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martes, 28 de enero de 2014

Algunas notas sobre "la afectividad masculina y femenina"

(fragmento de un libro de Fernando Hurtado, en proceso de publicación)

3. La afectividad y su efecto modulador.

            La afectividad, como cada componente de la sexualidad, es muy decisiva; pero quizá éste sea el que internamente determine más la diferenciación y la complementariedad entre varón y mujer.

La afectividad experimenta cambios grandes, a veces bruscos,  a lo largo de la vida. En la pubertad, despierta con fuerza y de manera un tanto asincrónica en chicos y  chicas.

En estado más puro, a esas edades, se encuentra en la mujer. Por esto la hace madurar más, hasta el punto que marca en ella el fin de la infancia. Mientras, en el varón, la afectividad hacia la mujer adviene más tarde y de modo más pobre, señalando un desfase entre chico y chica, a igualdad de edades.

Además, en el varón aparece al mismo tiempo que una fuerte carga de sensualidad hacia la mujer, lo que puede reducir, incluso a niveles mínimos, el plano afectivo.

3.1. Un desahogo por la defensa social de la afectividad. Activismo gay y permisividad del Estado.

Por todo esto, me parece que es de ingenuos pretender igualar al hombre y a la mujer en cuanto al desarrollo de la sexualidad, porque antropológicamente no se puede conseguir. A esas edades se corre incluso el peligro de alterar el desarrollo de la afectividad, y por tanto de la personalidad, sobre todo en chicos.

Los errores en la formación y educación de la afectividad, por igualamiento entre varón y mujer, pueden incluso ser inductores de la homosexualidad a algunos chicos. La situación es conocida  y a veces aprovechada en el lobby gay para ganar adeptos, sobre todo en las aulas de secundaria. Así, se procura que se estabilicen como identidades distintas lo que comenzó a ser sólo alteraciones temporales en la identidad afectiva, por otro lado nada excepcionales hasta los 10-12 años por darse una cierta indefinición en casi todos los varones. Estos fenómenos, relativamente frecuentes, se están ignorando cobardemente por parte de muchos psicólogos y médicos psiquiatras, violentados también por la presión mediática que ejerce el famoso lobby, y provocan funestas consecuencias en varones de esas edades. Con los años se les pasará factura por su comportamiento, como se les pasó a los jueces condenados en Núremberg por colaboracionismo con Hitler.

Al contrario, se debe respetar, incluso fomentar, las diferencias psicológicas entre chicos y chicas, sin enfrentamientos ni evaluaciones de superioridad o  inferioridad entre géneros, que parecen gustar tanto. Lo que es distinto se debe tratar de manera distinta. Los cuerpos del varón y la mujer son distintos, pero más diferentes aún son las personas por su  afectividad, y resaltar la diferenciación entre ellos, es hacer justicia a la verdad. No sólo no se les separa sino que es el modo mejor para que a su tiempo puedan fácilmente  encontrarse y complementarse. Y esto no tiene nada que ver con machismos ni feminismos, que en realidad suponen deformaciones de la personalidad.

Buena parte de la distinción de roles no es  fruto de prejuicios heredados del pasado –algunos, sí-. Aparecen en buena parte de las culturas del mundo, sin que previamente hayan estado relacionadas o se hayan influido. Enunciemos un a modo de principio antropológico de sentido común: las diferencias naturales no separan, enriquecen, y hacen más eficaces proyectos de vida comunes.

Indudablemente, la escuela oficial de la afectividad es la familia y su entorno; nunca, el Estado. Y no olvidemos que la socialdemocracia –Europa ha sido y es gobernada por regímenes socialdemócratas en los últimos 40 años, aunque no empleen esa nomenclatura- heredó del marxismo y del  socialismo, querer controlar desde el Estado la educación de las personas.

