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jueves, 9 de enero de 2020

Los rostros hablan

          

Cuando voy por la ciudad en transporte público, me gusta recolectar rostros y miradas de la gente.  A veces sonrío a alguien, aunque no lo conozca, provocando el desconcierto inicial del infeliz o la infeliz; luego, sin embargo, noto que algo se relaja y que los rasgos de su rostro, hasta ese momento contraídos en una expresión adusta, revelan, luminosamente, que se emplean más músculos de la cara en expresar tristeza que en sonreír (lo dicen también los científicos). Me parece que se nos está olvidando el arte de ser felices y que, cuando lo somos, por miedo a que ese estado de gracia sea una mera ilusión, lo dejamos morir, como si un jardinero no se fiase de la semilla de la rosa porque es muy pequeña y muy débil y decidiese no cuidarla.

         Cuando miro una rosa, me doy cuenta de que la finalidad de las cosas del universo no es ser bellas y, sin embargo, lo son. ¿Por qué no conseguimos alcanzar la belleza de una rosa u olvidamos cómo se hace? Estamos excesivamente concentrados en obtener resultados, en vez de ocuparnos de las personas, y no cuidamos de nosotros mismos como los seres vivos que somos, llamados a sentir la vida con más intensidad cada día que pasa, a ser capaces de cumplir un destino inédito, y nos conformamos con cruzar, cansinamente, una repetitiva sucesión de días sin alegría. Y esto ocurre, creo, porque, con frecuencia, preferimos el envoltorio de la vida a la vida misma, como si alguien, al recibir un regalo, se conformase con el paquete porque le da miedo que el contenido le desilusione.

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