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domingo, 26 de abril de 2020

El coronavirus “contagia” también a las libertades

Luis Luque, en Aceprensa, 20 de abril 2010

La imposición de restricciones a los ciudadanos como vía para frenar la expansión del coronavirus ha sido materia frecuente en la mesa de quienes toman decisiones en las sociedades democráticas. La emergencia las justifica, si bien despiertan recelos de que se perpetúen. 
En los países no democráticos, la adopción de medidas de ese tipo no suscita mayor polémica. Una democracia a medias, Singapur, donde una única fuerza política –el Partido de Acción Popular– rige los destinos del país desde la independencia en 1965, ha aplicado medidas tan extrañas a los derechos individuales como publicar los detalles de ciudadanos infectados por coronavirus, incluidas sus relaciones con otras personas.
“El caso 219 es un varón de 30 años; trabaja en la estación de bomberos Sengkang, está aislado en una habitación del hospital de Sengkang y es familiar del caso 236”, dice una entrada en la web del Ministerio de Salud, citada por el New York Times.
Asimismo, la ciudad-estado ha “puesto a disposición” de sus ciudadanos una app de rastreo: TraceTogether. Con ella en el móvil, una persona infectada tiene que declararse como tal. En caso de haber estado en la proximidad de otras durante 30 minutos, el Ministerio le envía telemáticamente la orden de volcar el historial en los rastreadores de contacto, que se encargan de enviar aviso al resto del grupo. Quien no entregue estos datos al Ministerio se arriesga a ser procesado.
En Singapur, las autoridades publican los detalles de personas infectadas por coronavirus, incluidas sus relaciones con otros individuos
También la mayor dictadura del mundo, China, tiene mecanismos de control parecidos. El gobierno ha ordenado a los ciudadanos que descarguen en sus móviles un software que identifica a cada persona con un código de color, según su riesgo de contagio por Covid-19. Por ese medio, las autoridades comunican a los ciudadanos si pueden circular libremente o tienen que guardar cuarentena por siete o catorce días. Y ello, sin que los afectados conozcan cómo el programa hace las distinciones.
“¿Andas sin teléfono? Multa”
Pero a los dirigentes de las democracias también puede entusiasmarles la posibilidad de ahondar en el control por vía digital. En la región italiana de Lombardía, las autoridades utilizan los datos de la telefonía móvil para observar cómo se respetan las cuarentenas y las distancias que se recorren cada día. De hecho, un funcionario a cargo revela al diario neoyorquino que un 40% de la población se mueve “demasiado”.
En Israel, entretanto, el Shin Bet –la agencia de seguridad interna– recibió el encargo gubernamental de rastrear y acceder a los móviles de las personas infectadas, mediante un software concebido originalmente para seguir a presuntos terroristas. Al principio, la Corte Suprema puso pegas, pero finalmente la medida se mantuvo. Aquellos que desafíen la orden de aislamiento y sean detectados, pueden ir a la cárcel por hasta seis meses.
En Corea del Sur, varias agencias del gobierno están utilizando la huella digital del móvil y la de las compras con tarjeta para seguir los movimientos de los pacientes con coronavirus y rastrear la cadena de contagios, mientras que en Taiwán se monitorea por el teléfono a aquellos que deben guardar cuarentena. A tal efecto, se ha impuesto la rara obligación de tener que andar siempre con ese dispositivo encima. A quien “cacen” en la calle sin su teléfono, le espera una buena multa.
¿Puede ayudar el rastreo tecnológico a pararle los pies al virus? Para algunos, la utilidad es muy limitada. Albert Fox-Cahn, director ejecutivo del Surveillance Technology Oversight Project, en Nueva York, dice a Aceprensa que “en la mayoría de los casos, no hay evidencia de que esto ayude a contener el Covid-19. Ninguna de las tecnologías de seguimiento que se han utilizado o que se están considerando adoptar puede rastrear eficazmente el progreso de la enfermedad, sin haberse aplicado previamente tests fiables a todos los individuos identificados por las herramientas de localización”.
“La suposición de que todos los individuos posean suficientes habilidades digitales o tengan pleno acceso a herramientas digitales, también puede conducir a discriminar a grupos vulnerables, por ejemplo, a personas sin un teléfono inteligente, a otras con discapacidades mentales o físicas, a ancianos, etc.”, nos comenta Francesca Fanucci, asesora legal del European Center For Not-For-Profit Law.
“En la mayoría de los casos –añade–, tampoco está claro cómo se recopilarán y procesarán los datos, cómo y dónde se almacenarán, durante cuánto tiempo, quién tendrá acceso a estos datos y con qué propósito, ahora o en el futuro”.
Ahora bien, en su celo por atajar la pandemia, las autoridades de varios países democráticos no han circunscrito sus decisiones únicamente al campo de las tecnologías. Los propios israelíes, por ejemplo, han visto que la crisis ha servido para que el primer ministro Benjamin Netanyahu decrete el cierre de todos los tribunales… incluido el que debe juzgarlo a él por acusaciones de corrupción.
