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jueves, 27 de febrero de 2020

Ideas para un cambio social

Juan Meseguer, 5.02.2020

¿Cómo vivir en una sociedad cuyas ideas y valores dominantes no siempre respetan la dignidad de la persona? Frente a los lamentos derrotistas, surgen propuestas que tratan de romper el bucle de la desesperanza entre los creyentes, ilusionándoles con la invitación a construir una cultura más humana.
“El Evangelio es esperanza frente a la desesperación, y yo querría escribir poemas que se le parecieran. Poemas así son necesarios en el mundo de hoy”, escribía el sacerdote y poeta polaco Jan Twardowski (1915-2006).
Lo cierto es que en la poesía de Twardowski no hay didactismo. Más bien, descubrimos un corazón compasivo, deseoso de llevar el amor de Dios al mundo. “Lo importante –añadía– es inclinarse hacia el hombre y abrirse también a otra realidad, que es invisible y que está más allá de nuestra experiencia”.
Pero la esperanza es precisamente lo que podría estar faltando entre los creyentes. Así lo cree R. J. Snell, director académico del Witherspoon Institute, quien levanta acta en Public Discourse del clima de abatimiento que hoy percibe entre los católicos estadounidenses. Un malestar provocado por la sensación de que los asuntos públicos que más les importan, se están desmoronando.
Crisis de esperanza
Al cambio de valores y de mentalidades experimentado por la sociedad en muy pocos años, Snell añade las abruptas diferencias entre los creyentes. Ya no se trata solo de persuadir a los de fuera de la Iglesia, sino también de articular la paz entre quienes –en teoría– comparten convicciones. Aquí cabe citar la división entre los partidarios de recuperar los valores perdidos mediante una respuesta política contundente, y los que creen que el problema es más profundo y apunta a la cultura.
“En condiciones culturales como estas, existe la tentación de jugar a ser profeta, de lanzar estruendosas condenas, de arrogarse para uno mismo el oficio de Jeremías o de Miqueas”. Así, el debate público, también entre los creyentes, se desliza hacia una guerra estridente de palabras “casi insoportable en su tono y en su falsa urgencia”.
En este contexto, se han hecho frecuentes los llamamientos a rebajar la crispación. Pero más que un problema de civismo, dice Snell, lo que hoy tenemos es una crisis de esperanza. Y esto es lo que, a su juicio, alimenta la ira. Muchos creyentes han olvidado que Dios actúa en la historia, y va calando la sospecha de que “el universo es fundamentalmente hostil e inhóspito a la verdad, el bien y la belleza, y de que la humanidad ha dejado de ser imago Dei”.
Ante el rugido de la indignación y el desencanto, el propósito personal de Snell para 2020 es abrazar una “esperanza silenciosa”. Lo que no supone abdicar de las propias responsabilidades, callarse o quedarse de brazos cruzados ante las injusticias, sino reafirmarse en lo permanente: la certeza “de que Dios no deja de cumplir sus promesas” y de que es posible llevar “una vida con sentido en un universo hospitalario y significativo”.
Mostrar otra manera de vivir
No es fácil encajar que un país que se ha nutrido culturalmente del cristianismo, se haya visto sacudido por la crisis de los abusos a menores en la Iglesia; por los frecuentes conflictos en torno a la libertad religiosa y de conciencia; o por la creciente laxitud de las leyes en cuestiones morales.
La católica iraquí Luma Simms, quien emigró de niña con su familia a EE.UU., comprende las razones del desencanto de muchos creyentes. Sin embargo, considera exagerado hablar de persecución en ese país. Persecución por la fe –escribe en Law & Liberty– es lo que sufren los cristianos en otras partes del mundo, sobre todo en Oriente Medio. Y recuerda que el 80% de la violencia por motivos religiosos en los países no occidentales tiene por objeto a los cristianos.
Por eso, más que en la “persecución”, Simms centra la atención en la respuesta cristiana a las limitaciones de la cultura actual: precisamente porque el materialismo desencantado ha hecho mella en tantas personas, los creyentes deben “ofrecer a cambio algo hermoso y atractivo; una forma de vivir en el mundo traspasada por el poder del amor”.
Como Snell, tampoco ella aboga por dejar de exigir las libertades a que tienen derecho los cristianos, como cualesquiera otros ciudadanos. Pero previene frente a “la mentalidad del guerrero cultural” que solo ve agresiones de las que defenderse, olvidando la misión constructiva del cristianismo.
Ante el materialismo desencantado, los creyentes deben “ofrecer a cambio algo hermoso y atractivo”
Presión ambiental
Lo que dicen Snell y Simms sobre EE.UU. podría aplicarse a muchos países europeos, en los que se ha producido un auténtico “cambio climático cultural”, en expresión del ex rabino jefe del Reino Unido Jonathan Sacks.
