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domingo, 14 de noviembre de 2021

Para meditar en noviembre, mes de los difuntos.

“Dios creó al hombre de la tierra, y lo formó a imagen suya; y porque pecó lo hizo volver a ser tierra. Y lo revistió de virtud conforme a su ser. Le señaló determinado tiempo y número de días; y le dio potestad sobre las cosas que hay en la tierra”. (Eclesiástico, XVII, 1-4)

 

En la contraposición paulina entre el “espíritu” y la “carne” está incluida también la contraposición entra la “vida” y la “muerte”. Este es un grave problema sobre el que se debe decir ahora que el materialismo, como sistema de pensamiento en cualquiera de sus versiones, significa la aceptación de la muerte como final definitivo de la existencia humana. Todo lo que es material es corruptible y, por tanto, el cuerpo humano (en cuanto “animal”) es mortal. Si el hombre en su esencia es sólo “carne”, la muerte es para él una frontera y un término insalvable. Entonces se entiende el que pueda decirse que la vida humana es exclusivamente un “existir para morir” (Dominum et vivificantem, n.57).

 

“El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo.


La semilla de eternidad que en sí lleva, por se irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sea, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano.


Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado”. (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n.18)

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