Por Antonio Argandoña, IESE
La legitimidad del Estado del bienestar es un tema objeto de discusión desde antiguo, y tendremos que volver a él una y otra vez, durante la (ya inminente, parece) recuperación de la economía, guiados, probablemente, por los problemas de financiación de ese bienestar que se nos avecinan.
Se me ocurre que puede ser bueno considerar las distintas situaciones posibles como un continuo, desde el extrema ultraliberal de que toda ayuda estatal a los ciudadanos es una donación injustificada y su financiación mediante impuestos es un robo, hasta el extremo opuesto que considera que los ciudadanos tienen derecho a que el Estado satisfaga todas sus necesidades o, al menos, un amplísimo conjunto de ellas, que van mucho más allá de lo que podríamos denominar necesidades básicas -sin explicar, en este caso, cómo se financiará todo ese gasto.
Entre ambas posiciones extremas encontramos muchas situaciones, más o menos sostenibles -más bien menos que más. Una es la consideración de que los ciudadanos son seres individualistas y egoístas, que tratan de traspasar a los demás sus costes y obtener beneficios a costa de otros; en este caso, asistiremos a oleadas repetidas de aumento de los gastos sociales, a costa de la eficiencia económica, seguidas de movimientos contrarios, que tratan de moderar la redistribución y favorecer la eficiencia. Esto va acompañado de movimientos de enriquecimiento de unos a costa de los otros, que dificultan la consecución de un equilibro, de modo que se repiten los ciclos de generosidad y austeridad, redistribución y crecimiento. Me parece que esto no tiene fácil remedio, porque su punto de partida es esencialmente inestable: si no hay un mínimo de solidaridad por parte de unos, y de colaboración por parte de los otros, si unos no reconocen ciertos derechos de otros y estos no admiten la limitación de sus derechos a costa de los unos, no hay equilibrio factible. Esto viene ocurriendo desde antiguo: es el famoso conflicto de la eficiencia contra la justicia -falso conflicto, pero es lo que hemos creado a fuerza de años.
Otra consideración, variante de la anterior, hace referencia al marco político del Estado del bienestar. Supongamos una situación como la que se ha ido creando en el mercado de trabajo español a lo largo de unos cuantos decenios: un sistema de contratos que dificulta la creación de empleo, que divide a los trabajadores entre permanentes y temporales, y que generaliza la situación de precariedad de estos últimos. La solución está clara, pero hay demasiados intereses en favor del mantenimiento del status quo, a cargo de sindicatos, trabajadores permanentes y empresas, sobre todo grandes. Y como, al final, las decisiones políticas tienen que reflejar posiciones suficientemente mayoritarias entre el electorado, hay que hacer concesiones que apuntan a la desregulación, la flexibilidad laboral y la moderación de los costes del trabajo, pero siempre con un límite para ganar la aquiescencia de los que, en ese proceso, han salido perdiendo. Otra vez estamos ante un sistema inestable e ineficiente, otro conflicto del que no saldremos si seguimos manteniendo las posiciones de partida.
Hay más situaciones posibles, pero de ellas hablaremos otro día.
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