José Ramón Ayllón
Ponencia del autor en ‘Aula 2013 - Encuentro Familia y Escuela’, 16 febrero 2013, en IFEMA (Madrid)
Abotargados por la omnipresente cultura del ocio y el exceso de pan y circo, no es extraño que nuestros jóvenes padezcan la falta de voluntad de ‘Felipe’ y la indiferencia desdeñosa de ‘Manolito’, que se pregunta: «a mí qué más me da saber si el Everest es navegable o no».
Hace más de una década se publicó en España “El valor de educar”. Fernando Savater, su autor, nos advertía, de entrada, que un pesimista puede ser un buen domador, pero no un buen maestro. Y que la educación exige el optimismo como la natación exige el agua.
Sin embargo, al mismo tiempo reconocía que la educación en España es una calamidad, un desastre, hasta el punto de haber llegado al extremo de educar en defensa propia, por instinto de conservación.
¿Exageraba Savater? No. Las sucesivas evaluaciones del Informe PISA le dan la razón. Confirman que estamos a la cola de Europa, que nuestros escolares suspenden una y otra vez en asignaturas fundamentales y comprensión lectora.
Después de cada Informe viene Pérez Reverte y despedaza a los últimos ministros y ministras de Educación, responsables −según él− de este hundimiento académico. La verdad es que resulta fácil concluir −y no seré yo quien lo niegue− que los Gobiernos y sus reformas educativas tienen bastante culpa del triunfo de la ignorancia en nuestros lares. Pero me parece que esa culpa ha de repartirse un poco.
Sin apuntar a España, Steiner escribe “La barbarie de la ignorancia” y se queja de que, en todo el mundo, el noventa y nueve por ciento de los seres humanos prefieren −y están en su perfecto derecho− la televisión idiota, la lotería, el Tour de Francia, el fútbol o el bingo antes que la cultura escrita. El sabio profesor confiesa que lleva toda su vida esperando que la escolarización obligatoria y la proliferación de bibliotecas cambien tal porcentaje, pero eso nunca sucede. Porque el animal humano es muy perezoso, mientras que la cultura es exigente.
Así que la cuestión no es solo de Gobiernos y ministros, sino mucho más profunda: hemos topado con la naturaleza humana, esa mezcla inestable y explosiva, explotada por una cultura del ocio que antes sencillamente no existía.
Es evidente que ponerse a estudiar es una elección. En la sencilla disyuntiva entre estudiar o no estudiar, la probabilidad de abrir un libro puede ser alta. En cambio, si lo que se me ofrece como alternativa es entrenar con mi equipo de fútbol, ver una película, manejar la Play o la Game, navegar por internet, chatear, asistir a clases de inglés en una academia, o de clarinete en un Conservatorio…, entonces también es evidente que la probabilidad de abrir un libro será mínima.
El estudio requiere tiempo y sosiego, justo lo que apenas tenemos en nuestras sociedades avanzadas. Tiene que resultar muy difícil estudiar en medio de la trepidación de un parque de atracciones, y en eso se están convirtiendo ciudades y hogares de una España que −en frase de Umbral− ya no es de izquierdas ni de derechas, sino de El Corte Inglés.
Por si fuera poco, este nuevo estilo de vida, al que llamamos “progreso”, tiene otros efectos colaterales, contrarios a cualquier actividad intelectual. El Ministerio de Sanidad reconoce que la cuarta parte de los jóvenes españoles juguetean con la droga y el alcohol de forma irresponsable. Y nos consta que las consultas de niños y adolescentes a psicólogos y psiquiatras aumentan en la misma proporción que las rupturas familiares.
¿Qué podemos hacer? “Apague y lea” −como titulaba Sánchez Dragó una de sus columnas− es un buen lema, pero no es fácil aplicarlo, pues ya no estamos enchufados a un televisor, sino a una docena de sofisticados cachivaches, que quizá sean las nuevas cadenas de los nuevos esclavos. Suelo recomendar a mis alumnos menos facebook y más the face on the book, pero solo consigo que sonrían.