Es intención obsesiva de la que a sí misma se llama política no manipulada y libre de prejuicios  el ir contra la vida, el matrimonio y la familia, pilares de la sociedad y de la humanidad. La familia es el ámbito en que la persona no es considerada bajo ningún sentido utilitarista, donde predomina lo afectivo, donde se aprecia y valora a las personas, no en cuanto a lo que tienen, sino en cuanto a lo que son[1]. Su clave es la afectividad natural y congénita entre padres, madres e hijos, hermanos y hermanas desde pequeños, y en todas las direcciones; también, primos y primas, amigos y amigas, de unos y de otros…

3.2. Cuándo y cómo la persona es capaz del amor.

A veces se  piensa que el amor comienza  por el atractivo físico del cuerpo; se cree que eso es lo primero que acerca a las personas, e inicia el proceso amoroso. A mi juicio no puede ser más equivocado.

 El atractivo físico que mutuamente sienten varón y mujer es general, o genérico, como quiera decirse, en una primera fase. Es decir, a un chico le pueden gustar casi todas las chicas;  la chica  sigue siendo más restrictiva.

Es más, se puede decir que la chica top, la superguapa, la superwoman, la de tipo perfecto,  gusta a todos, pero no precisamente desde la interioridad. Es decir, tiene casi todos los números para no atraer a ninguno desde el punto de vista del afecto y de la ternura, aunque pueda figurar en miles de sueños o pensamientos sensuales o eróticos. En vez de pensar que todos están enamorados de ella, sería más exacto concluir que gusta físicamente a todos, por la presión que ejercen sus valores sexuales.

Para que el cuerpo no robe protagonismo a la personalidad, la sabiduría popular ha considerado más prudente velarlo –no esconderlo-  que mostrarlo demasiado, para que resplandezcan junto a él valores más perfectos y complejos, como la belleza personal, el mundo interior de los afectos, que es el elemento más activo en el nacimiento del amor, porque repercute, y participa al mismo tiempo, en la materialidad y en la espiritualidad del ser.

Si se es varón, al ver a una chica, al conversar con ella, o cuando nos atiende en una tienda o despacho, se da siempre la percepción de su feminidad, que toca más o menos intensamente las cuerdas de su sensibilidad; si se es varón, se suele estar más agusto con una chica que con un chico. Y viceversa.

Son manifestaciones de la afectividad, que llenan la mayor parte de las cosas sencillas y valiosas de esta vida. Ese agrado que la acompaña nace de una percepción externa e interna de la otra persona en su ser distinto. La afectividad genera “un cierto agrado”, sólo por ser de distinto sexo. Eso, en un primer momento; porque alcanzará niveles cada vez más altos si se la conduce hasta el amor, hasta un amor.

He escrito un amor, porque la afectividad de la que hablamos, como hemos dicho antes, es genérica, por lo que no se ha de confundir con el amor que se experimenta si se concentra hacia una persona concreta y única. Concreta significa que está individualizada, que es conocida. Única quiere decir que cuando un chico se enamora de una chica, ya no siente el movimiento  del amor hacia otras: se rompe en él de modo natural, y resulta imposible que en esas condiciones pueda enamorarse de otras. De igual manera, nadie está enamorado de dos o tres chicos…: más bien, habría que decir en esos casos que la persona se encuentra en un momento inicial, todavía muy pobre, del afecto, en el que no hay enamoramiento alguno.

Quizá ahora se entienda mejor que, como la afectividad participa de la interioridad, la inclinación sensual que puede despertar la presentación provocativa del cuerpo puede que sea la única fuerza capaz de neutralizar los verdaderos sentimientos que conducen al amor. Es decir, no sólo no los aumenta, sino que tiende a rebajarlos, si no a eliminarlos. La experiencia común nos lo demuestra constantemente: a veces parece lo más normal romper con un chico, y con otro, y con otro… No ha habido amor.  ¿Lo habrá para esa chica o ese chico algún día? Sí, pero no por ese camino.

Defiendo, pues, que un hombre no llegará a enamorarse de una mujer porque le haya llamado la atención su cuerpo. Una chica, por la presentación menos velada de sus valores sexuales, en los trasiegos del trabajo, en los desplazamientos por la ciudad puede haber despertado en un mismo día ese mismo interés en cientos de varones, incluso en miles; o en todos. Pero no puede llamarse afecto lo que ha motivado; el afecto es otra cosa y se despierta de otros modos.

