Por Alfonso Aguiló
—De todas formas, ¿no es un poco extraño que todos esos datos y razones científicas no convenzan a tantas instituciones que continúan promoviendo grandes campañas de control de la natalidad?
—De todas formas, ¿no es un poco extraño que todos esos datos y razones científicas no convenzan a tantas instituciones que continúan promoviendo grandes campañas de control de la natalidad?
Sí que parece un poco extraño. Y me atrevo a decir que también un poco sospechoso. De hecho, están surgiendo cada vez más voces de protesta –aunque por desgracia aún bastante silenciadas– contra ese tipo de políticas antinatalistas.
Es sospechoso, por ejemplo, que la mayor parte de lo que se consideran ayudas al desarrollo de países pobres se destine a sufragar gastos administrativos y de gestión de las propias instituciones que conceden esas supuestas ayudas: grandes edificios, ingentes gastos de personal y de representación, viajes, hoteles, etc.
Y es también sospechoso que los fondos restantes –teóricamente destinados ya directamente a promover el desarrollo en cada país– se suelan a su vez emplear mayoritariamente en subvencionar campañas de planificación familiar.
—Supongo que algo gastarán en promover directamente el desarrollo, ¿no?
Muy poco, solo un pequeño tanto por ciento. Casi todo el presupuesto se va en burocracia, gestión, y multimillonarios contratos con empresas que se dedican a implantar el control de la natalidad. Al final, solo una pequeña parte se destina a los gastos sociales verdaderamente esenciales para el desarrollo (infraestructuras, capacitación profesional, sanidad, cultura, educación, etc.).
Y es una pena que esas instituciones, que aseguran contribuir a la liberación de la mujer, en muchos casos lo que hacen en la práctica es sacrificar su acceso a la educación –habitualmente inferior al varón en esos países– en favor de su acceso a la planificación familiar.
No falta gente, además, que asegura que detrás de esos contratos de family planning hay oscuros –oscurísimos– intereses económicos y políticos.
Esas campañas cuentan con unas dotaciones de varios billones de dólares anuales, y de ese dinero viven –bastante bien, por cierto– muchas grandes multinacionales del sector. Son cifras que bien pueden forzar políticas gubernamentales o comprar voluntades de personas de ámbitos muy diversos.
Hay que pensar que son contratos muy apetecibles, pues venden de un golpe cientos de millones de preservativos y píldoras anticonceptivas, que suponen grandes ganancias, siempre seguras, puesto que los gobiernos del Tercer Mundo se ven obligados a comprarlos.
Además, muchas veces –como se ha denunciado en repetidas ocasiones– son productos ya retirados de los mercados occidentales por sus efectos secundarios o su baja calidad.
—Me parece mal, lógicamente, pero al fin y al cabo se trata de un regalo, ¿no?
Bueno, es que hay que recordar que toda esta campaña de solidaridad internacional incluye un plan para pasarle luego la factura a las víctimas.
Por ejemplo, la tristemente famosa Conferencia de Población y Desarrollo de El Cairo previó que las dos terceras partes de esos costos serían financiados por los propios países en vías de desarrollo.
Como se ve –denunciaba Ignacio Aréchaga–, el plan es perfecto: primero se establece que hay una demanda insatisfecha de servicios de control de la natalidad; después se dictamina lo que hay que gastar en la promoción de medios anticonceptivos, proporcionados en su mayor parte por las multinacionales de los países ricos; y finalmente se pasa el grueso de la factura a los países en desarrollo, ya que "ellos son los primeros beneficiados".
Parece que no es buscarle tres pies al gato pensar que hay mucha gente poderosa que tiene mucho interés en mantener este tipo de políticas antinatalistas.
Las razones que dan suelen ser de solidaridad, de ecología o de preocupación humanitaria. En muchos casos, lo harán de buena fe. Pero me temo que muchos otros esconden –detrás de esas mismas razones filantrópicas– inconfesables afanes de mantener el imperialismo económico, sostener un rentable colonialismo demográfico, ganar dinero a expensas del Tercer Mundo, contener las avalanchas de inmigrantes, o ceder a presiones provenientes de intereses de poderosos grupos económicos internacionales.
La alarma ante el crecimiento demográfico enmascara muchos temores a una nueva situación que inquieta a los países ricos. Un miedo –como escribe el francés Hervé Le Bras– que "se expresa bajo la forma alegórica de un atentado a la salud del planeta, mientras que se trata de un atentado a los privilegios de los ricos por la llegada de nuevos convidados al banquete de la naturaleza".
Una sutil intolerancia, lamentablemente disfrazada de tolerancia y solidaridad.
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