Juan Manuel de Prada
La supresión de las categorías morales comienza cuando ley y moral
se convierten en departamentos autónomos.
La supresión de las categorías morales nunca es inocua, aunque
nuestra época proclame ufana lo contrario. Decía Aristóteles que lo que
distinguía al hombre de cualquiera de los animales es la capacidad para
discernir el bien y mal; y podríamos completar la definición aristotélica
diciendo que, cuando el hombre renuncia a esa capacidad que lo distingue, se convierte
en el peor de los animales.
La supresión de las categorías morales comienza cuando ley y moral
se convierten en departamentos autónomos. Cuando las cosas que son
objetivamente inmorales -esto es, malas en su misma naturaleza- se pueden
realizar al amparo de la ley, tarde o temprano la inmoralidad se convierte en
ley, primero de forma tácita y condescendiente, luego como uso social admitido,
más tarde como conducta que reclama el amparo legal para, por último, reclamar
también que la moralidad sea arrinconada, primero de forma tácita o
condescendiente, luego como un uso social obsoleto o grotesco, más tarde como
conducta indeseable. Es un camino de ida y vuelta inevitable, porque el hombre
inmoral, una vez que ha logrado que su conducta sea admitida, anhelará que tal
conducta no sea percibida socialmente como algo inmoral; lo que, a la larga,
exige proscribir la conducta del hombre moral, que se ha tornado odiosa.
Un ejemplo clamoroso de este proceso degenerativo nos lo ofrece el
adulterio. Tradicionalmente, la infidelidad matrimonial fue reconocida como lo
que es, un acto moralmente reprobable que la ley condenaba: en las
legislaciones más duras, mediante la punición del adúltero; en otras más
blandas como conducta que, por infligir un grave daño al cónyuge defraudado,
obligaba al adúltero a algún tipo de resarcimiento. En ambos casos, la
calificación legal del adulterio era acorde a su naturaleza inmoral; pero llegó
un tiempo en que se consideró que un acto moralmente reprobable -esto es, malo
en su misma naturaleza- no tenía por qué ser calificado legalmente. Aliviado de
la condena legal, el adúltero se aprestó a vivir en un mundo en el que su
conducta seguía sin embargo siendo reprobada socialmente... aunque por poco
tiempo, pues nada como el silencio legal contribuye tanto a la difuminación de
las categorías morales. Esta difuminación propició que cada vez más adúlteros
vergonzantes se convirtieran en adúlteros sin complejos, incluso orgullosos de
serlo; y que su conducta moralmente reprobable pasase a ser socialmente
admitida. Llegados a este punto, el adúltero exigió que su inmoralidad dejase
de ser considerada como tal: en esta dinámica degenerativa puede encuadrarse,
por ejemplo, la floración en Internet de agencias especializadas en facilitar el
contacto entre adúlteros que se publicitan como si tal cosa, con anuncios de
tono festivo o risueño, y cosechan pingües beneficios. A fin de cuentas, si
hemos renunciado a discernir la naturaleza moral del adulterio, ¿por qué
habríamos de reducir a la clandestinidad su práctica?
Pero, como las acciones inmorales, por su misma naturaleza, causan
un daño cierto (a quienes las realizan y a quienes las sufren), el hombre
inmoral necesita justificaciones. Y siempre hay alguien dispuesto a
fabricárselas: el otro día, en un programa televisivo infecto, escuchábamos a
una sedicente ´terapeuta familiar´ (otra de las notas distintivas de este
proceso de deslizamiento que vengo describiendo es la perversión premeditada y
sistemática del lenguaje) decir que el adulterio "puede salvar a una
pareja y, además, mejora la autoestima". Aquí ya hemos alcanzado ese punto
de abyección en el que las categorías morales se invierten, la torsión
definitiva en ese camino de ida y vuelta que antes describíamos: lo malo pasa a
llamarse bueno; y lo bueno, automáticamente, pasa a llamarse malo, primero de
forma piadosamente desdeñosa (y así, el hombre fiel es visto como un pringado,
oprimido por compromisos caducos e ideas retardatarias), luego de forma
rampante y satisfecha (el hombre fiel se tropieza con todo tipo de escollos
para preservar su fidelidad y tentaciones ubicuas para incurrir en el
adulterio, lo que ya está sucediendo en nuestros días), más tarde con todas las
bendiciones legales necesarias. Tales bendiciones ya imperan tímidamente en
nuestra época, que -siquiera por omisión- premia al adúltero que ha destruido
un matrimonio, sin imponerle ningún tipo de castigo; pero llegará pronto el día
en que lo beneficie sin ambages, por considerar que ha contribuido a la
disolución de instituciones tan perniciosas. Y es que la supresión de las
categorías morales siempre es inicua, aunque nuestra época proclame ufana lo
contrario.
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