3.3. Sentir la personalidad y la presencia del otro.

La afectividad es lo que más inhiere a nivel existencial en las relaciones varón-mujer. Supone dos modos distintos de apreciarse, de valorarse, de sentir la personalidad y la presencia “del otro”,  “al otro”. También, esa afectividad diversa, permite  ver la realidad, las cosas y las personas, como desde dos ángulos que se completan en el contraste, sin  oponerse: la afectividad enriquece poderosamente la valoración que hace la razón, porque la hace actuar con más perfección. Por eso, la afectividad no sólo no es ciega, sino que es de lo más calibradora interna y externamente que se pueda pensar.

La afectividad tiende a expresarse en el trato, en la mirada, al atenderse y escucharse, al dialogar, etc. Ya he dicho más de una vez, que se da una tendencia innata a que la mujer y el varón se caigan muy bien, y se lleven muy bien. Que nunca se olvide. A cada uno, cada una, le agrada cómo se presenta y es la otra, el otro.

Resumiendo, la afectividad hace nacer un  feeling de esencia antropológica, por tanto de mucha calidad, y natural, que lleva a entender de un modo sabio que el uno es para el otro, y de que se necesitan ambos en la vida para alcanzar cada uno su fin. La sociedad será más o menos perfecta en la medida en que se aprecien los valores masculinos y femeninos en todos los ámbitos, pero especialmente en el de la afectividad.

La concentración de la afectividad de una mujer sobre un varón –y viceversa- hará que los dos vivan una vida buena y lograda, plenamente humana. Tendremos entonces esa pareja natural y concreta que se enamora sin necesidad de mucho trato, en la que reina la sinceridad, y un perfecto conocimiento, surgida de dos afinidades que han ido complementándose mutuamente.

Esa compatibilidad afectiva da, desde el primer momento, una gran facilidad para compartir, que es el modo como consigue enriquecerse el ser humano. Comparte el tiempo, las conversaciones, los pensamientos y los sentimientos. Y más, mucho más: alcanza a compartir el ser,  la existencia, el mismo proyecto de vida. Y acontece que se vive la misma vida y existencia no de modo accidental, sino definitivo, durante el tiempo que dure. De esa calidad son las decisiones del amor entre el varón y la mujer.

3.4 Sentido de la vida y  vida con sentido.

Como se recogió anteriormente, se narra en el libro del Génesis que Dios concedió a  Adán conocer y dar nombre a los demás seres. Al concluir, se sintió en cierto modo desilusionado porque no había encontrado a ningún ser semejante a él, que le ofreciera compañía, con el que relacionarse y establecer una relación de amistad (sabía que estaba capacitado para amar). Y experimentó  una soledad que le impedía  comprender el sentido de su vida.

Esta soledad no viene dada sólo porque no existieran otras criaturas exactamente iguales a él (Dios podría haber creado muchos varones o sólo varones), sino porque falta una criatura semejante y al mismo tiempo distinta a él, a la que no conoce porque no la ha visto, pero que intuye que le es necesaria para amarla, completar y compartir su vida. El ser humano había sido creado en un primer momento sólo en una de las posibilidades de su personalidad, en la masculinidad[2].
Adán siente la tendencia afectiva y no encuentra el sujeto a quien dirigirla. Las mismas palabras de Dios darán la explicación: No es bueno que el hombre esté sólo. Voy a hacerse una ayuda adecuada[3]. El varón, en líneas generales, para que pueda realizarse plenamente, necesita de la mujer.  Cuando Dios crea a Eva y la coloca ante él, Adán siente alegría, y percibe una plenitud  que le saca de la tristeza de la soledad. Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne[4], exclama.

Hombre y mujer los creó[5]. El varón, la mujer, cualquier hombre en el que no medie una llamada vocacional de Dios a un amor exclusivo hacia Él,  ha sido pensado de modo general por el Creador para que viva en unión complementaria con un varón o con una mujer, según cada caso.  Abandonará el varón a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer [6]. Vivir en soledad no es bueno[7] para el ser humano; no es bueno para la persona singular; no es bueno para la naturaleza humana; no es bueno para la sociedad. Una pretendida independencia entre los hombres y las mujeres, como si no se diferenciaran, ni se necesitaran el uno al otro, resultaría artificial, falsa y dañina.

