Al
cabo de un año de su elección, el Papa Francisco ha conseguido que el mundo
escuche positivamente su mensaje. Pero tampoco faltan las críticas. El filósofo
Joaquín García-Huidobro analiza estas reacciones en un artículo para “El
Mercurio” de Chile (23-02-2014), que reproducimos en parte.
El
desafío para la Iglesia consiste en encontrar en cada momento de la historia la
forma más adecuada para expresar su mensaje permanente. Esto supone un cuidado
constante, para evitar que esas formas históricas no terminen por ahogar lo
esencial. Confundir la forma humana con el fondo divino sería una curiosa
variante de idolatría. Pretender, por el contrario, que el mensaje cristiano se
exprese sin recurrir a ninguna forma, sería negar la realidad de la
Encarnación: Cristo mismo se vistió, trabajó, comió y habló con unas formas
determinadas, como buen judío que es. Lo esencial no vive en estado puro, sino
que requiere ciertas expresiones externas para manifestarse.
Durante
la Edad Media y el Renacimiento el papado adquirió diversas formas, tanto en su
apariencia externa como en su organización. Francisco ha cambiado algunas de
esas manifestaciones externas, que “pueden ser bellas, pero ahora no prestan el
mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio”. Juan Pablo II cambió
otras, como la silla gestatoria y la tradición de que los papas apenas salían
del Vaticano, o no practicaban deportes. Que el Papa use zapatos rojos,
blancos, negros o sandalias, no parece demasiado importante, ni tampoco resulta
un signo para que nosotros expresemos particular alegría o alarma, según
nuestro temperamento estético-teológico.
Naturalmente,
esas formas no se refieren solo a las vestimentas o al lugar donde duerme el
Papa. Hay algunas que tienen tal importancia histórica que su cambio (o su
mantención) implica riesgos importantes. Francisco ha llamado la atención sobre
un punto muy delicado, ya señalado por Juan Pablo II: el de la forma en que se
ejerce el Pontificado. Decía este en 1995 que era necesario encontrar “una
forma del ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial
de su misión, se abra a una situación nueva”. Piensa Francisco que se ha
avanzado poco en este sentido y que hoy se hace necesario promover una
“saludable descentralización”, que ponga en marcha esa aspiración del Papa
polaco. Descentralizar no significa suprimir el papado ni negar un ápice su
valor en la vida de la Iglesia. Simplemente se trata de encontrar formas que
ayuden a cumplir mejor la misión, y que permitan despejar obstáculos innecesarios
en el diálogo con la Iglesia Ortodoxa. (…).
Aprecio
por la sencillez.
El
aprecio por la sencillez lo ha acompañado siempre: en Buenos Aires y en Roma.
Pero hay un rasgo de su personalidad que cambió el día de su elección. El
cardenal Bergoglio era un hombre retraído y bastante poco carismático. Los que
lo conocían de cerca percibían su profunda humanidad, pero no era una persona
que anduviera siempre con una sonrisa en los labios, sino un asceta más bien
parco. Aunque él se ha referido al tema de manera sucinta, da la impresión de
que ese día recibió un don muy particular, el de la alegría, la acogida y la
ternura.
Esa
alegría desbordante lo ha ayudado enormemente a transmitir algunas ideas que
para él son fundamentales. Veamos algunos ejemplos.
¿Qué
es lo más importante?
Para él, lo primero es ir a lo básico, que en el caso de un cristiano se
llama Jesucristo. El cristianismo no es un conjunto de prescripciones y
mandamientos, sino el encuentro con la persona de Jesús. Lo demás viene
después. Si, como dice Francisco, al servicio de urgencia de un hospital llega
un accidentado grave, el médico no le pregunta por los niveles de colesterol:
le detiene la hemorragia, va a lo fundamental. ¿Significa esto que son
irrelevantes los niveles de colesterol para llevar una vida saludable? Es claro
que no, pero es un problema posterior.
Lo
mismo pasa con la doctrina cristiana. No todas las verdades tienen la misma
importancia ni son igualmente centrales. Si la predicación se centra en los
aspectos secundarios, sin mostrar el contexto, se hace incomprensible. Por eso
hay que insistir una y otra vez en lo central: Cristo, muerto y resucitado por
cada uno de nosotros. El mensaje cristiano debe concentrarse “en lo esencial,
que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más
necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello profundidad y
verdad, y así se vuelve más contundente y radiante”, nos dice. ¿Ha derogado con
esto alguna de las exigencias morales del cristianismo? Ninguna, simplemente
las ha puesto en su lugar y las ha vuelto comprensibles.
Llegar
a los que están lejos.
