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martes, 16 de agosto de 2011

La generación del milenio, ante la JMJ



Rafael Navarro-Valls

catedrático de la UCM y 

académico de la Real de Jurisprudencia y Legislación.
El Mundo

DICEN QUE la gran ciudad es mal sitio para vivir. Demasiada tensión y ambición en los rostros de la gente. No estoy seguro del acierto de este análisis. Lo que sí creo es que, en una gran urbe, hay una mayor incidencia de escepticismo, con buenas dosis de cinismo. Llevo años viviendo en Madrid y son demasiadas las cosas que hemos visto los madrileños: no es fácil emocionarnos por casi nada. Será interesante contemplar el choque entre cinismo urbano e ingenuo entusiasmo de los miles de jóvenes de la generación del milenio (los nacidos a caballo entre el XX y el XXI), que invadirán Madrid en la Jornada Mundial de la Juventud.

        Si estamos a lo que sucedió en Sidney en julio de 2008 –sede de la anterior Jornada– la alegría y la amabilidad de miles de jóvenes (católicos o no) «acabaron por fundir el cínico corazón de la gran ciudad» (The Sydney Morning Herald). La prensa puso como ejemplo de convivencia cívica –entre otros muchos– a los conductores de autobús australianos, que, incluso cuando acababan su turno, recogían a jóvenes que se habían quedado sin transporte y los llevaban a sus campamentos.

        En 1985 se celebró en Roma otro masivo encuentro de jóvenes, convocados por el Papa con motivo del Año Internacional de la Juventud de la ONU. Fue el antecedente inmediato de las Jornadas. Recuerdo que, por entonces, la preocupación de los media se centró en una supuesta devastación de las zonas verdes, a manos (o pies) de la «horda de jóvenes» que avanzaba sobre la Ciudad Eterna. Uno de esos rótulos catastrofistas que, a veces, manejamos para luego suspirar aliviados al comprobar que todo quedó en una «pacífica invasión», que alegró el corazón de los romanos y respetó las zonas de esparcimiento de Roma.

        En esta misma línea, Joaquín Navarro-Valls, por entonces portavoz de la Santa Sede, describió los actos del hipódromo de Longchamp (París), como «un mayo del 68 al revés». Efectivamente, los jóvenes que acudieron a la Jornada Mundial de 1997 en París eran hijos de los indignados de aquel turbulento mayo. Una generación que creía en la lucha de clases, pero que no había abierto El Capital; feministas de segunda generación, que creían que los roles sexuales eran un engaño, pero que no habían leído a Simone de Beauvoir. Una generación que pretendió liberarse de la tradición y de todo poder establecido. Pasaron los años y la gran mayoría de esos indignados evolucionó hacia formas de darwinismo social no demasiado partidarias de repartir parte de sus ganancias con los más necesitados. Otros muchos, acabaron sacrificando casi todo en el altar de su profesión, mientras en el entorno se derrumbaban sus familias y su ética.

        La generación del milenio, que pronto bullirá por Madrid, no ha heredado muchas certezas de sus progenitores, pero ha desarrollado una visión nueva de las cosas, cierta flexibilidad de mente y una notable solidaridad. No es que sean mejores que sus padres, pero son menos dogmáticos y, desde luego, están más abiertos a nuevos horizontes.

        La European Values Survey es la encuesta más seria sobre la evolución de los valores de los europeos. Se ha hecho ya en cuatro oleadas: 1981, 1990, 1999 y 2005; la de 2011/2012 está cocinándose todavía. En general, de esos análisis se desprende que la nueva generación joven es más sensible a los problemas religiosos, aunque no por eso frecuenta más las iglesias. Entre los jóvenes sin religión se desarrolla una religiosidad autónoma, difusa, al margen del cristianismo. Entre los jóvenes creyentes se reafirma un cristianismo de convicción, que manifiesta sin complejos la fe.

        No es extraño que aquellos papas (Juan Pablo II y Benedicto XVI) que han salido al encuentro de este último segmento de jóvenes, hayan optado –en sucesivas Jornadas– por rendirles el honor de exigirles mucho. Precisamente porque saben que la juventud contempla con ironía los esfuerzos patéticos de aquellos adultos que, «dimitiendo de su condición», se dedican a elogiarles y enfangarlos en las arenas movedizas de la adulación.

        Los que llevan muchos años en la Universidad, contemplando una generación tras otra, saben a lo que me refiero. Es natural que, una encuesta realizada entre los que ya han asistido a alguna otra JMJ, arroje este dato: nueve de cada 10 sostienen que, lo que vivieron, hizo cambiar su vida «mucho o bastante». En varias JMJ se ha entrevistado a bastantes asistentes acerca de lo que estaban viendo. Las respuestas más habituales han sido: 1) Nadie (ningún profesor, ningún familiar, etcétera) me había hablado con la claridad y exigencia del Papa. 2) No sé si estaré a la altura ética de lo que nos pide. 3) Haga o no haga lo que dice, «ese señor» (por el Papa) tiene razón.

        Me da la impresión que esa masa de jóvenes que avanza hacia Madrid desea algo distinto del monótono mensaje de los ideólogos de turno –voyeurs insaciables de la para ellos obscena realidad– que sostienen que no hay bien ni mal: sólo una densa bruma que envuelve en relativismo moral acciones y personas. Probablemente, el Papa dirá exactamente lo contrario: frente a subjetivismo ético, hablará de verdades objetivas; frente a hedonismo consumista, insistirá en solidaridad y templanza; ante un horizonte cultural teñido de pesimismo, hará hincapié en la belleza de la verdad.

        EN LA JMJ del año 2000 en Roma –la segunda más numerosa en participantes (2,5 millones), tras la de Manila (cinco millones)– Indro Montanelli escribió un memorable artículo. La tesis del agnóstico e inteligente fundador de Il Giornale fue: «Esto que veo no lo explican ni la sociología, ni la psicología de masas ni la demografía. Yo no lo sé explicar desde mis categorías agnósticas. Habría quizá que entrar en el ámbito de la religión para comprender esto tan estupendo que yo contemplo, pero que no llego a entender».

        Este razonamiento apunta al centro mismo de lo que son estas Jornadas. El tema de fondo que mueve a esas multitudes de gente joven es la búsqueda del concepto de verdad. Es un itinerario inicialmente filosófico, que termina por ser un encuentro no con una cosa, sino con Alguien. Descubrir suavemente que las cosas son como Dios las ve. Fe y razón, sin confundirse, se interpelan de nuevo mutuamente.

        La importancia de esta nueva visita a Madrid de Benedicto XVI (tal vez la última que realice a España) radica en que, en esta ocasión, sus jóvenes interlocutores son una tierra especialmente ávida para absorber las pistas acerca de la verdad que vaya sembrando el Papa. Desde mi punto de vista, ya lo he dicho en otra ocasión, lo que se espera de la visita de Benedicto XVI es que disipe esa niebla de malestar, que se oculta tras la sociedad del bienestar. En una palabra, ayudar a recomponer ojos y corazones nuevos que superen la visión simplemente biológica del acontecer humano.

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