Si no se diera, o se trivializara, la afectividad, el género humano se haría tremendamente infeliz. Hasta resultaría fraudulenta la unión sexual, porque sólo comportaría una relación física placentera, derivada del uso de los cuerpos. Si se diera el caso de que se empobreciera, en general, la afectividad entre varón y mujer, habría que hablar de agentes inductores que impiden su desarrollo normal, porque la naturaleza del hombre y de la mujer sanos  no tienden a esa neutralidad.

También, en otro tiempo, significó un grave mal la consideración eminentemente reproductiva de la sexualidad[8]: buscar la unión sexual con la exclusiva, o casi única y primordial finalidad de tener hijos. No se pensaba en el alcance afectivo del acto matrimonial. Cuántas mujeres fueron sometidas, en cierto sentido, a ese tipo de concepción naturalista, y a ese tipo de vida. Concebir hijos era “un deber”, y con esa idea exclusiva de deber, se empobrecía la sexualidad privándola del gozo de la afectividad; o se la consideraba como marginal. Y nunca es marginal, es lo más importante y valioso, y lo que hace también que se deseen con amor y por amor los hijos, de manera generosa.

En otros casos, se atribuyó al matrimonio una propiedad también “menos clara” en cuanto a su significado.  El matrimonio, como remedio de la concupiscencia[9]. Como si el acto conyugal tuviera un carácter pecaminoso siempre o casi siempre…, que por la generación de los hijos se pudiera justificar.

Con esas consideraciones imperfectas, y antropológicamente inexactas o erróneas, fácilmente se deducía y se derivaba una concepción utilitarista de la mujer en otro sentido –tenían como tarea fundamental dar hijos al mundo-, y aunque camuflada en tan aparentemente alto fin, se la sometía a una función reproductora, en un acto conyugal realizado de modo deficiente, incluso vejatoriamente, por parte del varón, que como se comentaba tantas veces iba a lo suyo.

Cuando se materializa a la persona, se pierde casi completamente la afectividad. Por esto, lo humano y lo espiritual no  deben tener nunca un sentido utilitario; tienen un sentido propio, en sí mismo supra-utilitario, personal, y hay que respetarlo. [10]

La afectividad no sólo procura que la valoración de la persona del otro sexo sea, por decirlo de algún modo, particular, especial. No sólo eso. La afectividad es lo que permite que la persona del otro sexo tenga para su partner auténtica dignidad y valor. Si no, no.

Se puede asegurar, sin metáforas, que quien puede  valorar con autenticidad, de la manera más exacta y adecuada, la naturaleza de la mujer es el varón; y viceversa. Y eso, fundamentalmente por la afectividad, no por otro motivo. Ciertamente que la afectividad diferenciada conlleva una corporeidad diversa, pero para que se dé la individuación que conducirá al amor entre hombre y mujer, sentado el presupuesto corporal, lo principal es la afectividad.

3.5. Algo de lo más importante ya está dicho.

 Lo que acabamos de exponer es quizá lo más importante que teníamos que decir en la consideración del  elemento afectivo, aunque no agotemos su riqueza, ni mucho menos. Por la afectividad distinta, y cuidada, un varón y una mujer se  conocerán y amarán  bien e ilimitadamente, como Dios desea. Y estarán entonces en condiciones  de reconocer su llamada a la paternidad y a la maternidad, el uno a través del otro.

Afectos diferentes, complementarios. Detalles que significan mucho para la mujer, parece que importen menos al varón. Esto significa que debe darse una adaptación, como en el caso de la sensualidad, del uno al otro; y que no se debe tener como más perfecto uno de los modos de afectividad: el encuentro y aceptación de las dos afectividades, es lo único que las lleva a la perfección.

En líneas generales podría decirse que la mujer actúa más teniendo en cuenta la afectividad, mientras que el varón es más racional. No supone ningún obstáculo, pues esa diferencia no está a favor o en contra de ninguno de los dos, sino que redunda en el bien mutuo.

Es una pena que, por falta de una adecuada educación en estos valores, para algunos resulte tan difícil, por no decir imposible, entenderse, y llegar a amarse.


3.5.1 Diversidad en la afectividad.

Al igual que hemos afirmado que la sensualidad o reacción ante el cuerpo de sexo contrario es más fuerte en el varón que en la mujer, ahora hemos de decir lo contrario: la afectividad de la mujer, en líneas generales,  es más elevada y rica que la del varón.

