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viernes, 10 de febrero de 2023

La persona sin conciencia: “un cadáver viviente, una máscara de teatro”

 Párrafos de una conferencia del entonces  Cardenal Ratzinger

sobre la conciencia, con este  nombre, publicado

en "La Iglesia, una comunidad siempre en

en camino", Ed. Paulinas,  Madrid 1992, pp. 95

a 117.

 

            Una vez un colega de más edad, al que preocupaba la situación del ser cristiano en nuestro tiempo, en el curso de una discusión expresó la opinión de que había que dar realmente gracias a Dios por haber concedido a tantos hombres poder ser increyentes con buena conciencia. En realidad, si se les hubiera abierto los ojos y se hubiesen hecho creyentes, no habrían sido capaces en un mundo como el nuestro de llevar el peso de la fe y de los deberes morales que de ella se derivan. En cambio, puesto que siguen otro camino con buena conciencia, pueden sin embargo conseguir la salvación. Lo que me dejó atónito de esta afirmación no fue ante todo la idea de una conciencia errónea concedida por el mismo Dios para poder salvar con esta estratagema a los hombres; la idea, por así decirlo, de una obcecación enviada por Dios mismo para salvar a las personas en cuestión. Lo que me turbó fue la concepción de que la fe es un peso difícil de llevar y de que es apto sólo para naturalezas particularmente fuertes, como una especie de castigo o, en todo caso, un conjunto oneroso de exigencias a las que no es fácil hacer frente. De acuerdo con esta concepción, la fe, lejos de hacer más accesible la salvación, la haría más difícil. Por tanto, debería ser más feliz justamente aquel al que no se le impone la carga de tener que creer y someterse al yugo moral que supone la fe de la Iglesia católica. La conciencia errónea, que le permite a uno llevar una vida más fácil e indica una vida más humana, sería por tanto la verdadera gracia, la vía normal para la salvación. La no verdad, permanecer alejado de la verdad, sería para el hombre mejor que la verdad. No es la verdad la que le libra, sino más bien debe ser liberado de ella. El hombre está a su gusto más en las tinieblas que en la luz; la fe no es un hermoso don de Dios, sino más bien una maldición. Siendo así las cosas, ¿cómo puede provenir alegría de la fe? ¿Quién podría incluso tener el valor de transmitir la fe a otros? ¿No sería mejor por el contrario ahorrarles este peso y mantenerlos lejos de él? En los últimos decenios, concepciones de este tipo han paralizado visiblemente el impulso de la evangelización. (...)

 

             Después de semejante conversación tuve la plena certeza de que algo no cuadraba en esta teoría sobre el poder justificador de la conciencia subjetiva; en otras palabras, estuve seguro de que debía ser falsa una concepción de la conciencia que llevaba a tales conclusiones. Una firme convicción subjetiva y la consiguiente falta de dudas y escrúpulos no justifican en absoluto al hombre. (...) Görres muestra que el sentido de culpa, la capacidad de reconocer la culpa, pertenece a la esencia misma de la estructura psicológica del hombre. El sentido de culpa, que rompe una falsa serenidad de conciencia y que puede definirse como una protesta de la conciencia contra la existencia satisfecha de sí, es tan necesario para hombre como el dolor físico en cuanto síntoma que permite reconocer las alteraciones de las funciones normales del organismo. El que ya no es capaz de percibir la culpa está espiritualmente enfermo, es “un cadáver viviente, una máscara de teatro”, como dice Görres. (...) “Todos los hombres tienen necesidad del sentido de culpa”. (...)

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