(Recojo el artículo escrito en www.peliculastv.com, al mismo tiempo que animo a ver esta página con asiduidad para tener un criterio muy objetivo sobre las películas en cartelera)
Javier Fesser asegura que se ha inspirado, para rodar Camino, en la vida de Alexia González-Barros, una muchacha que falleció con fama de santidad en 1985 tras una dolorosa enfermedad causada por un tumor maligno. El heroísmo, entereza y serenidad de la muchacha ante el dolor, y el gran número de devotos que suscitó (y sigue suscitando) su vida y su muerte, dieron lugar a que se iniciara el proceso canónico para su beatificación y canonización.
Un cóctel indigesto
La historia de Alexia es una epopeya de fe, amor y sacrificio (recomendamos visitar su webhttp://www.alexiagb.org/) no así la película de Javier Fesser, que afirma no creer en la verdad (todo es relativo para el realizador madrileño), no comprende la visión cristiana de la enfermedad y el sufrimiento, y me queda la curiosidad, después de ver la película, de qué entiende Fesser por amor. Y mi perplejidad aumenta cuando le oigo declarar que no entiende el significado de ofrecer el dolor por amor (¿en qué planeta vive usted, señor Fesser? ¿Desde cuándo el amor y el sacrificio no tienen nada que ver entre sí?)
También sorprende el cambio de registro que esta película supone en la filmografía del autor, pues salvo su último cortometraje (Binta y la gran idea), todo su trabajo se mueve en el ámbito de la comedia y la parodia (El milagro de P. Tinto, La gran aventura de Mortadelo y Filemón). Tal vez por eso, cuando aborda un drama como Camino el resultado sea una película desmesurada, con un metraje de 143 insoportables minutos (miré el reloj varias veces durante la proyección), de los cuales sólo merecen la pena unos 10 ó 15.
Parece que cuando le sacan del gag ingenioso, irreverente o sarcástico, Fesser no se encuentra a sus anchas contando una historia que, como sucede en este caso, le viene muy grande. Tal vez por eso tiene que recurrir cada dos por tres a pegotes (escenas demasiado largas, morbo en las escenas de quirófano, insertos de películas de animación como la Cenicienta, etc.) para disimular la falta de ritmo de su historia.
Grandes maestros y pequeños burlones
Nuestro director carece del talante y la cultura humanística de realizadores cinematográficos de la talla de Wim Wenders (no hace falta más que comparar la grotesca y rancia visión de los ángeles que nos ofrece el español, con la audaz y genial del alemán en Cielo sobre Berlín) o Richard Attenborough en su genial retrato del sentido del dolor en Tierras de penumbra, un biopic sobre el escritor inglés C.S. Lewis. También se encuentra Fesser a años luz de ese canto a la vida y a la dignidad de la persona (incluso gravemente enferma) que es Despertares. El director de Camino, por el contrario, se encuentra más cerca de directores que exhiben una antropología precaria, de andar por casa, como les sucede a Amenábar (Mar adentro) o Jeunet (Amelie).
Otra actitud ausente en Fesser es la de los grandes directores clásicos (Zinneman, Pasolini, Rossellini, Bergman, etc.) caracterizados por su respeto y comprensión (no identificación) hacia los personajes retratados por sus filmes, sobre todo si eran históricos (santos, o incluso el mismo Jesucristo) y el director no compartía sus creencias o incluso era ateo. Con citar unos pocos títulos, entre cientos, será suficiente: Francesco, juglar de Dios, El Mesías, El evangelio según san Mateo, El séptimo sello, El manantial de la doncella o Un hombre para la eternidad.
La óptica de Fesser se asemeja más a la de Ray Loriga en la fallida Teresa, el cuerpo de Cristo. Una visión que no intenta comprender el fenómeno relatado sino adaptarlo y comprimirlo a su particular visión beligerante. Tales posturas reflejan lo que el director de cine ruso Andrei Tarkovski denunciaba en su ensayo Esculpir en el tiempo, cuando advertía que el “arte moderno ha entrado por un camino errado, porque en nombre de la mera autoafirmación ha abjurado de la búsqueda del sentido de la vida. Así, la llamada tarea creadora se convierte en una rara actividad de excéntricos, que buscan tan sólo la justificación del valor singular de su egocéntrica actividad”.
(¡Lástima de talento visual desperdiciado (el de Fesser y el de Loriga) por culpa de una actitud tan poco comprensiva con el otro! Podrían haber sido dos grandes películas, pero...).
Machismo progre
Además de su perspectiva chata y escéptica, toda la película destila un machismo que repugna. Los dardos de Fesser apuntan innegablemente a las mujeres del Opus Dei. Casi todas las ironías y críticas se vierten sobre ellas. Da la impresión de que Fesser ha bebido en aguas demasiado turbias y no se ha preocupado por examinar la vida real de tantas mujeres que representan la normalidad dentro de esa institución de la Iglesia Católica. Incluso se atreve a decir que realiza una radiografía del Opus Dei, pero una radiografía, habría que matizar, hecha a despojos o esqueletos, no a un ser real, vivo y de carne y hueso.