La afectividad más limitada del varón, lleva a éste a un uso más acentuado y peculiar de la razón. Y a la mujer, a connotaciones que afectan al orden de la voluntad, tanto en su acto de dominio sobre las demás potencias (más constancia y perseverancia), como en la capacidad de amar.

Esta situación no entraña riesgos, siempre que no toque los extremos, que son dos: el predominio de una razón sin afectividad, una razón fría y simple; o el predominio de una afectividad sin apoyos en la razón,  que produce fácilmente la alteración del pensamiento, sobre todo en la valoración de la realidad y en la toma de las decisiones vitales, nublado quizá por un excesivo sentimentalismo, lo que hace que la razón y las decisiones sean a veces poco racionales, en el sentido de razonables.

Son los riesgos. Si hay  un buen entrelazamiento entre las afectividades del uno y del otro, se evita esto y se consigue un gran enriquecimiento en la complementación. Al  sumarse razón y sentimientos, se actúa del modo más humano y eficaz. En el hombre  crecerá su afectividad propia y aprenderá a ser más atento en el trato con la mujer (madre, hermana, novia, esposa, hija, amiga, vendedora, etc.) y con el varón, con todas las personas, percibiendo matices de la diversidad de personalidades que antes no captaba. Y la mujer, será influida por su afectividad al varón para configurarla de modo que influya más y se manifieste en la vida concreta y mejoren las posibilidades de juicio certero, sin rebajar la influencia de la sensibilidad.

3.5.2. Conocimiento por medio de la afectividad.

La afectividad permite en primer lugar, sobre todo a la mujer, encontrar con relativa facilidad en la dimensión física de su cuerpo su ser esponsal y maternal. Al percibir menos la sensualidad corporal, advierte mejor los diversos ámbitos que se ven implicados en sus atributos sexuales. Esta consideración la lleva a una natural modestia, también porque, en sentido propio, la mujer no “espera sólo a los chicos”, espera sobre todo a “un chico”: espera al chico-esposo, al chico-padre de sus hijos. Es decir al hombre que reúna las condiciones que a ella le parecen idóneas para la paternidad, para su maternidad. A ése quiere conocer, de ése es de quien espera enamorarse. Así me lo manifestaba una chica:

-Yo no busco novio; ¡busco marido!

Ciertamente la mujer es consciente de su mayor perfección y belleza físicas respecto al varón. Sabe que éste se le puede presentar rendido, pero no es natural en ella  aprovecharse del componente sensual. Es más fácil que caiga, sin embargo, en el peligro de la búsqueda de aprobación por los demás, o se deslice por el camino de la vanidad ante la admiración y atención que provocan sus atributos y su belleza, adornados por una  prácticamente ilimitada variedad y surtido de vestuario.

¿Me miran, se fijan?; ¿qué piensan de mí?; ¿cómo voy con esto?; ¿de éste modo, cómo me ven?; ¿agrado?, ¿desagrado? Es lógico que se pregunte estas cosas, pero tampoco es extraño que esas inquietudes puedan darse de manera impulsiva y obsesiva, y la centren en sí misma; o, mejor dicho, se  descentre como mujer. Si lleva un vestido que muestra y sugiere vivamente los valores sexuales, sabe que su presencia no resulta indiferente, no es extraño que su mente se concentre en la reacción que está provocando en  los demás. ¡Qué… poder! Ella, así, no pasa inadvertida ¡para nadie…! Y eso tira fuerte.

Este comportamiento afectivo sensual en la mujer, ciertamente es en parte de carácter espiritual (humano, inmaterial: no sobrenatural o religioso), arteramente espiritual. En el varón –ya lo hemos afirmado varias veces- no despertará ningún carácter afectivo, sino exclusivamente sensual y utilitario.

La afectividad de la mujer, que le lleva a remodelar su sensualidad, podría inducirle a pensar que el hombre es igual de afectuoso y sentimental como lo es ella; o que siente hacia ella, de modo habitual, idéntica reacción que ella siente hacia el varón, así de entrada.

 ¡No, no!: ¡eso no sucede prácticamente nunca!

