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domingo, 4 de noviembre de 2012

El "día a día" de Juan Pablo II


Juan Pablo II era un hombre sencillo y así lo demostraba. Sus más allegados cuentan algunas anécdotas que reflejan cómo era el Papa en su día a día.

       La vida de Juan Pablo II sigue fascinando a propios y a extraños, a creyentes y no creyentes. A nadie dejó indiferente el beato, el Papa de los jóvenes. Durante sus 27 años de Pontificado se produjeron miles de anécdotas y hechos que han puesto en evidencia la profunda y extraordinaria personalidad de aquel joven cardenal polaco que se sentó en la Cátedra de San Pedro.
        Uno de los que mejor conoce esta multitud de detalles es Slawomir Oder, postulador de la causa de beatificación y canonización de Juan Pablo II. Tras años de trabajo descubrió el amor y el sentido del humor del Papa ahora beato hacia su grey.
Confesado por un mendigo
        
El sacramento de la reconciliación era primordial para él y todos los Viernes Santo acudía a la Basílica de San Pedro a confesar. Sin embargo, hay una anécdota que muestra muy a las claras cómo era: el Papa fue confesado por un mendigo.
        Oder afirma que un monseñor de Estados Unidos que se encontraba por Roma se disponía a rezar en una parroquia de la capital italiana cuando al entrar en ella se encontró con un mendigo. Pasó de largo pero le iba dando vueltas a la cara de esa persona hasta que se dio cuenta de que le conocía, que hace años habían sido compañeros en el seminario y que se ordenaron el mismo día. Volvió hacía él, le saludó y le preguntó qué le había ocurrido. Éste le dijo que había perdido su vocación y la fe.
        Al día siguiente este sacerdote estadounidense participaba en un encuentro privado con Juan Pablo II y cuando le tocó el turno para saludarle no pudo dejar de contarle lo que le había ocurrido en la víspera. El Papa se preocupó por la situación e invitó a este cura y al mendigo a cenar con él.
“Una vez sacerdote, sacerdote siempre”
        Tras proporcionarle ropa limpia y aseo ambos acudieron al encuentro con el Santo Padre hasta que en un momento tras la cena, el ahora beato pidió al sacerdote que les dejara solos. Entonces pidió al mendigo que escuchara su confesión. Éste se quedó estupefacto y le dijo que ya no era sacerdote. “Una vez sacerdote, sacerdote siempre”, le contestó el Papa. Sin embargo, éste insistió y le dijo que “estoy privado de mi derecho a ser sacerdote” pero igualmente Juan Pablo II le contestó que era “el Obispo de Roma y me puedo encargar de eso”.
        Finalmente, el mendigo confesó al Papa y viceversa. El sacerdote sin fe lloró amargamente y el beato le dijo: “¿ves la grandeza del sacerdocio? No la desfigures”. Al salir de ese encuentro con su vocación sacerdotal renovada, el Santo Padre le envió a la parroquia en la que pedía limosna y le nombró asistente y encargado de la atención de los mendigos.
La boda del cerrajero y la mecanógrafa

        Como ésta, existen multitud de anécdotas de Juan Pablo II que apenas son conocidas. Lo que sí acreditan los más cercanos a él es que era una persona detallista y cercana, que bautizaba a los hijos de sus amigos o de sus más modestos colaboradores. Llegó a casar a una mecanógrafa con un cerrajero e incluso tras las cenas siempre se pasaba por la cocina para agradecer el trabajo de los cocineros.
¿Los defectos del Papa?

        Por ello, muchos se han preguntado si tenía defectos. En una entrevista monseñor Oder comentaba lo siguiente: “Imagino que sí, como todos. Algunos dicen que era demasiado transparente. Recuerdo el problema que se creó cuando una periodista logró fotografiarlo mientras se lanzaba a la piscina de Castel Gandolfo. Cuando le informaron dijo: ¿de verdad? ¿y dónde lo podré ver publicado? Y es que le daba igual. Otros sostienen que podía parecer que daba signos de inquietarse, pero era evidente que tenía gran dominio de sí”.
        A raíz de esto cuenta otra historia de cuando era cardenal de Cracovia. Le informaron de que un sacerdote de la Diócesis acumulaba numerosas multas por su conducción. “Le llamó, le regañó amablemente y le pidió que dejase allí su carnet de conducir. Pero en cuanto aquel pobre sacerdote abandonó arrepentido el despacho, Wojtyla reflexionó: ‘¿y cómo llegará este hombre a todas las parroquias que tiene que atender?’. Así que enseguida le llamaron y le entregó de nuevo su carnet”.
La humildad del beato
        Otra persona que también puede contar algunas de estas anécdotas es Joaquín Navarro Valls, portavoz de la Santa Sede durante el Pontificado de Juan Pablo II. El español relata en una entrevista que “en cierta ocasión, le sugerí que no leyese un artículo bastante agrio en el que se le denigraba. Para mi sorpresa, me dijo que el periodista que lo había escrito estaba pasando por una muy difícil situación familiar y que, por lo tanto, requería nuestra especial comprensión”.
        Navarro Valls cuenta también los esfuerzos del Papa para no caer en la autocomplacencia. “Entré en sus aposentos enarbolando un ejemplar de la revista Time, que le consagraba como ‘hombre del año’. Mientras conversábamos noté que daba la vuelta a la revista sin dejar de hablar. Yo, muy delicadamente, volví a mostrársela, y él, una vez más, la apartó de sí. ¿Qué ocurre Santidad, es que no le agrada?, le pregunté”. Él respondió esbozando una sonrisa: “Tal vez me agrade demasiado”.
        Tras muchos años sirviendo al Papa confiesa que “su capacidad para sobreponerse, no ya sólo al dolor físico, sino a las preocupaciones de cada día, manteniendo el sentido del humor, implica un olvido voluntario, deliberado, de uno mismo”.
La broma al obispo
  
      
         Sobre humor se puede escribir mucho del nuevo beato de la Iglesia. Este es sólo un pequeño detalle. Lo cuenta también Navarro Valls: “un día, recién llegado del hospital Gemelli, donde había sido intervenido a causa de una rotura de fémur, recibió a un obispo. Este se entretuvo en elogiar el buen aspecto que tenía: ¿sabe que le digo? El hospital le ha sentado muy bien. Está incluso mejor que antes de ingresar en el Gemelli. Él miró fijamente con pillería al contestarle: “entonces, ¿por qué no ingresa usted también allí?”. La cara del obispo ante esta respuesta tuvo que ser todo un poema.

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