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miércoles, 25 de septiembre de 2019

La difícil práctica del liberalismo


Por Juan Meseguer
El debate actual sobre la crisis de la democracia liberal no se agota en la crítica que le hacen los populismos. Otra vertiente, más sutil, examina hasta qué punto el liberalismo político contemporáneo ha distorsionado la tradición liberal, y si es verdad que los creyentes tienen la misma libertad que el resto para proponer su estilo de vida.
Rachel Lu, articulista en varios medios de Estados Unidos, aconseja a sus colegas creyentes que no pidan la luna al liberalismo. En su opinión, antes que señalar sus límites, habría que destacar sus bendiciones. Y la bendición innegable –escribe en Public Discourse– es que hoy “somos verdaderamente unos afortunados, con innumerables oportunidades para perseguir cualquier meta que consideremos digna”, una libertad que no tienen en la actualidad ni han tenido a lo largo de la historia millones de personas.
Su realismo recuerda al de Richard J. Neuhaus (1936-2009), gran defensor de las conquistas del orden democrático liberal. El fundador de First Things fue durante años referente intelectual del catolicismo estadounidense, si bien hoy parece olvidado entre los más críticos con la modernidad. Patrick J. Deneen, seguramente el autor que más eco mediático está teniendo en este debate, ni siquiera le menciona en su libro ¿Por qué ha fracasado el liberalismo? Lo que, por otra parte, habla muy bien del pluralismo católico.
Neuhaus veía en el liberalismo “un experimento en marcha” –perfectible, por tanto–, pero digno de aprecio. Y aunque no ocultaba las tensiones que podían darse entre el orden liberal y la Iglesia católica, no apreciaba incompatibilidades de fondo. “La Iglesia debe proponer –incesantemente, audazmente, persuasivamente, atractivamente. Si nosotros, que somos la Iglesia, no estamos haciendo eso, la culpa no es de la democracia liberal, sino de nosotros mismos”.
Para Neuhaus, el ideal liberal no tenía por qué ir de la mano del relativismo ni del agnosticismo. Frente a quienes creen que el pluralismo exige el destierro de las creencias religiosas, recordaba que la plaza pública nunca está desnuda. Y que las creencias secularistas no tienen por qué monopolizar ese espacio: como las otras, tendrán que hacerse escuchar mediante la persuasión.
Si a algo invita la tradición liberal es a conversar, a escuchar y a proponer la verdad sin imposiciones. ¿Por qué motivo tendría que ser incompatible con “el método de la Iglesia” que siempre debe ser “el del respeto por la libertad”, como decía citando a su admirado Juan Pablo II?

Dobles raseros

¿Qué cabe esperar de las sociedades liberales? Si hacemos caso al filósofo John Rawls (1921-2002), hay que responder que, como mínimo, dos cosas: flexibilidad para acomodar las distintas visiones del mundo y estilos de vida que compiten en el espacio público; y neutralidad por parte del Estado que, como un árbitro imparcial, se limita a garantizar que todos puedan participar en esas disputas “como ciudadanos libres e iguales”.
Pero esto es precisamente lo que cuestionan los críticos de esta versión tan idílica del liberalismo. La supuesta neutralidad del Estado liberal quiebra, por ejemplo, cuando se someten a un escrutinio especial las convicciones morales de los creyentes que aspiran a un cargo público, como si los no creyentes no las tuvieran. O cuando las autoridades obligan a una entidad a actuar contra su ideario, como pretendía hacer con los provida una ley de California, revocada por el Tribunal Supremo de EE.UU. O cuando amenazan con multar a pequeños empresarios (pastelerosfloristasvideógrafos…) que no quieren prestar sus servicios en bodas gais por motivos de conciencia. O cuando adoctrinan en una visión de la familia y la sexualidad contraria a la que los padres enseñan a sus hijos…
Este tipo de sesgos pueden explicarse por la distorsión que ha introducido en la tradición liberal el liberalismo contemporáneo. Por ejemplo, en The Lost History of Liberalism (2018), la historiadora Helena Rosenblatt sostiene que el liberalismo pasó de ser un proyecto ético que “nunca hablaba de derechos sin subrayar los deberes” a una doctrina preocupada principalmente por los derechos y deseos individuales.
El hecho de que el liberalismo fuera concebido como “un ideal moral” no lo inmunizó contra incoherencias y errores. Pero estaba lejos de ser una fábrica de egoístas: “Los liberales no cesaron de abogar por la generosidad, la probidad moral y los valores cívicos”. No obstante, Rosenblatt reconoce que el concepto de liberalismo depende mucho de los pensadores que se analicen y de cómo se interpreten.