Esta concentración en lo esencial tiene una ventaja práctica. Permite
acercarse a quienes no forman parte del núcleo duro del catolicismo, a los
millones de hombres y mujeres que no integran el selecto grupo de quienes están
perfectamente convencidos y tienen todo meridianamente claro. (…).
Los
críticos de Francisco olvidan que el Papa no les está hablando primeramente a
ellos, sino a la gente de a pie, a esos católicos que están bautizados, pero
que solo pisan las iglesias para matrimonios y funerales. Esa gente no lee
encíclicas ni bulas. A ellos hay que hablarles de otro modo. Si leen
entrevistas a una actriz de cine o a un futbolista, entonces habrá que dar
entrevistas o hacer lo que sea, pero hay que llegar a ellos. ¿Y si pierde la
solemnidad papal? Dudo que a san Pedro le hayan quitado el sueño las
solemnidades.
No
todo, sin embargo, es afecto y comprensión en el Papa Francisco. Él ha hablado
con palabras muy duras a los eclesiásticos, haciéndoles ver que su misión debe
ser un auténtico servicio. En este contexto de entrega radical, resulta
ridículo andar a la caza de cargos y títulos honoríficos. La curia vaticana
está para servir a los demás, no para hacer carrera. Nada de príncipes. Que
quede fuera del sacerdocio la “preocupación excesiva por los espacios
personales de autonomía y distensión”. Aquí se trata de vivir para los demás,
de ser pastores “con olor a oveja”.
Atender
a los pobres
.
El empeño por
mover a los católicos a mirar lo esencial, exige rechazar la idolatría del
dinero y los bienes materiales. Solo así cabe tener los ojos libres para
atender a los pobres. Esto no es comunismo, como ha pretendido alguien, sino
puro y simple Evangelio.
En
otras épocas, el problema era la explotación. Hoy el drama más grave son los
excluidos, seres humanos que son transformados en desechos, sobrantes. El Papa
es muy concreto: “No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente
que pasa hambre”. Al mismo tiempo, tiene palabras muy duras contra la evasión
fiscal egoísta, y contra la “conciencia aislada” de quienes tienen el corazón
embotado por el bienestar, y viven como si los demás, especialmente los pobres,
no existieran. Su llamado solidario abarca la arquitectura misma de nuestras
ciudades, donde “las casas y barrios se construyen más para aislar y proteger
que para conectar e integrar”. El olvido de los pobres en la vida diaria de los
demás ciudadanos tiene muchas facetas, pero “la peor discriminación que sufren
los pobres es la falta de atención espiritual”.
¿Qué
tiene esto de comunismo? ¿No será, más bien, un inquietante llamado que resulta
incompatible con actitudes cómodas y autosuficientes?
El
Papa se anticipa a las excusas que todos tendemos a poner: “Nadie debería decir
que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida implican
prestar más atención a otros asuntos. Esta es una excusa frecuente en ambientes
académicos, empresariales o profesionales, e incluso eclesiales (…) Nadie puede
sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia
social”. (…).
Los
pobres no son un añadido del cristianismo, sino que son su patrimonio y
constituyen un elemento central en la ética de las bienaventuranzas. En
nuestras ciudades, perfectamente fragmentadas, el contacto con el pobre se hace
difícil para muchos, porque exige recorrer largas distancias y adentrarse en un
mundo desconocido. O vivir la experiencia de entrar a un gigantesco hospital
público, o a una cárcel, para encontrarse con alguien que está solo, ante el
cual no valen ni los títulos, ni los contactos, ni los apellidos, porque está
ahí, frente a nosotros, y nos interpela en su humanidad desvalida.
La
aproximación papal a la pobreza y la marginación, da luces acerca de su modo de
enfrentar el drama del aborto. Aquí no valen reformas o “modernizaciones” de la
postura de la Iglesia: “No es progresista pretender resolver los problemas
eliminando una vida humana”. Pero esa misma preocupación por el débil exige
preocuparse muy en serio por acompañar a las mujeres que se hallan en esa
difícil situación.
El futuro
(…) Hay muchos otros temas por enfrentar,
entre otros el animar a esos millones de católicos que sienten a la Iglesia
como algo muy lejano, para que vuelvan a casa y descubran un camino que les
ayudará a vivir una existencia más plena y alegre. No sabemos cuánto tiempo
tiene este Papa por delante. Pero aunque solo le quedaran unos días, aunque
muriese mañana y su pontificado fuese uno de los más cortos de la historia,
está claro que Francisco no habrá sido un mero Papa de transición. Después de
él, el Papado, ciertamente, será el de siempre. Pero no será el mismo.
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