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domingo, 21 de enero de 2007

LA ATROFIA AFECTIVA


Por Alfonso Aguiló

Como ha señalado Dietrich von Hildebrand, existen diversos tipos de personas en los que la afectividad está mermada o frustrada.


Unos son aquellos que parecen incapaces de desprenderse de su actitud intelectualista de todo lo que ven. Su espíritu observador les domina hasta tal punto, que todo se convierte inmediatamente para ellos en simple objeto de interés para su conocimiento, habitualmente como mero espectador. No suelen sentirse implicados. Por ejemplo, ante un hombre que sufre, en vez de sentir compasión o intentar ayudarle, se fijan en su expresión o su comportamiento, con una simple curiosidad, poco o nada comprometida. Les domina la actitud de observación, como si cada suceso que contemplan fuera sólo una nueva e interesante ocasión de aprender más.

Como es obvio, en la medida en que esta actitud cuaja en la vida de una persona, su corazón queda cada vez más reducido al silencio, más incapacitado para comprender que muchas de esas situaciones debían generar en él una respuesta afectiva (y a veces también una intervención activa). En su afán patológicamente intelectualista, no advierte que, además, al prescindir del corazón, acaba también obteniendo un conocimiento pobre y sesgado de la realidad.

Situaciones patológicas

Otro tipo de afectividad mutilada es la del hombre excesivamente pragmático que, en su actitud utilitarista, considera que toda experiencia afectiva suele ser superflua y constituye una pérdida de tiempo. Sólo lo útil le atrae. Sólo conoce la afectividad enérgica, como la ambición o la ira, pero desdeña todo lo que requiere un poco de sensibilidad, y le parece sentimentalismo cualquier manifestación de emotividad.

Un tercer estilo de atrofia afectiva sería el basado en una actitud voluntarista. Este empequeñecimiento de la esfera afectiva puede deberse a un modo un poco kantiano de entender la moralidad, que mira con recelo cualquier respuesta afectiva; o a un planteamiento semejante al ideal estoico de la lucha por la aphateia (indiferencia), que reclama también un silenciamiento de la afectividad; o al propio del hombre que, por temor a los desórdenes de los sentimientos, cierra su corazón en vez de procurar educarlo.
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El problema y su origen


—¿Y a qué puede deberse ese temor a la afectividad?

A experiencias negativas del pasado, a un ideal ético mal enfocado, a un exceso de prevención ante las razones del corazón, etc. De modo general, cabría decir que la solución no es sellar el corazón, ni ignorarlo, porque sin el corazón no se puede vivir: la solución es conocerlo y educarlo.

Además de esos tres estilos de atrofia afectiva (que podríamos llamar hipertrofia intelectual, pragmatismo utilitarista y actitud voluntarista), hay algunos otros estilos en los que esa carencia afectiva es especialmente severa. Por ejemplo, el estilo propio del hombre pasivo, que no consigue apasionarse con nada. O del hombre despiadado o duro de corazón, egoísta, casi incapaz de sentir verdadera compasión porque vive dominado por el orgullo y sus apetencias personales: a ese tipo de personas les cuesta mucho amar realmente, y aunque a veces se muestren apasionadas en ese sentido, suelen serlo de modo sólo aparente, y puede decirse que el verdadero amor es un mundo bastante desconocido para ellas, puesto que el amor requiere la donación del propio corazón, y el suyo no pueden ponerlo en nadie porque está poseído por unas fuerzas oscuras que lo tiranizan.

—¿Y a qué puede deberse esa falta de corazón?

A una educación tiznada de egoísmo o de indiferencia, o de falta de reflexión. O a una forma de pensar rígida y simple. También puede deberse a una mentalidad de carácter más o menos fanático, que les lleva a encaminarse hacia determinados objetivos sin reparar en la legitimidad de los medios que emplean.

Las riquezas del corazón

—¿Y qué tiene que ver el fanatismo con la educación del corazón?

El fanático considera la voz del corazón como una tentación a la que siempre debe resistir. Es parecido a los que sucede a las personas resentidas o amargadas, cuyo corazón ha sido acallado y cerrado por unas heridas que el rencor no deja curar.

—Pero tener mucho corazón a veces también traiciona...

Está claro que el hecho de tener mucho corazón no garantiza un nivel moral elevado, puesto que hay numerosos vicios y defectos que pueden coexistir con un gran corazón (hay gente de gran corazón que son alcohólicos, irascibles, mentirosos o poco honrados, por ejemplo).

Pero de modo general puede decirse
que la riqueza y la plenitud
de una persona
dependen en gran medida
de su capacidad afectiva.

Lo más propiamente humano es ser persona de corazón, pero sin dejar que éste nos tiranice: es decir, sin considerarlo la guía suprema de nuestra vida, sino haciendo que sea la inteligencia quien se encargue de educarlo. Educarlo para que nos lleve a apasionarnos con cosas grandes, con ideales por los que merezca la pena luchar. Es verdad que las pasiones hacen llorar y sufrir, pero no por eso han de ser algo negativo, porque ¿acaso se puede dar una buena clase, o sacar adelante un proyecto importante, o amar de verdad a otra persona, desde la indiferencia? Sin apasionamiento, ¿habrían existido los grandes hombres que han llenado de luz y de fuerza nuestra historia, nuestra literatura, nuestra cultura? Educar bien nuestras pasiones nos hace más humanos, más libres, más valiosos.

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