En su libro La fe en la cultura del siglo XXI, Rafael Palomino Lozano, catedrático de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, examina la naturaleza de ese cambio: “No es que toda la sociedad y el Estado se hayan puesto en contra de los cristianos, sino sencillamente que nuestra fe [católica] como factor de influencia cultural se ha desvanecido”. Lo que se ha traducido en un “alejamiento de la dignidad del ser humano”, como muestra la banalización de la vida a través del aborto y la eutanasia.
Hay quienes rebajan la importancia de esa transformación, observa Palomino. Es verdad –admiten– que las pautas culturales que hoy informan el espacio público y los modos de vida ya no son predominantemente cristianas. Pero seguimos teniendo el lenguaje común de los derechos humanos, y un sistema de gobierno que garantiza a todos una vida en libertad.
Ciertamente, replica él, “es mucho lo que nos une, pero también lo es que cada vez es más lo que nos separa. (…) Y a la hora de la verdad, respecto de las cosas que realmente importan a unos y otros, no hablamos el mismo idioma”. Y pone como ejemplos el derecho a la vida, el concepto de matrimonio y la propia noción de derechos humanos.
La libertad en Occidente es real. Pero sería ingenuo ignorar la presión ambiental que ejercen las nuevas pautas culturales, así como el paternalismo de una sociedad liberal que tolera mal la diversidad de opiniones en temas controvertidos.
Recristianizar la sociedad
¿Cómo devolver a esos países su impronta cristiana? Entre las muchas respuestas que han ido surgiendo en los últimos años, Palomino destaca tres, que a su vez admiten diversas concreciones en la práctica.
La opción benedictina es una estrategia de resistencia contracultural, propuesta por Rod Dreher en su famoso libro de título homónimo (ver Aceprensa, 18-01-2019 y 24-05-2017). Para este cristiano de la Iglesia ortodoxa oriental, lo prioritario en el momento histórico actual es marcar las diferencias respecto de otras formas de vida. Para ello, propone a los laicos que construyan comunidades e instituciones que sean verdaderas “fortalezas morales”, al estilo de los monasterios de san Benito de Nursia.
En principio, no supone la completa retirada del mundo, pero sí “un cierto distanciamiento, sin ambages, de lo que pudiera hacer peligrar el sentido de pertenencia” cristiano, resume Palomino. La esperanza de Dreher es que, de esas comunidades, emerja con el tiempo un estilo de vida que se vaya difundiendo en la sociedad.
La opción gregoriana busca crear alianzas con todos aquellos que tienen en alta estima la contribución del cristianismo a Occidente, aunque no sean creyentes. Al modo de las “minorías creativas” imaginadas por T.S. Eliot, Arnold Toynbee o Benedicto XVI, esos aliados tratan de promover lo que Marcello Pera ha llamado una “religión civil”; esto es, un fondo de principios morales, culturales y políticos que den tono cristiano a la sociedad, respetando la separación entre el Estado y las Iglesias.
El nombre de esta opción alude al movimiento de reforma en la Iglesia emprendido por el Papa Gregorio VII (1073-1085), quien a su vez se declaraba deudor del Papa Gregorio Magno (540-604).
Como ejemplo más actual de esta opción, Palomino cita el empeño entusiasta de sus colegas y alumnos de Comunión y Liberación por abrir “cauces al diálogo y la reflexión, bases de una minoría creativa, en torno a la literatura, la pintura, la poesía o el pensamiento contemporáneo para despertar tantos elementos cristianos que permanecen dormidos en nuestra cultura, pero que arrancan la pasión y la emoción tan pronto los despertamos”.
La opción Escrivá. Palomino recuerda cómo, en medio del apasionante debate que suscitó en EE.UU. el libro de Dreher, hubo quienes propusieron como alternativa la “opción Escrivá”, en alusión a san Josemaría, fundador del Opus Dei. “Escrivá –dice Palomino glosando un artículo de Austin Ruse y John Zmirak– enseñó algo que la Iglesia primitiva conocía muy bien: la llamada universal a la santidad; decía que los laicos no tienen que retirarse a los monasterios para alcanzar la perfección, que el hogar y el lugar de trabajo eran los lugares en los que precisamente iban a encontrar a Cristo. Y que allí iban a llevar a otros el Evangelio”.
A diferencia de la “opción benedictina”, esta otra imagina a los cristianos como una “inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad”, en palabras de san Josemaría. Pero este efecto benéfico solo es posible “si tienen alma contemplativa”, como advertía él mismo. “Porque, si no, no transformarán nada; más bien serán ellos los transformados: y, en vez de cristianizar el mundo, se mundanizarán”.
Responsabilidad cultural
El “amor apasionado al mundo” que difundió Escrivá incluye la invitación a los cristianos a tomarse en serio la cultura de su tiempo:
“Para ti, que deseas formarte una mentalidad católica, universal –dice en Surco (n. 428)–, transcribo algunas características:
– amplitud de horizontes, y una profundización enérgica, en lo permanentemente vivo de la ortodoxia católica;
– afán recto y sano –nunca frivolidad– de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional, en la filosofía y en la interpretación de la historia…;
– una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos;
– y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida”.

