¿agrado?, ¿desagrado? Es lógico que se pregunte estas cosas, pero
tampoco es extraño que esas inquietudes puedan darse de manera impulsiva y
obsesiva, y la centren en sí misma; o, mejor dicho, se descentre como mujer. Si lleva un vestido que
muestra y sugiere vivamente los valores sexuales, sabe que su presencia no
resulta indiferente, no es extraño que su mente se concentre en la reacción que
está provocando en los demás. ¡Qué…
poder! Ella, así, no pasa inadvertida ¡para nadie…! Y eso tira fuerte.
Este
comportamiento afectivo sensual en la mujer, ciertamente es en parte de
carácter espiritual (humano, inmaterial: no sobrenatural o religioso),
arteramente espiritual. En el varón –ya lo hemos afirmado varias veces- no
despertará ningún carácter afectivo, sino exclusivamente sensual y utilitario.
La
afectividad de la mujer, que le lleva a remodelar su sensualidad, podría
inducirle a pensar que el hombre es igual de afectuoso y sentimental como lo es
ella; o que siente hacia ella, de modo habitual, idéntica reacción que ella
siente hacia el varón, así de entrada.
¡No, no!: ¡eso no sucede prácticamente nunca!
Aunque
piense que va atractiva, o bohemia, o guapa, la atención fuerte por el cuerpo
mostrado, el impulso hacia los valores sexuales, es lo que origina y llama,
sobre todo, el interés del varón.
No
se da la afectividad cuando se ha perdido el rostro; y sin rostro -sin persona, ni personalidad- no hay sentimientos.
El
chico no experimenta ante un cuerpo
provocativo ningún sentimiento personal afectuoso; se pierde en el abismo de lo
instintivo.
3.5.3. Perfección de la afectividad femenina.
Muchos
estímulos hacen crecer la afectividad de la mujer, dándole esa personalidad tan
valiosa, tan absolutamente necesaria
hasta en el anonimato que presentan las calles.
Aprecia
mucho que el chico sea viril, que no está tanto en una perfección física
muscular –aunque también cuente para ella-, sino en un carácter decidido,
valiente y seguro; que presente sensibilidad en su contemplación y en sus
observaciones; que posea riqueza de valores humanos: la nobleza, la
generosidad, la veracidad, la bondad; y la sencillez y la naturalidad, la delicadeza.
Y,
aunque parezca increíble, después de todo lo dicho, lo que más agrada a la
mujer es que el varón la valore por su riqueza espiritual, es decir por su
personalidad. Para ella, en el fondo, resulta inconcebible llegar a enamorarse
de quién sabe que lo tiene “conquistado”
por su físico.
3.5.4. Y lo más preciado.
Desde
muy niña, su afectividad se enriquece de una manera particular por su tendencia
a la maternidad; algo en lo que el varón lleva desventaja.
Las
niñas estrenan su inclinación maternal
con muñecas y carricoches. El niño, desde pequeño, abomina de muñecos, los desprecia instintivamente, salvo que
vayan con atuendo guerrero, de soldados. Al igual que la niña -de manera
instintiva-, no quiere saber de armas o
camiones como juguetes.
Esto
es claro e iluminador. En un estudio científico que se hizo en Noruega[11]
sobre niños y niñas con disfunciones orgánicas genitales, hasta el punto de ser
difícilmente identificables en su sexo, uno de los métodos exitosos para
distinguirlos era por su tendencia o aversión a determinados juguetes.
La
mujer, ya desde niña piensa de manera
instintiva en su bebé. Luego, cada
mes, desde una temprana edad, experimentará la menstruación, recordatorio
físico de su posible maternidad, y eso la llena de pensamientos de ternura
hacia la vida, hacia los niños, hacia los hijos. Ciertamente su cuerpo y sus
afectos son muy indicativos.
Su
maternidad, que se produce con intervención del varón, hace que se sublime
desde el primer momento al que será primero novio, y luego esposo y padre;
también sublima el acto sexual, porque
en él llegará a ser madre. La
afectividad de la mujer enriquece a cada paso su personalidad, y la hace
madurar más, en circunstancias semejantes a las que se presentan al varón.
La
afectividad del chico, pues, debe ser muy ayudada para que su relación con la
mujer y con su mismo cuerpo, sea más noble. La mujer piensa en el padre de sus
hijos; en aquél por quien llegará a ser madre. En cambio, el varón tiene una
tendencia sensual material que puede prevalecer, si no cuenta con la ayuda de
la mujer, sobre el pensamiento de los futuros hijos. Más bien, sin una ayuda
–especialmente paterna y materna- a cultivarse desde muy joven, le atraerá más
la futura unión física, e incluso más desde el punto de vista del placer, que
desde la afectividad y la paternidad.
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