Aunque piense que va atractiva, o bohemia, o guapa, la atención fuerte por el cuerpo mostrado, el impulso hacia los valores sexuales, es lo que origina y llama, sobre todo, el interés del varón.

No se da la afectividad cuando se ha perdido el rostro;  y sin rostro -sin persona, ni  personalidad- no hay sentimientos.

El chico no  experimenta ante un cuerpo provocativo ningún sentimiento personal afectuoso; se pierde en el abismo de lo instintivo.

3.5.3. Perfección de la afectividad femenina.

Muchos estímulos hacen crecer la afectividad de la mujer, dándole esa personalidad tan valiosa,  tan absolutamente necesaria hasta en el anonimato que presentan las calles.

Aprecia mucho que el chico sea viril, que no está tanto en una perfección física muscular –aunque también cuente para ella-, sino en un carácter decidido, valiente y seguro; que presente sensibilidad en su contemplación y en sus observaciones; que posea riqueza de valores humanos: la nobleza, la generosidad, la veracidad, la bondad; y la sencillez y la naturalidad, la delicadeza.

Y, aunque parezca increíble, después de todo lo dicho, lo que más agrada a la mujer es que el varón la valore por su riqueza espiritual, es decir por su personalidad. Para ella, en el fondo, resulta inconcebible llegar a enamorarse de quién sabe que lo tiene “conquistado”  por su físico.

3.5.4. Y lo más preciado.

Desde muy niña, su afectividad se enriquece de una manera particular por su tendencia a la maternidad; algo en lo que el varón lleva desventaja.

Las niñas estrenan su inclinación maternal con muñecas y carricoches. El niño, desde pequeño, abomina de muñecos,  los desprecia instintivamente, salvo que vayan con atuendo guerrero, de soldados. Al igual que la niña -de manera instintiva-,  no quiere saber de armas o camiones como juguetes.

Esto es claro e iluminador. En un estudio científico que se hizo en Noruega[11] sobre niños y niñas con disfunciones orgánicas genitales, hasta el punto de ser difícilmente identificables en su sexo, uno de los métodos exitosos para distinguirlos era por su tendencia o aversión a determinados juguetes.

La mujer, ya desde niña piensa de manera instintiva en su bebé. Luego, cada mes, desde una temprana edad, experimentará la menstruación, recordatorio físico de su posible maternidad, y eso la llena de pensamientos de ternura hacia la vida, hacia los niños, hacia los hijos. Ciertamente su cuerpo y sus afectos son muy indicativos.

Su maternidad, que se produce con intervención del varón, hace que se sublime desde el primer momento al que será primero novio, y luego esposo y padre; también  sublima el acto sexual, porque en él llegará  a ser madre. La afectividad de la mujer enriquece a cada paso su personalidad, y la hace madurar más, en circunstancias semejantes a las que se presentan al varón.

La afectividad del chico, pues, debe ser muy ayudada para que su relación con la mujer y con su mismo cuerpo, sea más noble. La mujer piensa en el padre de sus hijos; en aquél por quien llegará a ser madre. En cambio, el varón tiene una tendencia sensual material que puede prevalecer, si no cuenta con la ayuda de la mujer, sobre el pensamiento de los futuros hijos. Más bien, sin una ayuda –especialmente paterna y materna- a cultivarse desde muy joven, le atraerá más la futura unión física, e incluso más desde el punto de vista del placer, que desde la afectividad y la paternidad.





[1] Cfr. Juan Pablo II, Carta a las familias, 1994, n.11.
[2] Cfr. Gen I, 18-25
[3] Gen, II, 18
[4] Gen II, 23
[5] Gen I, 27
[6] Gen II, 24
[7] Gen, II, 18
[8] Karol Wojtyla, Amor y responsabilidad, p.283
[9] Cfr. Josef Pieper, Virtudes Fundamentales, Rialp, 2ª Ed., Madrid 1980, pp.250 ss.
[10] Karol Wojtyla, obra citada, p.44  ss
[11]La cadena estatal noruega NRK  preparó un extenso documental, titulado Lavado de cerebro ("Hjernevask" ) con un reportaje sobre estos estudios. Se pueden ver en Youtube.com.

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