Felipe −el simpático y apático amigo de Mafalda− estaba hace años en minoría. Hoy, por el contrario, Felipe somos todos −niños, jóvenes y adultos−, inmersos en una nueva civilización que −como señala Lipovetsky− ya no se dedica a vencer el deseo sino a exacerbarlo, de manera que la obligación ha sido reemplazada por la seducción, el bienestar se ha convertido en Dios, y la publicidad en su profeta.
Abotargados por la omnipresente cultura del ocio y el exceso de pan y circo, no es extraño que nuestros jóvenes padezcan la falta de voluntad de Felipe y la indiferencia desdeñosa de Manolito, que se pregunta «a mí qué más me da saber si el Everest es navegable o no».
¿Qué hacer con los Felipes y Manolitos que pueden ser mayoría en nuestras aulas? Sabemos que la adquisición de hábitos tiene una enorme importancia educativa. Junto a la naturaleza biológica, que recibimos antes de nacer, la educación nos brinda una segunda naturaleza: a base de repetir los mismos actos, vamos tejiendo nuestro propio estilo de conducta, nuestro modo de ser.
Pero la libertad nos ofrece la doble posibilidad de lograr tanto una conducta digna y lógica, como una conducta indigna y patológica. Así −dice Aristóteles− unos se hacen justos y otros injustos, unos trabajadores y otros perezosos, responsables o irresponsables, amables o violentos, veraces o mentirosos, reflexivos o precipitados, constantes o inconstantes. En consecuencia, concluye el filósofo, «adquirir desde jóvenes tales o cuales hábitos no tiene poca o mucha importancia: tiene una importancia absoluta».
Cualquier profesional de la enseñanza sabe que estas palabras de Aristóteles están cargadas de razón. Al igual que una golondrina no hace verano, un acto aislado no constituye un modo de ser, pero su repetición bien puede lograrlo. Por eso se ha dicho que quien siembra actos recoge hábitos, y quien siembra hábitos cosecha su propio carácter.
Toda repetición supone, en mayor o menor grado, fuerza de voluntad. Pero la voluntad −que lo fue todo durante siglos− tiene mala prensa en una época que valora la libertad por encima de todo. Por eso conviene recordar que una libertad sin voluntad constituye un divorcio nada recomendable.
Si los hábitos positivos no arraigan pronto, la personalidad del niño y del joven queda a merced de la ley del gusto. Cuando Lázaro de Tormes se aficiona al vino, el astuto ciego a quien servía sospechó y vigiló el jarro en las comidas. Pero el deseo ya había ganado la batalla a la voluntad del chiquillo, quien reconoce con sencillez: «Yo, como estaba hecho al vino, moría por él».
La adquisición de hábitos tropieza con otro obstáculo permanente: por una misteriosa incoherencia, ningún ser humano es como a él le gustaría ser. «Veo lo mejor y lo apruebo −reconoce el poeta Ovidio−, pero sigo lo peor». No se trata de falta de libertad sino de falta de fuerzas. Quien fuma cuando no quiere fumar, o no respeta el régimen de comida que había decidido guardar, sabe que se contradice libremente.
Ese querer y no querer no tiene otro tratamiento que el esfuerzo por vencer en cada caso. Esa debilidad constitutiva hace necesario el entrenamiento de la voluntad. Y ese entrenamiento supone esfuerzo, sacrificio, especialmente en sus comienzos. Supone negarse o vencerse en los gustos y en las inclinaciones inmediatas, lo cual sin duda es difícil, pero también gratificante.
Por vivir en una cultura del éxito, con devoción hacia los que triunfan, conviene aclarar que la fuerza de voluntad no solo es necesaria para el común de los mortales, sino también para los que triunfan, incluso para los genios.
Demóstenes, el más brillante de los oradores griegos, fue un niño huérfano y tartamudo, con dislalia y muy poca voz. Beethoven compuso la Quinta Sinfonía casi sordo. Mozart compuso su Requiem en el lecho de la muerte, afligido por grandes dolores. Dante escribió la Divina comedia en el destierro y la pobreza, a lo largo de treinta años. La mejor novela del mundo fue escrita por un hombre manco, que supo sobreponerse a la pobreza y a la cárcel, a las humillaciones y a la infamia. Los ejemplos de este estilo son innumerables, y ponen de manifiesto que el mundo avanza a remolque de la gente que persevera en su empeño.
