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sábado, 15 de mayo de 2010

“La desafección política, un síntoma de cansancio ciudadano”


La escasa valoración del estamento político por parte de los ciudadanos no es una novedad; su puntuación en las encuestas de opinión suele ser muy baja. Sin embargo, existen algunos datos que permiten pensar que nos encontramos en una situación original, hasta el punto de que se ha acuñado un término, de origen anglosajón, para designarlo: el de desafección política (political disaffection).

Di Palma (1) ha definido este término como el sentimiento subjetivo de impotencia, cinismo y falta de confianza en el proceso político, los políticos y las instituciones democráticas, pero sin un cuestionamiento del régimen político.

Este fenómeno está sufriendo una progresiva agudización en España, hasta el punto de que acaba de ocupar las primeras páginas de los periódicos porque el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), de febrero de 2010, ha puesto de manifiesto que la clase política constituye sorprendentemente, con un 16,8%, el tercer problema más preocupante para los españoles, por encima incluso del terrorismo (12,5%).

Sólo le superan, si bien de manera muy consistente, el paro (81,8%) y los temas económicos (47,8%). El hecho resulta confirmado cuando se pregunta por la importancia que tienen en la vida del encuestado distintos aspectos. En una escala de 0 a 10, aparecen en primer lugar la salud y la familia, con 9,68 y 9,63 respectivamente, mientras que la política se sitúa en la cola del pelotón con un 3,97 (barómetro del CIS de diciembre de 2009).

En democracias consolidadas o en las nuevas
La desafección política en cuanto tal apunta a una tendencia a largo plazo que estaría minando las relaciones entre los ciudadanos y los sistemas de gobierno democráticos, alejándolos progresivamente, pero sin conducir a un cuestionamiento radical del régimen. Según Torcal (2), la desafección constaría a su vez de dos elementos diversos. Uno de ellos, denominado indiferencia política (political disengagement), reflejaría la falta de compromiso de los ciudadanos sobre los diversos procesos políticos (votaciones, debates parlamentarios), y el segundo, la desafección institucional, la falta de confianza en las instituciones políticas del país (justicia, parlamento, sindicatos).

Siendo la desafección política un fenómeno general en las democracias occidentales, se presenta con características diversas en las democracias de la primera y segunda ola, y en las de tercera, que son las que han accedido a la democracia en los últimos años del siglo XX, como es el caso de España (3).

En general, parece existir un menor nivel de desafección hacia las instituciones de la democracia en los países con un pasado democrático consolidado (más de 50 años), que poseen una experiencia democrática rica y prolongada. Por el contrario, las democracias recientes, carentes de esta experiencia, no tienen elementos de referencia para evaluar el funcionamiento y los logros de las instituciones democráticas, lo que les convierte en más vulnerables a los fracasos.

Esta división, y las causas en las que se apoya, afecta también al modo de reaccionar ante la desafección. Algunos sociólogos han señalado que esta no tendría por qué ser siempre negativa, ya que podría dar lugar a iniciativas originales por parte de ciudadanos comprometidos que impulsarían un cambio o mejora de las relaciones entre los órganos de gobierno y los ciudadanos, contribuyendo así a adaptar el sistema democrático a los cambios sociales.

Sin embargo, se ha confirmado que esta tendencia difiere en los dos grupos de democracias. En las democracias consolidadas, esta reacción positiva parece contar en su haber con el pasado político que, operando en la conciencia colectiva, manda un mensaje optimista y esperanzado sobre el sistema global, estimulando la promoción de ideas que lo mejoren.

Un ejemplo reciente de esta tendencia lo encontramos en el movimiento americano denominado Tea Party, formado por ciudadanos de base que está intentando influir en las decisiones de gobierno desde una perspectiva cercana a los republicanos pero de modo autónomo. Por el contrario, en el caso de las nuevas democracias, el pasado opera en sentido opuesto, mandando impulsos negativos generales y arraigados sobre el sistema político que fomentan la desmovilización y la desafección.

Desconfianza en España
Si las tesis anteriores son ciertas, España cuenta con una desventaja notable de partida por su largo pasado antidemocrático o pseudo-democrático, en el que habría que incluir no sólo los largos años de la dictadura franquista sino las décadas previas a la Guerra Civil y todo el turbulento siglo XIX. El inconsciente o consciente colectivo español, en efecto, arrastra una pesada losa de desconfianza sobre el sistema político pronta a hacer valer su peso ante cualquier deterioro del sistema democrático, real o ficticio.

No se puede ignorar, sin embargo, que en contra de las tesis estándares de la desafección, ha habido recientemente en España movilizaciones importantes, organizadas desde la sociedad civil para oponerse a proyectos de corte ideológico impulsados por el gobierno de Rodríguez Zapatero, que han logrado el apoyo de cientos de miles de ciudadanos.