La atención a las grandes líneas de la cultura contemporánea, según las posibilidades personales, aparece así como un elemento básico del afán por transformar el mundo. De ahí que, entre las varias recomendaciones con que se cierra La fe en la cultura del siglo XXI, una sea la de trazarse un plan de formación –hecho de tiempos de lectura y reflexión– para conocer aquellos debates donde se decide la orientación más profunda de la sociedad.
Lo característico de ese plan es la iniciativa personal. Ante un asunto candente de calado, puedo preguntarme cómo lo está enfocando la opinión pública, qué hay de cierto o de falso en ese enfoque, qué implicaciones tiene, qué pienso yo sobre ese asunto, qué razones puedo dar, cuáles son sus puntos débiles, qué lecturas puedo hacer para mejorarlos… A la vez, a medio y largo plazo, ese plan de formación me permite estudiar de forma desapasionada temas más perennes.
Para llevar la fe a la cultura, hay que conocer aquellos debates donde se decide la orientación más profunda de la sociedad
“Cultivar un sentido crítico –escribe Palomino– y adoptar amable y firmemente una postura propia a la luz del mensaje cristiano (…). Ganar en profundidad y perspectiva, en capacidad de asombro y observación. Pensar las cosas. Todo esto presupone una formación constante que garantiza la libertad de pensamiento. Todo esto no se improvisa; es un ejercicio que se va desarrollando con el tiempo y a muy distintos niveles, pero que no puede resultar ajeno a nadie que quiera embarcarse en la nueva evangelización de nuestro tiempo”.
Inconformismo y santidad
Es evidente que leer y pensar no basta para transformar una cultura, aunque no es poco. Al final, lo decisivo es ese núcleo duro que comparten –pese a sus diferencias– las distintas propuestas de transformación del mundo. De entrada, en el nivel más básico, el inconformismo que evita plegarse a los dictados de la cultura de moda.
Vivir de una manera que se note lo distintivo cristiano presupone la experiencia del encuentro con Jesucristo. Como explica Luigi Giussani, fundador de Comunión y Liberación, en Crear huellas en la historia del mundo, “la cultura nueva” que producen los cristianos siempre parte “de un acontecimiento del que se participa, del zambullirse en una Presencia”. Y “este encuentro tiene un valor genético, porque representa el nacimiento de un sujeto nuevo que aparece en un lugar y en un momento determinados de la historia”, con una forma de pensar, de sentir y de obrar únicas.
“Cuando semejante Presencia entra en juego en todas las relaciones de la vida, cuando estas están ‘colgadas’ de ella (…), se tiene una cultura nueva”. Porque entonces los criterios que rigen el hogar, el trabajo, el arte, la ciencia, la política, la economía…, quedan tocados de gracia por la santidad de Dios.

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