En España, la cultura del esfuerzo tropieza, desde hace décadas, con el síndrome lúdico, introducido por políticos y pedagogos que ignoran el gran consejo de Unamuno: «El que quiera enseñar jugando, acabará jugando a enseñar». Nuestro síndrome lúdico, reacio a la exigencia y al esfuerzo, es reforzado por algunas señas de identidad de nuestra sociedad. Si para los políticos solo somos votantes −nunca personas−, para la economía capitalista somos consumidores, a ser posible consumidos por el consumo, y cuanto antes.
Por ello, no nos extraña que entre nosotros proliferen tipos humanos adolescentes, compulsivos, poco dados a la reflexión, con alergia a la responsabilidad. Al hablar de tipos adolescentes no me refiero solamente a los jóvenes. Mercedes Ruiz Paz, en su magnífico ensayo “Los límites de la educación”, tal vez pone el dedo en la auténtica llaga cuando nos dice que en nuestro país, unos millones de adolescentes de 13 a 18 años están siendo educados por otros millones de adolescentes de 30 a 40 años.
Si este diagnóstico fuera correcto, el problema sería mucho más grave de lo que parece. Tendríamos que preguntarnos quién educa a los educadores, y estaríamos, realmente, ante la madre de todas las crisis.
La cristalización de un hábito positivo produce una virtud. Por el contrario, si lo que arraiga es un hábito negativo, lo que tendremos es un vicio, como hemos visto en el Lazarillo. De ahí la importancia absoluta de la buena educación, pues lo que está en juego es la persona: su conducta lógica o patológica en el futuro, su vida lograda o malograda. Cervantes dedica este elogio a los profesores del colegio donde muy probablemente estudió:
Recibí gusto de ver el amor, el término, la solicitud y la industria con que aquellos benditos padres y maestros enseñaban a aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su juventud, porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la virtud, que juntamente con las letras les mostraban. Consideraba cómo los reñían con suavidad, los castigaban con misericordia, los animaban con ejemplos, los incitaban con premios y los sobrellevaban con cordura, y, finalmente, cómo les pintaban la fealdad y horror de los vicios, y les dibujaban la hermosura de las virtudes, para que, aborrecidos ellos y amadas ellas, consiguiesen el fin para que fueron criados.
De acuerdo con Cervantes, podemos añadir que en la tarea educativa nos interesan los valores, por supuesto. Pero mucho más nos interesan las virtudes, porque éstas son la encarnación de aquellos.
El paso de los valores a las virtudes es el paso de la teoría del bien a la práctica del bien, y ese tránsito se da por el puente de los hábitos. Con una acertada comparación, Aristóteles dirá que no nos interesa saber en qué consiste la salud, sino estar sanos. Si los valores no se convierten en virtudes, vender valores es vender humo.
Pero nadie da lo que no tiene. Desde Platón sabemos que solo puede educar en virtudes quien previamente es virtuoso, como «aquellos benditos padres y maestros», de quienes el escritor destaca su amor, su solicitud, sus recursos pedagógicos, su criterio, su paciencia…
Y esto nos lleva a la certera propuesta de MacIntyre: la urgencia de crear comunidades donde florezcan la vida civil, moral e intelectual en medio de «las nuevas edades oscuras que ya caen sobre nosotros. Pues si la tradición de las virtudes fue capaz de sobrevivir a los horrores de las pasadas edades oscuras, no estamos enteramente faltos de esperanza. Sin embargo, en nuestra época los bárbaros no esperan al otro lado de las fronteras, sino que llevan gobernándonos hace algún tiempo. Y nuestra falta de conciencia de ello, constituye parte de nuestra difícil situación. No estamos esperando a Godot, sino a otro, sin duda muy diferente: a San Benito».
José Ramón Ayllón
Ponencia del autor en ‘Aula 2013 - Encuentro Familia y Escuela’, 16 febrero 2013, en IFEMA (Madrid)
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miércoles, 20 de febrero de 2013
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