De todos modos, el movimiento español quizá se ha centrado más en la presencia pública –algo que ha logrado plenamente–, pero sin impulsar con la misma energía la participación de sus miembros en los sistemas institucionales de representación política y de gobierno. Sería, por tanto, en cierto sentido, una reacción desde fuera del sistema, sobre el que pesa esa desconfianza o valoración negativa arraigada en nuestro pasado antidemocrático o pseudo-democrático.

El deterioro causado por la corrupción
Entre las razones concretas que generan la desafección política en España, la primera y más evidente es el notable deterioro de la imagen pública del político, causada, ante todo, por la multiplicación de casos de corrupción. Si bien parece que toda sociedad puede asumir la existencia de casos de corrupción, la reciente generalización de estos casos ha saturado esa medida llevando a una cierta demonización de la clase política en general.

La clase política, es, por supuesto, la principal responsable de este juicio, ya que es un hecho que los casos de corrupción se han multiplicado. Pero hay que añadir que la percepción subjetiva del nivel de corrupción está incrementada artificialmente por la tendencia de los medios (y de la sociedad en general) a la política del escándalo, así como por su empleo como arma política arrojadiza entre las diversas formaciones políticas. El escándalo “vende”, por lo que los casos de corrupción (sean reales o no) siempre aparecen en primera página de los periódicos, conduciendo no pocas veces a linchamientos mediáticos irreversibles, pues el juicio social nunca puede ser compensado por una tardía absolución judicial.

Su empleo como arma política tiene un efecto similar. Si bien la denuncia de la corrupción real es un servicio a la colectividad que los individuos o los partidos deben llevar a cabo, tampoco resulta fácil, especialmente para los partidos, sustraerse a su uso para eliminar enemigos políticos aunque las denuncias se basen sobre indicios no especialmente fundados. Se genera así un círculo vicioso en el cual los mismos partidos proporcionan a los medios material para alimentar la política del escándalo, potenciando el descrédito general de la profesión, ya que cuando los casos de corrupción se generalizan, los ciudadanos dejan de atender al concreto partido político que lo causa y formulan una visión global y negativa sobre la entera clase política.

La solución teórica a este problema es muy simple: bastaría con que los representantes de los partidos y los gobernantes se comportaran de modo honesto. Pero los políticos, y esto no siempre lo reconocen los ciudadanos de a pie, no son una clase aparte, que provenga de un planeta extrasolar, sino una profesión compuesta de ciudadanos como los demás que han crecido y madurado en el mismo contexto social. Y, si en la política española se ha incrementado el nivel de corrupción, es porque lo mismo ha sucedido en toda la sociedad.

La carencia de proyecto
Un segundo grupo de factores que está deteriorando notablemente la imagen de la política en España se puede agrupar en torno a la etiqueta: carencia de proyecto. Los ciudadanos esperan una capacidad de liderazgo, visión y coherencia en la clase política que hoy parece ser un bien escaso.

Uno de los principales factores que componen esta falta de proyecto es el cortoplacismo. Los políticos, y, en especial, el partido en el gobierno, no parecen poseer un proyecto para el país y, en concreto, para solucionar los problemas económicos, por lo que actúan a base de decisiones de corto alcance que permiten resolver los problemas de modo momentáneo o, simplemente, superar una delicada situación política a través del impacto mediático de la decisión.

Esta política de parcheo puede servir para ir sorteando coyunturalmente los problemas, pero los agrava a largo plazo –porque no los resuelve– alentando el sentimiento de desafección en la medida que el ciudadano advierte, más pronto o más tarde, que detrás de ese planteamiento solo se encuentra un ejercicio cínico de permanencia en el poder, pero no un intento responsable de resolver los problemas del país.

Competencia profesional del político
Otra causa del deterioro de la imagen de los políticos la genera la percepción de una cierta falta de competencia profesional, en parte, por el alto nivel de exigencia que los ciudadanos esperan de sus representantes y, en parte, porque efectivamente es así. No siempre poseen el nivel cultural y profesional que sería deseable. Una de las causas hay que buscarla en la demonización de la política y su efecto sustractivo de personas competentes que optan por profesiones mejor consideradas socialmente; de igual modo, la completa dedicación a un partido, si no va acompañado de procesos formativos, puede generar personalidades muy conocedoras de los entramados de las organizaciones pero sin capacidad de liderazgo ni de generar ideas con impacto social.

Para resolver este problema se ha propuesto el mecanismo de la puerta giratoria, que consiste en integrar en los partidos personas competentes –juristas, economistas, gestores culturales, profesionales de diversa índole– que desempeñen determinadas funciones durante un periodo de tiempo limitado y luego regresen al ejercicio de la profesión. Se trata, sin duda, de una idea interesante pero de difícil implementación, ya que el profesional externo debe encuadrarse y adaptarse a la estructura de funcionamiento y de poder de un sistema social (el partido político) que no conoce desde dentro, y, por otro lado, su vuelta a la profesión después de un periodo de desconexión o ruptura no siempre está asegurada. El reciente ejemplo de Manuel Pizarro, antiguo CEO de Endesa, atestigua claramente las dificultades de este tipo de procesos.

