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miércoles, 14 de agosto de 2013

La legitimidad del Estado del bienestar (II)


Por Antonio Argandoña, IESE

En una entrada anterior con este mismo título hacía algunas consideraciones acerca de la puesta en práctica del Estado del bienestar, dentro de un debate que tiene ya decenios, si no siglos, de antigüedad, y que se repetirá en los próximos años, quizás también siglos. Expliqué allí que el Estado del bienestar se entiende desde dos posiciones extremas y muchas intermedias. Las extremas vienen dadas por la negación de todo bienestar proporcionado por el Estado (los impuestos son un robo, el que no trabaja es un vago, si hace falta ayudar, que lo hagan las personas voluntariamente, pero no el Estado) y por la consideración de que todos los medios de vida deben venir dados por el Estado.

Y mencioné allí un par de posiciones intermedias, no sostenibles, que dan lugar a sucesivas etapas de ampliación de los derechos sociales y redistribución, de un lado, y de limitación de esos derechos con argumentos de eficiencia (y de justicia) de otro. El problema es más complejo, porque no toda redistribución en favor de los de rentas bajas reduce la eficiencia, ni toda redistribución en favor de las rentas altas la aumenta (y de esto hablaré otro día).

Lo que quiero comentar hoy enlaza con el argumento que acabo de mencionar. El Estado del bienestar puede entenderse como un sistema de seguro colectivo. Supongamos un pueblo de 100 viviendas en el que los habitantes construyen sus casas con madera, con indudable riesgo de incendio. Supongamos también que las casas valen 1.000 cada una y que la experiencia dice que cada año se incendian 10 casas. Una compañía de seguros privada cobraría una prima de 100 euros por casa, para garantizar la reposición de la vivienda en caso de incendio. Ahora bien, si el seguro es voluntario, puede ocurrir que algunos vecinos consideren que la prima es demasiado cara, y no quieran contratar el seguro. Esto puede presentar dos problemas: si se quema una casa no asegurada, ¿se quedarán impasibles los vecinos protegidos, ante la miseria del imprevisor que no contrató el seguro? Y, si se quema la casa no asegurada, ¿no creará esto un riesgo adicional para la vivienda asegurada?

La consecuencia de lo anterior es que el ayuntamiento puede decidir que al seguro sea obligatorio para todas las viviendas. O puede convertir el tema en un derecho de todos los vecinos: a cambio de un impuesto de 100 por casa, el ayuntamiento mismo garantiza la reconstrucción de las casas que se quemen. Esto forma ya parte del Estado del bienestar, pero no deja de ser un seguro, equivalente en casi todo al seguro privado de incendio. Digo en casi todo, porque los vecinos cuya casa se queme pueden pedir al ayuntamiento que pague algo más de 1.000, quizás para cambiar de coche o comprar un televisor mejor. Y como la prima de incendios va incluida en todos los impuestos que pagan los vecinos, es fácil que el Estado del bienestar se vaya ampliando, cosa que es más difícil que ocurra si el seguro es privado, porque la compañía tendrá que financiar sus mayores gastos con primas más elevadas de todos los vecinos.

Me parece que la idea de que el Estado del bienestar es un sistema de seguro para la cobertura de necesidades extraordinarias que no pueden cubrirse por el ahorro ordinario de las familias o por un sistema privado de seguros es la mejor justificación de ese Estado del bienestar. Como he explicado otras veces, las aspirinas debería pagarlas la familia, porque es una contingencia normal, previsible y que no arruina a nadie; en cambio, un trasplante de corazón no cabe en el ahorro ordinario de casi ninguna familia, de modo que es lógico que los servicios nacionales de salud se hagan cargo del mismo. Y hace falta un seguro de desempleo público, obligatorio para todos y gestionado como un servicio estatal.

Me quedan por sacar algunas moralejas de todo lo anterior, pero estoy cansando a mi lector y las dejo para otro día.




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