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domingo, 14 de enero de 2018

El hijo, ¿don o derecho?

Por Fernando Pascual

       
Que unos esposos quieran tener un hijo parece lo más normal del mundo. Que lo quieran tener “a cualquier precio” implica serios problemas éticos. 
        La técnica ofrece hoy muchas posibilidades para ayudar a quienes desean tener un hijo. Pero no todas las técnicas son igualmente buenas. Conviene valorarlas según varios criterios: médicos, económicos, psicológicos, sociales, biológicos; sobre todo, éticos, pues nunca se puede hacer algo malo para conseguir un resultado bueno. 
        Si dos esposos no pueden tener hijos, lo primero que habría que buscar es curar las causas de la esterilidad (de él, de ella, o de los dos a la vez). Según estudios recientes, alrededor de un 70 % de parejas estériles pueden recuperar, con la ayuda médica, la fecundidad. Pero si esto no resultase posible, el recurrir a técnicas que implican sustituir a uno de los esposos con un “donante anónimo” (en las así llamadas técnicas heterólogas) no es una solución adecuada, porque hiere, de un modo no siempre consciente y claro, a aquel esposo o esposa que ha sido suplantado por otro a la hora de lograr la concepción del hijo. 
        En efecto, un hijo que nace de un donador extraño al matrimonio depende, biológicamente, de un padre o de una madre desconocidos, y ello puede influir muy negativamente en la vida de la pareja, aunque al inicio los dos digan que están de acuerdo con el método escogido. 
        A pesar de estos inconvenientes, hay clínicas que ofrecen la “solución” del recurso a los donadores anónimos de esperma o de óvulos, como si esto fuese algo “normal”. No parece, sin embargo, algo normal que un niño no pueda saber quién es su verdadero padre o su verdadera madre. No pueden saberlo ni siquiera los padres legales (los que han pedido la fecundación heteróloga), por “respeto” al anonimato del donante. 
        Alguno dirá que en el adulterio puede pasar algo parecido: nace un niño que proviene de alguien ajeno al matrimonio. Sin embargo, incluso en esos casos la madre puede llegar a recordar de qué persona ha nacido su hijo. En la fecundación artificial heteróloga, sólo el hospital o las autoridades públicas, si llevan los registros adecuados, sabrían quiénes son los verdaderos padres de la nueva creatura. 
        El secreto acerca de un dato tan importante como el del propio origen genético no parece ni justo ni democrático en un mundo que quiere ser libre y que defiende, con numerosos acuerdos internacionales, los derechos del niño. Entre ellos encontramos el siguiente: “El niño será inscrito inmediatamente después de su nacimiento y tendrá derecho desde que nace a un nombre, a adquirir una nacionalidad y, en la medida de lo posible, a conocer a sus padres y a ser cuidado por ellos” (Convención sobre los Derechos del Niño, Asamblea General de la ONU, 20 de noviembre de 1989, artículo 7). 
        En un nivel distinto del anterior, hay que recordar que no pueden ser justas aquellas técnicas que impliquen daños en los embriones, o, incluso, que planeen la destrucción de los que “sobren”. 
        Esto ocurre con frecuencia cuando se hace recurso a la fecundación “in vitro” (FIV), en la que suelen ser fertilizados bastantes óvulos con el fin de asegurar un mayor porcentaje de éxito. Los embriones que “sobran”, o son congelados para ver si los padres deciden acogerlos en un nuevo intento de embarazo, o son destruidos, si es que no son “vendidos” o regalados, como se regalan los alimentos que llegan a su fecha de caducidad en los grandes supermercados... No puede ser buena una técnica que trata a los seres humanos como un objeto sin valor o como un pobre animal minúsculo con el que se pueden hacer experimentos (aunque estén regulados por “normas muy estrictas”). 
        Los esposos deben comprender que buscar un hijo “a cualquier precio” no puede ser algo bueno, si en ese “precio” se incluyen desórdenes como los que hemos mencionado antes. El hijo es un don, es algo que se recibe, que no se merece. Los dones se aceptan con respeto, con cariño, con responsabilidad. Si el hijo se convierte en un objeto fabricado por la técnica o es conseguido de un modo injusto o violento, los padres corren el riesgo de verlo como una posesión más, como el abrigo que hoy se compra y mañana queda olvidado en un armario. Por lo mismo, técnicas como la FIV o la ICSI, que implican una concepción de seres humanos en laboratorio, por la acción de los médicos que trabajan sobre las células reproductoras, implica un dominio sobre la vida que no puede recibir un juicio ético positivo. 
        El don, en cambio, interpela a la acogida en un clima de respeto y de amor. De este modo, si Dios así lo quiere, cada hijo también podrá llegar a ser un día un nuevo padre o madre en el mundo de los humanos. Podrá, además, respetar y querer a los padres que lo amaron por lo que era, sin permitir que fuese “producido” según planes prefijados con la mirada atenta de científicos expertos, pero no siempre capaces de reconocer la dignidad de cada uno de los embriones que manejan en sus laboratorios. 
        Cuando no llega el don, cuando no es posible que nazca el hijo, no se priva a los esposos de algo a lo que “tenían derecho”. Podrán vivir entonces su amor de un modo especial, distinto del de la mayoría de los que sí pueden tener hijos. Tal vez podrán adoptar un niño, pero siempre en función del bien del pequeño, y no simplemente para satisfacer los propios deseos personales. 
        La vocación al amor pide a los esposos aceptarse hasta la muerte, “en la salud o en la enfermedad”, en la esterilidad o en la pobreza. Es cierto que fracasan matrimonios con hijos y que fracasan matrimonios sin hijos. Pero también es cierto que los unos y los otros pueden triunfar, pueden vivir el amor hasta el final. A todos se les pide una generosidad total, sin la cual no es posible el éxito de ningún matrimonio. Así es el verdadero amor, sin condiciones. Así una pareja, con o sin hijos, puede llegar a vivir, con plena madurez, su mutua donación, quizá incluso más allá de la muerte...

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