Tampoco le parece relevante a Javier Fesser respetar la libertad de la mujer para elegir el tipo de vida que quiera y renunciar, si es el caso, a un marido. Tras el visionado de la película podría deducirse que sin el hombre la mujer no es nada. Y resulta cuanto menos curioso que el director de Camino no se atreva a señalar lo que Santa Teresa de Jesús decía con orgullo acerca de su condición y libertad de mujer célibe, una elección personal que le otorgó una independencia superior a la de muchas otras mujeres de su tiempo. Y aunque Fesser cite a la santa en la película, una vez más demuestra no comprenderla (¡y es que Santa Teresa no es ni Mortadelo ni P. Tinto, señor Fesser, a ver si se entera de una vez!).
En definitiva, como Fesser es intolerante con este tipo de conducta la parodia y ridiculiza hasta la saciedad –ensañándose con las mujeres del Opus Dei– para trazar una figura esperpéntica fruto de su mirada aviesa.
¿Todo es relativo?
Sí, todo es relativo, sentencia Fesser, y se queda tan ancho. Ha descubierto América, ha formulado el dogma incuestionable de lo políticamente correcto. Es cierto que no es fácil hablar de la verdad en nuestros días. En periódicos, debates televisivos, chats o tertulias radiofónicas cualquiera puede defender su opinión con la condición de no que pretenda poseer la verdad. Se defiende la tolerancia, no como respeto a la persona independientemente de sus opiniones, sino como velada aceptación del relativismo: “todo vale y todo es verdad”. Lo contrario podría tomarse como un acto de violencia, pues enfrentarse al relativismo se considera fundamentalismo o conservadurismo.
Pero decir que ‘algo es verdad para ti’, o ‘que todos tenemos la verdad’, viola una norma básica de nuestro pensamiento y de la realidad: el principio de no-contradicción. Si todas las opiniones son válidas resulta que una misma realidad sería verdadera y falsa a la vez, buena y mala, bella y fea. El hombre sería libre y no-libre; el asesino, culpable y no-culpable; el embrión, humano y no-humano, etc. Quizá por eso Javier Fesser se ha permitido engañar a la familia de Alexia, y al público, como puso de manifiesto la carta publicada en el diario La Razón por Alfredo González-Barros el 27 de septiembre pasado.
Parece mucho más sensato, y honesto, superar las opiniones subjetivas, como dice Antonio Machado:
¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.
Si todo es relativo, como pretende el director de Camino, también el relativismo lo es. De igual modo que si todo es mentira, es verdad que todo es mentira. El escepticismo y el relativismo no tienen salida, son una jaula para locos. Si no se pudiera conocer la verdad, no tendríamos experiencia del error. Está claro que las circunstancias históricas y sociales o la educación recibida pueden influirnos en nuestras opiniones y juicios. Pero esa cárcel de los prejuicios tiene una salida, como también la tienen la caverna platónica y el mundo virtual de Matrix.
El subjetivismo, en la práctica, lleva a transformar las normas morales según el propio gusto, provocando la desaparición de todo punto de referencia y creando una situación de desconcierto moral y hasta psicológico. Actualmente, para salvar su ‘autenticidad’, muchos afirman no estar arrepentidos de nada. Pero algunos psiquiatras advierten que esta es la causa de muchas de las neurosis actuales.
Quizás por eso, nuestra sociedad necesita, para su buena salud psíquica, de los grandes sinvergüenzas: unos personajes ‘inauténticos’ que no cambiaban la realidad ni justificaban su conducta modificando a su gusto las normas éticas, más bien –nos recuerda Jacinto Choza– asumían el error de sus debilidades. Como prototipo de estos personajes encontramos a Lope de Vega, Carlos V o Felipe II, quienes arreglaban sus problemas de conciencia con sus confesores. Frente a ellos el ‘auténtico’ (y colérico) Enrique VIII, hizo pasar la conciencia de sus súbditos por las sábanas de su cama. Modificó la moral para tranquilizar su conciencia, pero no tuvo reparo en eliminar, no sólo a varias de sus esposas, sino a muchos de sus más cualificados amigos, Tomás Moro entre ellos.
Mr. Peebles y la verdad
Para Fesser da lo mismo hablar de Mr. Peebles (el enano mágico deCamino), que de un gnomo, un hada o Dios. En el fondo, todo sería producto de nuestra imaginación, o de nuestros deseos de placer o de poder sublimados. Pero más bien habría que decir que nuestra psicología profunda es mucho más rica que todo lo que las escenas oníricas de Camino pretenden: porque está abierta a la infinitud de lo real. No sólo nos interesa dominar o disfrutar. También la verdad, el amor y la belleza mueven al hombre.
Que la persona sea un misterio conlleva que el sentido de sus deseos e impulsos esté en la realidad y no en la subjetividad. Sería absurdo decir que la sed, por ejemplo, crea o se inventa el agua. Si existe la sed es porque hay agua (o algo similar que la calme). Lo mismo ocurre con el deseo de felicidad: tiene que haber una realidad que lo colme, pues en caso contrario no existiría la experiencia de la desesperación y el hombre sería un ser absurdo, una pasión inútil. Tal postura resulta casi imposible de sostener en la práctica (Sartre no pudo), pues en tal situación la vida no merecería la pena ser vivida. Pero desde el instante en que decidimos vivir, reconocemos implícitamente un sentido en nuestra existencia.
