Después de que lo intentaran sin éxito diversos directores, finalmente el taiwanés Ang Lee (“Comer, beber, amar”, “Sentido y sensibilidad”, “La tormenta de hielo”) ha llevado al cine “La vida de Pi”, original novela del canadiense nacido en Salamanca Yann Martel, ganadora del Booker Prize de 2002 y de la que se han vendido más de siete millones de ejemplares en todo el mundo. Aunque Lee reduce y simplifica el rico fondo religioso y filosófico del libro —sobre todo en el desconcertante desenlace—, logra una película fascinante, con momentos de arrebatadora belleza, en los que da un paso adelante en el uso del 3D estereoscópico que han realizado recientemente directores de la talla de James Cameron, Martin Scorsese, Steven Spielberg, Wim Wenders o Werner Herzog.
Canadá, en la actualidad. Por sugerencia de un amigo común, un joven escritor en crisis creativa (Rafe Spall) escucha la alucinante historia, supuestamente real, que le relata un hombre indio, Piscine Militor Patel (Irrfan Khan), emigrado allí hace años. Sur de la India, hacia 1970. Pi Patel (Suraj Sharma) es un adolescente vitalista, que vive en Pondincherry, donde su familia regenta un zoo. El padre de Pi (Adil Hussain) es agnóstico, la madre (Tabu) es hindú y el chaval, fascinado por Dios y las religiones, acaba practicando el catolicismo, el hinduismo y el islamismo.
Canadá, en la actualidad. Por sugerencia de un amigo común, un joven escritor en crisis creativa (Rafe Spall) escucha la alucinante historia, supuestamente real, que le relata un hombre indio, Piscine Militor Patel (Irrfan Khan), emigrado allí hace años. Sur de la India, hacia 1970. Pi Patel (Suraj Sharma) es un adolescente vitalista, que vive en Pondincherry, donde su familia regenta un zoo. El padre de Pi (Adil Hussain) es agnóstico, la madre (Tabu) es hindú y el chaval, fascinado por Dios y las religiones, acaba practicando el catolicismo, el hinduismo y el islamismo.
Un día, la familia emigra a Canadá, llevándose consigo sus animales más exóticos en un inmenso barco mercante japonés. Pero el navío naufraga durante una tempestad, y solo sobreviven en un bote salvavidas Pi y cuatro animales: una cebra, un orangután hembra, una hiena macho y un tigre de Bengala. Sus conocimientos zoológicos permiten a Pi sobrevivir de mala manera hasta que sólo quedan en el bote el tigre y él. Perdido en el Océano Pacífico, casi sin comida ni agua, rodeado de tiburones y amenazado por tormentas, Pi establece con el tigre una singular relación, que le permite mantener la esperanza de que Dios realizará un milagro y los salvará.
La deslumbrante y emocional puesta es escena de Ang Lee, la sensacional interpretación del joven indio Suraj Sharma —que debuta como actor—, el abigarrado retrato costumbrista y espiritual inicial, el impresionante naufragio, la increíble animación digital de los animales en el bote, el mar fosforescente, la aparición de la ballena, la misteriosa isla de los suricatos… justificarían de por sí la inclusión de “La vida de Pi” entre los grandes títulos del cine contemporáneo. Pero, además, la película, a pesar de sus discutibles limitaciones, plantea una profunda reflexión sobre Dios, la religión y la fe, con especial incidencia en la providencia divina y el sentido del sufrimiento.
La deslumbrante y emocional puesta es escena de Ang Lee, la sensacional interpretación del joven indio Suraj Sharma —que debuta como actor—, el abigarrado retrato costumbrista y espiritual inicial, el impresionante naufragio, la increíble animación digital de los animales en el bote, el mar fosforescente, la aparición de la ballena, la misteriosa isla de los suricatos… justificarían de por sí la inclusión de “La vida de Pi” entre los grandes títulos del cine contemporáneo. Pero, además, la película, a pesar de sus discutibles limitaciones, plantea una profunda reflexión sobre Dios, la religión y la fe, con especial incidencia en la providencia divina y el sentido del sufrimiento.
Ciertamente, Ang Lee subraya en exceso el sincretismo religioso del protagonista; y, en el inquietante desenlace abierto del filme, parece reducir la religión a una especie de bálsamo que uno se fabrica para suavizar la crudeza de la realidad. Unos enfoques erróneos, que no hacen justicia a los planteamientos muchos más profundos y ricos de la novela original, presentes de todas formas en el trasfondo de la película. En efecto, Yann Martel —que se declara católico practicante— defiende en su novela la racionalidad de la fe cristiana. “La ciencia y la religión no tienen por qué chocar —ha señalado—; las veo más como complementarias, que como contradictorias”. Y, desde ese sólido cimiento, indaga en la grandeza y la miseria de la naturaleza humana —herida por el pecado, pero sanada por la gracia—, se maravilla ante la presencia de Dios en el mundo —“Todo tiene en sí una huella de lo divino”— y defiende el poder de la oración y la necesidad de la fe religiosa para no caer en la desesperación del nihilismo. “Las dudas mantienen viva la fe” —señala el novelista de Québec—, pero “elegir la duda como filosofía de vida es como elegir la inmovilidad como medio de transporte”. Lúcidas ideas que, de haber sido mejor expresadas por Ang Le, hubieran enriquecido todavía más una película ya de por sí muy brillante.(Cope J. J. M.)
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