Por último, también se ha señalado que el objetivo de captar a todos los posibles votantes (“catch all”), se suele traducir en una difuminación de los proyectos propios a los que se les eliminan las aristas más conflictivas para que el mensaje llegue al mayor público posible. Se trata de un procedimiento comprensible pero cuya contrapartida es que el mensaje final que llega al electorado puede ser tan indefinido que pierda parte de su capacidad motivadora generando desafección. Una alternativa viable es elmicrotargeting con el que se apunta a sectores definidos de la población con propuestas muy cercanas a sus intereses.

La estructura de los partidos
La percepción acerca del funcionamiento de los partidos es también otra de las causas de desafección.

La primera razón es un posible exceso de verticalismo, que hace que todas las decisiones se tomen desde lo alto y se impongan después de manera jerárquica y poco dialogada al resto de los cuadros y de las bases. Es claro que un partido es un sistema de poder y, por lo tanto, esa transmisión del poder no sólo es inevitable sino hasta deseable en algunos aspectos. Pero, a pesar de ello, la imagen que transmiten los partidos es con frecuencia demasiado monolítica, quizás por la escasez de personas con la suficiente personalidad y competencia para expresar su propia opinión independiente y madura. Esto resulta especialmente manifiesto en el Parlamento, donde la disciplina de voto actúa con frecuencia como un rodillo uniformador, que impide la expresión de posturas independientes, razonadas o mínimamente críticas.

Algunos han propuesto, para resolver este problema, el sistema de las listas abiertas. Sin embargo, como todo en política, no hay soluciones fáciles. En realidad, el número de políticos que los ciudadanos conocen es muy limitado, por lo que no es tan evidente que, en el caso de poder elegir entre determinado número de personas, el votante pudiera llegar a poseer la información suficiente como para decidir con conocimiento de causa entre los diversos candidatos; por otro lado, en unas elecciones de ámbito nacional, una persona puede desear votar a un proyecto político global, independientemente de quien la represente en una determinada circunscripción.

El desconocimiento de la política real
Otro de los motivos de la desafección política es el desconocimiento por parte de los ciudadanos de la realidad de la vida política, de sus dificultades, de su complejidad, sus necesidades y sus leyes internas. Un ejemplo muy iluminador, a mi juicio, lo encontramos en algunos grupos de personas ideológicamente muy comprometidas que han promovido la gestación de pequeños partidos inspirados en el humanismo cristiano (Familia y Vida, AES) por considerar que el Partido Popular no defendía adecuadamente y con la suficiente contundencia esta perspectiva.

Es posible que el punto de partida pudiera estar en parte justificado, pero estos grupos no han sido realmente conscientes de la enorme dificultad que supone defender estos planteamientos de manera efectiva a nivel nacional. Por eso, se han encontrado rápidamente con graves problemas que han bloqueado su desarrollo.

El primero es que ningún partido puede limitarse a proponer cuestiones de carácter ideológico-doctrinal, pues el ámbito de temas que se dilucida en la política es mucho más amplio. Además, las cuestiones ideológicas, si bien interesan a un grupo amplio de españoles, no son los temas fundamentales que van a determinar la orientación de voto del grueso de la población.

Por eso, un partido que se centre prioritariamente en esos aspectos está condenado, desde el punto de partida, a ser minoritario. Por último, a pesar de que grupos mínimamente amplios de personas puedan compartir un acuerdo sobre determinadas ideas, ese acuerdo, en sí mismo, no es más que un proyecto teórico intelectual carente de una base operativa asentada en el territorio. Y, sin estos elementos, no es un partido político. Ahora bien, construir ese entramado organizativo es algo complejo: requiere líderes con capacidad de aunar voluntades, instrumentos económicos, capacidad de compromiso, habilidad política, etc.

Esta visión utópica de la política también está presente, aunque de otro modo, en las valoraciones negativas que no tienen en cuenta que los mismos problemas que la deforman se dan también en otros entornos profesionales. La corrupción, la competencia desleal o las traiciones profesionales no son características exclusivas de la política y se pueden encontrar en muchos otros ámbitos profesionales. Lo que ocurre es que los intereses en juego en la política son, generalmente, mucho más relevantes, lo que multiplica la pasión y el deseo.

Juan Manuel Burgos es profesor de la Universidad CEU San Pablo (Madrid). Presidente de la Asociación Española de Personalismo.
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NOTAS
(1) G. Di Palma, 1970, Apathy and participation. Mass Politics in Western Societies, New York, The Free Press.
(2) M. Torcal, 2003, Political disaffection and democratizacion history in new democracies, Working Paper 308.

(3) S. P. Huntington, 1991, The Third Wave. Democratization in the Late Twentieth Century, Norman OK, University of Oklahoma Press.

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