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lunes, 27 de febrero de 2012

Ética política y dimisiones


 Alejandro Navas, profesor de Sociología de la Universidad de Navarra

Se veía venir desde hace semanas: finalmente, el presidente de Alemania, Christian Wulff, ha dimitido. La justicia determinará si delinquió; en cualquier caso, se trata de un asunto de menor cuantía. Como tantas otras veces -en los países donde los políticos dimiten-, la perdición de Wulff no ha estado tanto en el incidente en sí mismo (un préstamo no declarado en su momento y unas vacaciones en la residencia de un amigo millonario) como en la ocultación de la verdad.
Clinton estuvo a punto de perder la presidencia estadounidense, no por haber vivido un affaire amoroso con la becaria, sino por haber mentido. Se acepta la debilidad humana, pero una vez que el culpable ha sido pillado con las manos en la masa, tiene que reconocerlo y actuar en consecuencia: dimisión, comparecencia ante el juez, restitución de lo robado, devolución del título de doctor…
La del presidente alemán se alinea con otras dimisiones sonadas de estas últimas semanas: el presidente del Banco Central suizo tuvo que renunciar porque su esposa se había beneficiado de información privilegiada en la compra de divisas; el ministro británico de Energía se ha ido por haber endosado a su mujer una multa de tráfico… en 2003.
Si comparamos esos episodios con la política española, llama la atención lo fino que se hila en esas democracias europeas. Lo que entre nosotros apenas merecería una alusión de pasada en cualquier debate o crónica, allí provoca un auténtico escándalo, capaz de arruinar las carreras políticas más asentadas o prometedoras.
Estos días asistimos al enésimo acto de dramas -o tragicomedias: uno se siente perplejo a la hora de denominarlos- como Gürtel, los ERE andaluces o las remuneraciones de los políticos en los consejos de las cajas de ahorros (Caja Navarra incluida). Aquí pueden ocurrir cosas gravísimas, por su naturaleza o por la cantidad de dinero en juego -mil millones, en el caso de los ERE- y no pasa nada.
Los partidos y gobiernos sostienen a su gente más allá de toda lógica, y a los implicados ni se les pasa por la cabeza la posibilidad de dimitir. Y si alguno sucumbiera a esa tentación, puede contar con que el partido no le dejará en la estacada: al cabo de no mucho tiempo se verá convenientemente retribuido con algún nuevo cargo.
[…]¿Qué se puede hacer con nuestra recalcitrante clase política, siempre dispuesta a volver a las andadas? ¿Cómo lograr entre nosotros una cultura cívica similar a la de alemanes, suizos o ingleses? Lo primero sería no caer en el simplismo: es verdad que algunos políticos no están a la altura, pero otros muchos son honestos y trabajadores.
Hay que apoyar y premiar a los buenos, aunque no sea más que con palabras de ánimo a través de las redes sociales y con el voto en las elecciones: que sientan que no son gente rara, que la ciudadanía está con ellos.
Y no hay que cansarse de denunciar a los malos. Los expertos en comunicación saben que para lograr que un mensaje llegue a calar en el público, hay que repetirlo sin cansancio, con ocasión y sin ella. Lo mismo vale para la denuncia: la reiteración de las conductas indeseables no puede llevar a un embotamiento de la conciencia ciudadana. Con demasiada frecuencia, la gente de a pie nos hacemos cómplices de la corrupción cuando la consideramos inevitable y respondemos con un simple encogimiento de hombros.

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