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viernes, 28 de noviembre de 2008

ES EL ABORTO, ESTÚPIDOS



Por Juan Manuel de Prada

[Tenemos la experiencia de que cada hombre y cada mujer ha comenzado a existir como embrión; si no, sencillamente, no hubiera existido nunca. Robert Spaemann, con esa lucidez que le caracteriza, dice: “Si el mundo sólo estuviera compuesto, por una parte, de hombres adultos que nunca fueron embriones y, por otra, de embriones que nunca crecerán, entonces podríamos afirmar: cabe prescindir de los embriones. Salta a la vista que carecen en sí mismos de la aptitud para desarrollar un ser inteligente. Pero esto, sin duda, no es así.”

José Manuel Gimenez Amaya, catedrático de Anatomía y Embriología en la Universidad Autónoma de Madrid, dice: “El gran debate ético, jurídico y social sobre el aborto que se produjo en Estados Unidos con los procesos Griswold v. Connecticut (1965), Eisenstadt v. Baird (1972) y, sobre todo, en el Roe v. Wade (1973), dejó también como “poso” biológico la obligación que tenían los Estados de “proteger la vida potencial” mediante normas legales. Esa “vida potencial” se refería a la información genética contenida en el cigoto, es decir, desde los estadios más precoces de su formación. Se podría decir que estábamos ante el “hombre que va a ser, teniendo la virtualidad para serlo” y, por lo tanto, merecía un respeto adecuado.” Y afirma el científico que, hablando de la vida humana, “no se sostiene establecer un antes y un después en el desarrollo embrionario: la ciencia confirma cada día con más evidencia este proceso ‘continuo y unitario’ del que se quiere prescindir para llegar a un acuerdo sobre los plazos de la autorización legal del aborto.”

Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho, comenta en La Gaceta (12-X-2008) que la parte abortista elude “la naturaleza del problema fundamental, la vida o la muerte del embrión, para apelar al derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo, como si el embrión fuera sólo eso. Por cierto, también es parte del padre, cuya presencia y voluntad queda siempre escamoteada entre los abortistas. Lo siento, pero no hay maternidad sin paternidad y la procreación no es asunto exclusivo de las mujeres. La mala conciencia también se revela al huir del nombre verdadero para refugiarse en el eufemismo, y así llaman ‘interrupción voluntaria del embarazo’ a lo que no es sino dar muerte al embrión. Por eso también se resisten, apelando incluso al mal gusto, a la exhibición de imágenes reales sobre lo que entraña un aborto.”

La oposición al aborto no es algo exclusivo de fieles católicos, sino que es patrimonio de casi todas las civilizaciones y de todos los hombres y mujeres de bien –sean creyentes o agnósticos- que valoran y defienden la vida humana desde su comienzo. Dice Sánchez Cámara: “No estamos ante una cuestión de fe que enfrente a creyentes y no creyentes (…) Como tampoco es una cuestión sólo de fe la condena del asesinato o el robo. (…) No es necesario aceptar que Cristo resucitó para estimar que el aborto es un crimen.”

¿Cuál es la verdadera gran batalla de nuestro tiempo? Algunos quizá opinen que es el calentamiento global y su efecto en el cambio climático; o el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero, provocado principalmente por las sociedades industrializadas; o el peligro de extinción de la cacatúa sulfúrea de cresta amarilla, o de otras tantas aves, mamíferos, reptiles o anfibios, etc.

No parece que ninguna de esas opiniones -aunque se refieran indudablemente a problemas sociales de más o menos entidad- sea la respuesta adecuada, el diagnóstico certero. Juan Manuel de Prada afirma netamente que “la cuestión del aborto es el gran caballo de batalla de nuestro tiempo”. El ser humano que tritura a sus propios hijos, como quien parte una nuez con una piedra, o pinta un graffiti en la pared de un vertedero. Muy interesante el artículo publicado en ABC (8-IX-2008) que lleva un provocativo título: “Es el aborto, estúpidos”. Lo reproducimos a continuación.]



