Por Antonio Argandoña, IESE, Barcelona
El Fraud Survey 2013 de Ernst&Young (aquí, en inglés) arroja unos resultados poco atractivos. A nivel mundial, el 60% de los 3.000 consejeros y directivos consultados afirma que la presión para anunciar resultados financieros positivos ha aumentado en los últimos doce meses –una manera delicada de decir que los propietarios y los altos directivos están dispuestos a aceptar, ¿cómo lo diría?, que se haga lo necesario para que los resultados sean, eso mejores –mejores de lo que son. El 42% de los miembros de los consejos de administración admite que en su compañía se llevan a cabo algunas prácticas inmorales en este sentido.
Cuando muchos directivos (un 61% en España) afirman que en su país se manipula la información sobre los resultados financieros, está claro que eso ocurre también en sus empresas. Que lo digan ellos significa que lo saben. Algo es algo. Pero no parece que estén dispuestos a poner remedio. Muchas compañías tienen departamentos de cumplimiento normativo (de compliance, en inglés), pero los resultados no parecen muy buenos. El 49% del personal de ventas no consideran que la política anti-corrupción de su empresa sea relevante para su trabajo, y esa percepción ha empeorado desde 2011.
Muchos consideran que el cumplimiento normativo no es algo que les afecte a ellos –no saben, probablemente, que cada vez hay más países que incluyen severas penas económicas e incluso de cárcel para las compañías y los directivos que no puedan mostrar que tienen planes efectivos de prevención, comunicación y corrección de incumplimientos (en España, la reforma del Código Penal en este sentido está ahora en el Parlamento).
¿Por qué es tan difícil avanzar en este ámbito? Probablemente, por la presión de los resultados: los inversores, los propietarios y, en consecuencia, los jefes piden menores costes, mayores beneficios y ventas más altas, en una situación económica que, en muchos países, no es brillante. Y lo piden sin condiciones: quiero esto ya, ahora, sea como sea. Y, a menudo, con la amenaza de la reducción de empleo o de salarios, que es otro gran impulsor de las conductas inmorales.
Y también porque los directivos consideran que los programas de cumplimiento normativo o de ética empresarial son un coste, no una inversión –esa es, al menos, la opinión de uno de cada seis de los que contestaron la encuesta de Ernst & Young.
En fin, que queda todavía mucho que hacer. Primero, en el frente de los mercados financieros: el cortoplacismo y la presión por los resultados son enemigos de las buenas prácticas. Segundo, en la comunicación y la acción: quizás los de arriba tienen buenas intenciones, pero estas no llegan a los de abajo –solo les llegan las presiones y las amenazas mencionadas antes. Y tercero, debemos insistir en que las buenas conductas no son window dressing, operaciones de escaparate, venta de humo o distraer a los reguladores, sino algo absolutamente necesario para el buen funcionamiento de una empresa. Y, claro, de un país.
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