En definitiva, el psicologismo (y Fesser con él) parece no advertir que los deseos remiten más allá de ellos mismos. No podemos reducir el misterio del hombre a lo que se encuentra en su inconsciente (expresado por las escenas surrealistas de Camino, que pretenden descubrir un mundo imaginario en el que la protagonista es feliz). Es necesario salir de ese reducido ámbito de nuestra psicología y advertir que la fuente que sacia nuestros anhelos está fuera de nosotros, tal y como lo descubrió Alexia en su vida real. De ahí que muchos psicólogos humanistas actuales (Viktor Frankl, Daniel Goleman, Oliver Sacks, Lou Marinoff o Enrique Rojas) hayan superado las deficiencias del psicoanálisis al reconocer que la madurez humana no se basa en el equilibrio obtenido por la satisfacción de los impulsos primarios (el célebre y triste tópico: ¡comamos y bebamos que mañana moriremos!), sino en el esfuerzo por trascenderse, ir más allá de sí mismo y buscar un sentido a la vida.
Este sentido no es creado por la persona, más bien es algo o alguien que encuentra en su vida. A Fesser se le escapa que el amor, el trabajo creativo, la religión e incluso el sacrificio constituyen aspectos de la realidad que otorgan significado y sentido a la vida humana.
El supuesto ateísmo de Fesser
Javier Fesser es muy libre para alegar que no existe la verdad, o que no cree en ningún ser trascendente a este mundo. Lo que sí se le puede exigir es que sea consecuente con esas afirmaciones y no las esgrima como si fueran algo inocente e inocuo como cualquier otra opinión.
La verdad es que muchos ateos son muy hábiles en el juego de tirar la piedra y esconder la mano. Por fortuna, algunos pensadores de nuestra historia más o menos reciente reconocen las consecuencias que acarrea para la vida humana la negación de Dios. “Si Dios no existiera, todo estaría permitido”, se afirma en la novela de Dostoievski Los hermanos Karamazov. La negación del Absoluto hace que todo se vuelva relativo.
A la misma conclusión llegan Nietzsche y Sartre.
Estos autores irrumpen en el escenario de la historia de nuestra cultura como lúcidos delatores de las incongruencias de una ética basada en la negación de la existencia de Dios. Sirva de ejemplo el caso de Sartre: “El existencialismo se opone decididamente a cierto tipo de moral laica que quisiera suprimir a Dios con el menor gasto posible.(...) El existencialista, por el contrario, piensa que es muy incómodo que Dios no exista, porque con él desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no se puede tener el bien a priori, porque no hay más conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no haya que mentir” (El existencialismo es un humanismo).
La única norma que regiría las conductas sería la voluntad del más fuerte: llámese ciencia, opinión pública o política. Por eso la muerte de Dios anunciada por Nietzsche, dio lugar a la muerte del hombre anunciada por los filósofos estructuralistas y llevada a cabo en los genocidios nazis y soviéticos. El siglo XX tal vez pase a la historia como uno de los más crueles que haya habido nunca. Y los inicios del XXI no están siendo muy halagadores al respecto.
El nihilismo ateo (a veces disfrazado de verborrea religiosa o nacionalista) y el subjetivismo producen conductas como la del terrorista que disimula su horrenda masacre con la sofística afirmación de que actúa en nombre de Dios o de la nación. El miembro suicida de una secta cree que está haciendo un acto meritorio para llegar al más allá, cuando nadie es dueño absoluto de su propia realidad. También el defensor de la eutanasia cae en el subjetivismo cuando opina que el enfermo terminal ya no puede encontrar un sentido para su vida.
Si Dios no existiera –algo de lo que Fesser pretende convencernos con su filme– nuestros derechos serían muy precarios, por no decir inexistentes. El ser humano más débil (no nacido, anciano o enfermo terminal) dependería siempre de la decisión de los demás para conquistar su derecho a existir. Es algo que empieza a ser habitual en la coyuntura presente, en la que cierta parte de la sociedad, y algunos parlamentos, han asumido el papel de la divinidad. Pero nuestro mundo no tendrá la suficiente fuerza moral para salir del infierno iniciado en el siglo pasado –y llegar a respetar el valor incondicional de toda vida humana– mientras no se reconozca que el fundamento último de esa vida es un ser personal absoluto y trascendente: Dios. J.J.M.G.
Dirección: Javier Fesser. Intérpretes: Nerea Camacho, Carmen Elías, Mariano Venancio, Manuela Vellés, Pepe Ocio, Ana Gracia, Lola Casamayor, Jordi Dauder. Guión: Javier Fesser. Música: Rafael Arnau, Mario Gosálvez.Fotografía: Alex Catalán. País: España. Distribuye en Cine: Altafilms. Duración: 143 min. Género: Drama.Publico apropiado: Adultos. Estreno: 17-10-2008.
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