Hace tiempo que se agotaron los adjetivos para calificar a un conjunto de deportistas que dan ejemplo por sus resultados, pero principalmente por sus virtudes como equipo. Se ha dicho que son solidarios entre ellos, amigos que confían unos en otros, profesionales que saben lo que tienen que hacer. Entonces su éxito se entiende mucho mejor. Este extraordinario factor humano ha sido dirigido con inteligencia y mano izquierda. La selección española lleva años acreditando que su buen juego responde a una buena planificación, a la elección de los mejores, a la subordinación del individualismo al bien general, al seguimiento de unos excelentes directores y al compromiso colectivo con unos objetivos que ayer, de forma espectacular, fueron coronados con el Mundial 2010.
Durante estas semanas, las victorias de la selección española y la progresión de su juego desde la derrota ante Suiza han servido para establecer paralelismos entre la buena gestión del combinado nacional y el estado general de España. Es una reacción inevitable, porque, en un momento de crisis, la selección española regala unas horas de euforia y autoestima para los que no hay muchos motivos antes y después de cada partido. Sin embargo, y siendo legítimo preguntarse por qué España no funciona como la selección, por qué sus valores no son los del país en su conjunto, los de su clase política, incluso los de la sociedad, más valdría reconvertir tanto juicio comparativo con el Gobierno en un mensaje para los ciudadanos. Porque el mensaje de la solidaridad, del trabajo en equipo, de la sana ambición, de las ideas claras, incumbe principalmente a la sociedad española. La selección es una metáfora de lo que España puede llegar a ser, siempre que estemos dispuestos a aplicar los mismos criterios que han fundamentado los éxitos del combinado nacional. Sería bueno que el entusiasmo colectivo por la selección fuera un estímulo para la sociedad española ante las dificultades del momento e incluso un motivo para exigir que nuestro país se parezca y trabaje como ese grupo de jóvenes —incluidos los Gasol, Nadal, Pedrosa, Alonso, Contador...— que están obligando a todo el mundo, en sentido literal, a hablar de España con admiración.
POR si fuera poco el efecto ejemplarizante, los éxitos de la selección han quitado el velo que tapaba el deseo de expresar algo tan elemental como el orgullo de ser españoles. Nada más erróneo que transformar este sentimiento en una suerte de nacionalismo español oponible a los nacionalismos periféricos. Pero tampoco sería razonable que este tiempo de exhibición de banderas y colores nacionales quedara clausurado a partir de mañana, como si realmente la roja y amarilla fuera la bandera de la selección y no de España. Se trataría de recuperar un patriotismo positivo y constructivo, que es imposible si los ciudadanos se avergüenzan de su bandera, como símbolo de la unión nacional y de su identidad española. Esta explosión cívica de españolidad debería ser bien entendida por la sociedad como un valor enriquecedor, en un momento en que España necesita bases firmes para una recuperación que no solo es económica. Y también debería ser interpretada correctamente por la clase política, a derecha e izquierda, como la exhibición de una España que si no da más la cara, es decir, si no se muestra más a menudo con esta alegría, esta autoestima y esta convicción, se debe a que no tiene los liderazgos que merece.
Hemos tenido que esperar a un Mundial de fútbol para que se genere un estado de ánimo frente a la adversidad, un sentimiento de patriotismo integrador. Pues sí, ha tenido que ser la selección de fútbol la que enseñe a los españoles que, como Nación, no hay más límites que los que se imponga a sí misma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario