Bienaventurados los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mat. V, 8).
Con estas palabras aparentemente tan sencillas, Jesucristo nos
explica el secreto de la felicidad -bienaventuranza, dicha- del hombre: ver a Dios. El término verán no se refiere exclusivamente al
futuro eterno al que estamos destinados;
también al tiempo de nuestro caminar terreno. Además, como consecuencia
de ver a Dios como Creador,
Fundamento, Sentido y Redentor de nuestras vidas, podremos comprender al hombre
y a las realidades humanas en su insigne grandeza.
La condición es la limpieza de corazón. ¿Qué significa
esta limpieza? Por su imagen y semejanza
con Dios con que fue creado (Cfr. Génesis,
I, 26-27), las operaciones propias del hombre son conocer y amar. Aunque no
pueden separarse entre sí, amar es la esencial. El conocimiento está en función
del amor, un amor que, por la misma naturaleza humana, sólo puede dirigirse a
personas. Las cosas son siempre objeto
de uso, y su grandeza se mide en cuanto sirven a la persona.
Limpieza de corazón
significa, pues, que éste se encuentra en condiciones de ejercitar su función
amorosa; y su contrario -podríamos denominarlo suciedad de corazón-, expresa sobre todo, pérdida de la capacidad
de querer. Qué significativas son las siguientes palabras de Juan Pablo II: El hombre no puede vivir sin amor. El
permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido
si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta
y no lo hace propio, si no participa en él vivamente (Encíclica Redemptor hominis, n.10).
Desde esta perspectiva hemos de mirar la virtud de la pureza o
castidad. San Josemaría Escrivá la llamaba afirmación gozosa (Forja, n.92),una trinfante afirmación del amor
(Surco, n.831).
En cambio, escuchamos tantas veces decir que la pureza es cosa
“de otros tiempos” cerrados a la libertad humana, que vivirla conlleva una
represión y violencia a la naturaleza. Está afirmación es desmentida sin vacilaciones
por el marido enamorado de su mujer, por la mujer enamorada de su marido, por
los novios que se quieren y caminan hacia el matrimonio, por cualquier persona
de corazón grande. No ofrece duda; como tampoco la ofrece afirmar que en el
corazón de quien no es casto reina una
intensa carencia -quizá ausencia total- de amor. ¿Qué tiene de humano
quien no es capaz de querer? ¿Cómo ve a las personas, su propio cuerpo, su
alma? Sencillamente no las ve. El impuro
contempla cuerpos sin alma, es decir en su exclusiva dimensión animal, medible por eso
-es lo que suele hacer- cuantitativamente. Se extasia ante una persona como
ante un objeto cualificado, y siente
hacia ella el deseo de posesión y de uso. Claro está, como todo objeto de uso
se gasta, cambia de objeto -es comprobable- o busca nuevas formas de extraerle
fruto hasta que lo agote, y él se agote en esa tarea, definitivamente.
En esta cosificación del hombre por el hombre por medio de la
sensualidad y manipulando la participación del poder creador que ha recibido de
Dios, se encuentra la raíz natural y sobrenatural de la malicia de los pecados
de sensualidad y de lujuria.
La impureza pervierte la natural atracción entre masculinidad y feminidad -dones específicos del
hombre y de la mujer- en una buscada provocación,
regida sólo por el instinto animal. Las
cualidades personales ya no
importan; sólo las extrictamente corpóreas. La persona puede llegar a
degradarse hasta el punto de convertirse en producto de mercado. No es de
extrañar, por tanto, que los ejemplares de animal humano se ofrezcan
a la venta o se expongan en revistas, programas de TV, etc. En la misma calle u
otros lugares públicos, -esto afecta especialmente en estos momentos, de una
manera bastante generalizada, a la mujer-, el vestido ya no es elemento que
realza y protege la personalidad en su dimensión de masculinidad y feminidad,
sino todo lo contrario: busca sobre todo la manifestación de los atributos
físicos.
En 1983, Juan Pablo II dirigiéndose a miles de jóvenes
ingleses alertaba con claridad y fortaleza: Estáis llamados a mirar fijamente a Jesús, poner la confianza en su
modo de vida y no en el estilo de vida del mundo, por mucha oposición que
encontréis (...). El mundo os llamará retrógrados,
ignorantes y hasta reaccionarios cuando aceptéis el mandato de Cristo de
ser puros; mientras él os ofrecerá, por
el contrario, la fácil opción del sexo antes del matrimonio. Pero la palabra de
Dios y su verdad son para siempre y Jesús seguirá proponiéndoos el valor de las
relaciones humanas castas y la satisfacción real que se encuentra en el amor
conyugal cristiano preparado con pureza. Y que la pureza sigue siendo una
expresión positiva de la sexualidad
humana y del amor auténtico.
Y es que la visión humana y cristiana de la sexualidad es muy
realista. Recojo otros dos textos del Juan Pablo II, bien expresivos.
Es Dios el que ha
creado el ser humano, hombre o mujer, introduciendo así en la historia aquella
singular 'duplicidad', merced a la cual el hombre y la mujer, en la igualdad sustancial
de los derechos, se caracterizan por el maravilloso complemento de los atributos, que fecunda la atracción
recíproca. En el amor que desemboca del encuentro de la masculinidad con la
feminidad se encarna la llamada de Dios, quien ha creado al hombre “a su imagen
y semejanza”, exactamente como “hombre y mujer” (Beato Juan Pablo II, Monte del Gozo, 19.8.89).
Jóvenes, que
os encontráis precisamente en la edad en la cual se tiene tanto afán de ser
hermosos o hermosas para agradar a los otros. Un joven, una joven, deben ser
hermosos ante todo y sobre todo interiormente. Sin esta belleza interior, todos
los demás esfuerzos dedicados sólo al cuerpo no harán -ni de él ni de ella- una
persona verdaderamente hermosa. ¡Yo os deseo, hijos queridísimos, que irradiéis
siempre la belleza interior! (Beato Juan Pablo II, Roma, 22-XI-1978).
Hoy, el mundo necesita
de manera particular de esa irradiación. Procuremos experimentar en
nuestra vida aquellas expresiones del Fundador del Opus Dei. La pureza, una afirmación gozosa, una triunfante afirmación del amor. Aquí
encontraremos el aliento cuando tengamos que luchar, no tanto, si nos alejamos
del peligro que presentan determinados incentivos externos: merece la pena
mantener íntegra la ilimitada capacidad de querer que nos ha concedido Dios.
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