Que nuestra época padece una hipertrofia ideológica no creo que sea asunto que requiera mayor elucidación. Asuntos que afectan intrínsecamente a lo que es constitutivo de un meollo irrenunciable de humanidad son devorados por la ideología; y así se llega al agostamiento de lo humano. Durante siglos, la esclavitud fue aceptada sin empacho, hasta el extremo de que el funcionamiento mismo de la sociedad era inconcebible sin la existencia de la esclavitud: el orden social y económico, las instituciones jurídicas demandaban hombres esclavizados que garantizasen la prosperidad de los «hombres libres»; sin embargo, aquella sociedad era constitutivamente inhumana. Y para desembarazarse de aquella gangrena que devoraba su humanidad, la sociedad hubo de renunciar a las ventajas de las que disfrutaba, hubo de abolir una serie de instituciones jurídicas que reducían a una porción nada desdeñable de seres humanos a la condición literal de objetos sobre los que existía un «derecho» de libre disposición. Desembarazarse de aquella gangrena tan beneficiosa no fue una cuestión sencilla: los hombres que habían aceptado que otros hombres fuesen meras máquinas adiestradas para la obtención de un rédito tuvieron que aprender a mirarlos con una mirada prístina, tuvieron que volver a descubrir en ellos su dignidad intrínseca de hijos de Dios. Fue un proceso que no sobrevino de la noche a la mañana, sino que se alargó durante miles de años. Pero si finalmente tal proceso se impuso fue porque la sociedad comprendió que su misma supervivencia dependía de su capacidad para despojarse de las anteojeras con que la ideología había estrechado el horizonte humano. Al despojarse de esas anteojeras, el entero orden sobre el que la sociedad vieja se asentaba se iba a desmoronar; pero hubo hombres que entendieron que había un meollo irrenunciable de humanidad sobre el que ninguna ideología podía prevalecer.

Como ocurrió durante siglos con la esclavitud, ocurre en nuestra época con el aborto. Se ha impuesto un orden injusto, según el cual las generaciones presentes pueden decidir según su interés sobre las generaciones venideras, del mismo modo que antaño los «hombres libres» decidían sobre los esclavos. Todas las razones ideológicas que se invocan a favor del aborto son a la postre sinrazones humanas, manifestaciones ideológicas enloquecidas mediante las cuales anteponemos nuestro provecho propio sobre ese meollo irrenunciable de humanidad que nos constituye. Pero renunciar a lo que es irrenunciable no se consigue impunemente; exige una degradación de lo humano que conduce a su consunción final. Aceptar socialmente el aborto, arbitrar leyes que lo amparen corrompe nuestra humanidad y funda un orden inhumano. No debemos olvidar que, si bien abortos se perpetraron desde que el mundo es mundo (como, por lo demás, se perpetraron asesinatos o latrocinios), porque está en la naturaleza humana sacar provecho de sus crímenes, fueron las sociedades constituvamente inhumanas que florecieron tras la Primera Guerra Mundial las que otorgaron ufanamente al aborto un reconocimiento legal. La propaganda de nuestra época no se cansa de execrar la perversidad de aquellas sociedades inhumanas; pero tales execraciones no son sino aderezos cosméticos: a la postre, en lo que es constitutivamente humano, las democracias actuales no se distinguen del nazismo o el comunismo, puesto que, al igual que ellos, conciben el aborto como un puro acto de disposición.

La cuestión del aborto es el gran caballo de batalla de nuestro tiempo, como antaño lo fue la esclavitud. Llegará el día en que nuestros hijos, al contemplar desde la atalaya de la distancia el páramo de mortandad sobre el que nuestra época fundó su orden social, se avergüencen de su genealogía, se avergüencen de llevar en su sangre el legado de generaciones inhumanas. El aborto no puede combatirse desde postulados ideológicos; hace falta apartarse las anteojeras que estrechan nuestro horizonte humano. Y el político verdadero, esto es, el hombre que ame la supervivencia de la polis, de la organización humana, tiene que rebelarse contra la gangrena que la está devorando. Es una batalla que tal vez dure mil años, pero entretanto se requieren hombres dispuestos a inmolarse en la primera línea de vanguardia.

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