Hacia adelante

Deneen, profesor de ciencias políticas en la Universidad de Notre Dame, va más lejos y cuestiona esta visión de la tradición liberal. Aunque admite que ninguna otra filosofía política ha logrado tanta libertad, riqueza y estabilidad, considera que el “liberalismo progresista” es el resultado de los postulados antropológicos que subyacen al “clásico”. De ahí que no le extrañe que uno y otro, que tanto han hecho por promover al “individuo liberado” de vínculos, hábitos e instituciones, acaben reclamando un “Estado controlador” –nada neutral– que ponga orden en el caos.
Y de ahí también los duros ataques que dirige a las que considera dos versiones distintas –la individualista y la estatista– de la misma filosofía: “Aunque los liberales conservadores afirman defender no solo un mercado libre sino los valores de la familia y el federalismo, la única parte de la agenda conservadora que ha sido continua y exitosamente implementada durante su reciente dominio político es el liberalismo económico (...). Y aunque los liberales progresistas dicen promover un sentido compartido de destino nacional y solidaridad que debería detener el avance de una economía individualista y reducir las desigualdades en los ingresos, la única parte de la agenda política de la izquierda que ha triunfado es el proyecto de autonomía personal, especialmente en sus aspectos sexuales”.
Deneen no pide el regreso a alguna “idílica era preliberal”, más que nada porque duda que haya existido. En este sentido, recuerda que junto al enorme progreso moral que trajeron las filosofías clásica y medieval, también hubo desconexión entre esas tradiciones y algunas prácticas sociales como “la esclavitud, la servidumbre, la desigualdad, el desprecio por las contribuciones de las mujeres, y formas arbitrarias de jerarquía y aplicación de la ley”. Lo que propone es alzarse sobre lo conseguido hasta ahora para seguir avanzando con “mejores prácticas”.

Ciudadanos por derecho propio

Adrian Vermeule, profesor de derecho constitucional en la Universidad de Harvard, también desconfía de las propuestas que idealizan las supuestas edades de oro de la democracia liberal. Así hacen, dice, los firmantes de la Declaración de París con la Europa de posguerra; el columnista del New York Times Ross Douthat, con los años 1950-1970 en EE.UU.; el periodista de origen iraní Sohrab Ahmari, converso al catolicismo desde el ateísmo, con los finales de los 80 y principios de los 90 del pasado siglo, cuando coincidieron Margaret Thatcher, Juan Pablo II y Ronald Reagan. En su opinión, “si llegara a producirse, un retorno mágico al viejo liberalismo solo reiniciaría el proceso otra vez”.
Y como a Deneen, no le convence la distinción entre el liberalismo genuino y el progresista. Cuando los partidarios de la tradición liberal dicen que la sanción al disidente no tiene por qué ser el resultado necesario del liberalismo, están pasando por alto cómo funcionan las cosas en la vida real: la tolerancia que predica el liberalismo requiere de tanta virtud, que resulta difícil de practicar. “La cuestión no es si puede existir un liberalismo clásico virtuoso, sino por cuánto tiempo, y cuán robusto o frágil es cuando se ve afectado por las condiciones ambientales”.
Ahora bien, Vermeule rechaza la nostalgia por la “aldea hobbit”, como llama Ahmari ácidamente a las propuestas que sugieren el repliegue relativo de los cristianos en comunidades alternativas. En alusión a la “opción benedictina” de Rod Dreher, para este debate pide “menos Benito y más Ester, Mardoqueo, José y Daniel”. Esta figuras del Antiguo Testamento destacaron por ocupar posiciones clave en las sociedades de su tiempo y, desde ahí, pudieron influir en ellas. Pero en la explicación de Vermeule pesa mucho el cálculo estratégico: da la impresión de que los cristianos están infiltrados en el orden liberal, en vez de estar ahí por derecho propio.
Por otra parte, el núcleo de la propuesta de Dreher –miembro de la Iglesia ortodoxa oriental– no es que los creyentes abandonen la esfera pública, sino que abracen un estilo de vida inconformista (ver Aceprensa, 24-05-2017 y 18-01-2019). Tampoco Deneen –católico, como Vermeule– quiere que los disconformes con la cultura dominante se retiren a un gueto: su propuesta es crear “comunidades contraculturales”, que lleguen a ser verdaderos “faros de luz y hospitales de campaña” en medio de la polis.

¿El anticatolicismo que viene?

De todos modos, se entiende la preocupación de quienes temen que una visión demasiado crítica con el liberalismo acabe dando paso a un retroceso. En este sentido, el historiador Korey D. Maas lamenta en Public Discourse el giro editorial que ha dado First Things, en otro tiempo paladín del liberalismo. Y alerta de una mezcla tóxica: “Como en el siglo XIX, el anticatolicismo liberal y el antiliberalismo católico se exacerban mutuamente”.
Maas, que es protestante, teme que de ese choque de trenes nazca un nuevo anticatolicismo, más beligerante. “En la medida en que destacados e influyentes católicos insistan en que el catolicismo es intrínsecamente incompatible con la tradición liberal, los liberales se sentirán cada vez más justificados para llegar a la misma conclusión”.
Y concluye: “El ‘último prejuicio admisible’, en vez de un prejuicio irracional, será considerado cada vez más como una convicción justificada, basada en los argumentos racionales presentados por los propios intelectuales católicos”.

1 comentario:

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