Por su parte, los británicos, que tienen incrustada en su memoria melódica la certeza de que Britons never, never, never shall be slaves!, asisten a la realidad de que las fuerzas del orden, bajo la nueva ley de emergencia nacional, pueden multar a discreción si ven reunidas a dos personas en la calle, y que policías y oficiales de Inmigración pueden detener a alguien por estar infectado o por sospechas de estarlo, y recluirlo por un tiempo. “Es como un Estado policial”, se ha quejado Jonathan Sumption, exjuez del Tribunal Supremo.
“Ninguna de las tecnologías de seguimiento puede rastrear eficazmente el progreso de la enfermedad”
Peor, sin embargo, parece irles a los húngaros, cuyo primer ministro, Víktor Orbán, ha aprovechado el contexto y hecho aprobar, gracias a su mayoría parlamentaria, una ley que le permite gobernar por decreto sin límite temporal.
De temporales a ilimitadas
Ciertas experiencias sobre los poderes extraordinarios que asumen los gobiernos invitan a ser cautos respecto a la “temporalidad” de esas facultades. Fox-Cahn confiesa no tener ninguna razón para creer que las agencias gubernamentales, ansiosas por ampliar sus poderes en respuesta al coronavirus, estén dispuestas a dejarlos caducar una vez que se erradique la epidemia.
“Esto es básicamente cierto porque la amenaza del Covid-19 no desaparecerá sin más. Probablemente enfrentemos algún grado de riesgo en los próximos años. No podemos creer que los gobiernos hagan retroceder estas redes de vigilancia invasivas, simplemente porque digan que lo harán”.
El ejemplo, en su propio país: “Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 –señala–, EE.UU. puso en vigor la PATRIOT Act, que otorgó al gobierno amplios poderes de emergencia. Pero en vez de dejar que estos expiraran en 2005, fueron renovados, y vueltos a renovar, y ahora mismo pueden renovarse hasta 2024”.
“Lo que es aun peor –agrega Francesca Fanucci– es que la mayoría de las veces este cambio de poderes al Ejecutivo se aprueba con poca consulta de expertos, y mucho menos de la sociedad civil, y se está implementando sin supervisión independiente o revisión periódica de la asamblea parlamentaria”.
Lo que se implanta, cuesta arrancarlo. Un editorial de Le Monde lo ilustraba con el caso francés: “Una vez que se ha aplicado la restricción, es raro que el legislador vuelva a los textos más liberales. Adoptada al comienzo de la guerra de Argelia, la ley de 1955 sobre el estado de emergencia fue actualizada y adaptada, nunca derogada. Las disposiciones adoptadas en 2015 para hacer frente al terrorismo se han incorporado al derecho común”.
“El estado de emergencia sanitaria –añade el diario– es una primicia en nuestras democracias. Pero la amenaza de una nueva pandemia permanecerá grabada en la mente de la gente. Por lo tanto, la tentación será grande para los gobiernos de convertir lo provisional en definitivo”.
Por su parte, Jordi Nieva, catedrático de Derecho Procesal en la Universidad de Barcelona, lamenta la facilidad con que las autoridades implementan, en estos días, medidas restrictivas de los derechos fundamentales, así como la aquiescente actitud de los ciudadanos –algunos incluso muestran una activa complicidad como delatores de sus semejantes– ante todo ello.
“Muchos de los que ocupan cargos públicos –señala en un artículo en la Revista Catalana de Dret Públic–, sufren una tradicional e incomprensible amnesia a futuro, es decir, son incapaces de entender que no siempre estarán al mando, y que tras ellos, con completa seguridad, vendrán otros que aprovecharán lo que hicieron los anteriores, quién sabe con qué finalidades. Y que entonces, siendo ya de nuevo ciudadanos corrientes, no podrán hacer nada para impedirlo, sino simplemente sufrirlo como los demás”.

Google quiere ayudar, pero con datos anónimos

Para acopiar datos que puedan ayudar a vencer al virus, los gobiernos de más de 130 países pueden contar con el apoyo de gigantes tecnológicos. Google anunció recientemente que ayudaría a las autoridades de salud con el rastreo de los movimientos poblacionales, para lo que pondría a su disposición sus amplios registros.
También están las aplicaciones que utilizan el protocolo de Google, las cuales detectan la proximidad a otros móviles mediante Bluetooth.
Así lo ilustra el Wall Street Journal: una mujer se sienta cerca de un hombre en un banco del parque. Sus teléfonos emiten números de identificación anónimos y cada uno registra el número emitido por el otro. Si el hombre marca en la aplicación haber dado positivo al Covid-19, las claves de ese resultado suben a un servidor. La aplicación en el teléfono de la mujer detecta las claves de las personas en derredor que han dado positivo, y encuentra una coincidencia. Entonces, y sin que se le informe la identidad del infectado, le aparece en pantalla una guía sobre lo que debe hacer a continuación, como autoaislarse, notificar a los funcionarios de salud y hacerse el test.

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