por Juan Manuel de Prada
Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.» Todos en alguna ocasión hemos escuchado o repetido esta sentencia evangélica, a la que atribuimos una validez universal, independientemente de la fe que profesemos, y aun cuando no profesemos ninguna. Quizá porque todos añoramos de un modo u otro la infancia, quizá porque todos tendemos a idealizarla retrospectivamente, aceptamos que se trata de una edad privilegiada, como tocada por la magia. Sin embargo, también sabemos que la infancia es con frecuencia una edad terrible, acechada de dolor, donde se larvan los fantasmas que luego nos acompañan de por vida; algunas escuelas psicológicas tienden incluso a explicar abusivamente todos los complejos y frustraciones que arrastramos en la edad adulta como reminiscencias de una infancia desdichada. A las palabras de Jesús se les han atribuido diversos significados, pero suele interpretarse que ese «hacerse como niños» se refiere a una recuperación de la inocencia primigenia que nos bendijo en los primeros años de nuestra vida, cuando aún no teníamos conciencia de pecado, cuando aún no nos habían arañado los plurales desistimientos de la edad.
Se trata de una interpretación plausible, que además se adapta divinamente a la mentalidad emotiva propia de nuestra época, empeñada en ofrecer una versión ternurista e idílica de la infancia que quizá no sea sino una manifestación de hipocresía o mala conciencia social; pues ocurre, paradójicamente, que a la vez que protegemos la infancia con un envoltorio de papel celofán, creamos las condiciones para que tal infancia esté más acechada que nunca por nuestras insidias. He leído en estos días un librito delicioso de Javier Paredes, Santos de pantalón corto (Homolegens), en el que el autor revitaliza el género de la hagiografía con la semblanza de cuatro niños –los cuatro únicos niños– que han alcanzado los altares sin haber sido mártires: un único santo, Domingo Savio, y tres beatos, Laura Vicuña y los pastorcitos de Fátima Francisco y Jacinta. Lo primero que llama la atención a un lector estragado por el gusto contemporáneo es que estos niños sobrellevaron una existencia erizada de dificultades y penurias innombrables, de orfandad y sordideces familiares, de enfermedad y sobresaltos; nada que ver, pues, con esa infancia que preserva su inocencia envuelta en papel celofán, según postula el ternurismo de nuestra época. En circunstancias tales resulta una tarea ímproba preservar la inocencia; y, desde luego, estos niños cuyo perfil biográfico traza Javier Paredes en unas pocas y vibrantes páginas no son niños inocentes al modo bobalicón que hoy se estila, prisioneros de una Arcadia o campana de cristal que los mantiene incontaminados. Son, por el contrario, niños curtidos en la adversidad, de una fortaleza sobrehumana, de una intrepidez escandalosa, que arrostran la desgracia como si fuese una aventura, con audacia, con ímpetu, con una incesante capacidad de asombro. Y en esto consiste, para mí, ese «hacerse como niños» de la sentencia evangélica: en despojarse de las prevenciones y rutinas que lastran nuestra existencia, en mantener ante la vida una actitud inaugural, en rebelarnos contra el establecido no al modo ostentoso y airado –chirriante– de los adultos, sino al modo inconsciente y espontáneo con que lo hacen los niños, que simplemente ignoran qué es lo establecido y, por ello mismo, sus actitudes parecen recién estrenadas.
«Hacerse como niños» significa no conformarse con nada y quererlo todo; pero significa también –y al mismo tiempo– conformarse con cualquier cosa y no querer nada. Significa afrontar cada día como si fuese el recipiente de acontecimientos que nunca antes existieron. Significa que el cielo y la tierra se funden ante nuestros ojos a cada instante. Significa amar de un modo único cada cosa que conseguimos y deplorar de un modo único cada cosa que perdemos; y significa, sobre todo, que nada de lo que perdemos o conseguimos nos quiete el sueño, porque la Creación entera está a nuestra disposición, esperando ser bautizada de nuevo con nuestro entusiasmo. Para «hacerse como niños» hacen falta mucha curiosidad, mucha confianza y mucho amor menudo e insistente; pero la curiosidad, la confianza y el amor menudo e insistente vienen de lo alto. Y dejando de mirar a lo alto es imposible hacerse como niños; es imposible ser un santo de pantalón corto.
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