El artista y teólogo Marko Ivan Rupnik (1954) ha destacado a lo largo de su trayectoria por la búsqueda de integraciones. Tanto en sus mosaicos como en su teología, pretende superar la fragmentación empobrecedora que detecta en la cultura contemporánea y que dificulta el desarrollo de las relaciones comunitarias.
En lugar de subrayar las dualidades –naturaleza y espíritu, sujeto y objeto, Dios y hombre–, este teólogo jesuita nacido en Zadlog (Eslovenia) hace 68 años propone una sugerente reflexión sobre la unidad y la comunión.
Para ello, sigue el camino abierto por su maestro, el cardenal Tomáš Špidlík, explorando la vigencia del cristianismo de tradición oriental e inspirándose en la teología ortodoxa. Desde 1995, Rupnik es director del taller de arte sacro del Centro Aletti, una institución integrada en el Pontificio Instituto Oriental, que tiene como misión promover el ecumenismo y el intercambio cultural entre el Occidente y el Oriente cristianos.
De hecho, la obra de Rupnik está llena de referencias a la patrística, a los grandes santos de Oriente y a filósofos rusos como Soloviev, Berdiáyev o Florenski, preocupados por la religión y la naturaleza del arte. A ellos acude para recuperar un fecundo legado y salvar la cultura contemporánea de la deriva materialista. Aunque no se trata, precisa, de reivindicar un desarrollo alternativo al occidental, sino de descubrir el tesoro de un cristianismo que respira con sus dos pulmones, por emplear la hermosa expresión de San Juan Pablo II.
Crisis de la cultura, crisis del hombre
Pero si este artista, conocido por sus singulares mosaicos, se vuelve hacia esas fuentes, es porque la crisis cultural que vivimos es más profunda de lo que a simple vista parece. Aspectos como la contaminación, la soledad de los ancianos, el consumismo o el desprecio por la vida más vulnerable no son fenómenos que se deban analizar principalmente en términos morales. El origen de estos y otros problemas es de índole espiritual y filosófica. Una concepción de la realidad y del hombre completamente abstracta “ha producido una ausencia de la verdad y su eclipse”.
En este sentido, contrapone la vía de la ciencia racionalista al camino espiritual de la sabiduría. En el primer caso, el sujeto se convierte en criterio definitivo de la verdad e irrumpe el primado del yo. Paradójicamente, al reclamar cada uno sus convicciones como absolutas y buscar su autoafirmación, se extiende el relativismo y se obstruyen las relaciones comunitarias.
Frente a esta concepción, de la que nace la desorientación contemporánea, Rupnik propone la senda sapiencial, que restaura la objetividad de lo real e introduce al hombre en el misterio, es decir, en el arte de “acoger lo verdadero, lo existente, lo que no engaña y no se confunde con la apariencia”. Se trata –no lo oculta– de un itinerario espiritual, marcado por la ascesis y que implica a la persona en todas sus dimensiones.
Este camino exige, por un lado, recuperar la dimensión simbólica de lo real y descubrir el significado donal de lo creado. Por otro, supone convencerse de que la verdad no es una conquista, ni un logro humano –tampoco una posesión–, sino el descubrimiento y la acogida de una revelación. Es eso justamente lo que enseña el cristianismo: que la verdad es una Persona, Cristo.
Lo creado como símbolo
Desgraciadamente, ni la teología ni el arte han sido inmunes a esa dinámica subjetivista y antropocéntrica que se realza hoy. El pensador de origen esloveno no ha tenido reparos en denunciar, entre otras cosas, la separación de la teología de la experiencia viva de la fe –la segregación, en definitiva, del dogma de la vida espiritual–, recordando, con Evagrio, que teólogo es el que ora. En el caso del arte, sostiene que es perjudicial la tendencia al subjetivismo de sus expresiones contemporáneas, pues queda bloqueada la comunicación entre artista y espectador [ver segunda parte].
De todas formas, Rupnik no lee la situación de hoy a la luz de la historia del hombre, sino desde el prisma de la Redención. Bajo su enfoque, “la actual crisis de valores puede ser un momento providencial”, porque “nos da la extraña posibilidad de regenerar la cultura con valores y significados nuevos”. Es ahí donde el cristianismo resulta especialmente fecundo.
Tanto en sus ensayos teológicos como en los diálogos protagonizados por el sabio monje Boguljub –el protagonista de sus obras para jóvenes, en las que les recuerda la importancia de la dimensión espiritual–, explica el sentido y el rico horizonte que abre lo simbólico. Para Rupnik, el símbolo posee un significado metafísico, ya que es una realidad que encierra en sí dos mundos –trascendente e inmanente–, haciendo presente lo sobrenatural.
Estas ideas no solo son relevantes en términos religiosos, ni constituyen únicamente la clave para entender sus luminosos mosaicos. Son una forma de explicitar el reconocimiento de la unidad y de articular la dependencia de lo creado con su Creador. Lo que reclama, en última instancia, es transformar la actitud del hombre hacia su entorno: en lugar del poder y del dominio, lo propio de la persona es participar en el misterio de la creación.
La persona de Cristo
Esa unidad que anhela el hombre está encarnada en la figura de Jesús. A partir de los Padres de la Iglesia y del personalismo trinitario, Rupnik toma a Cristo como modelo para ahondar en la riqueza del ser humano y deducir lo que se deriva de su condición personal.
De acuerdo con su concepción antropológica, el hombre está constituido por dos principios: el principio de objetivación, que le lleva a autoafirmarse, y el principio personalizador o agápico, que determina su apertura a los demás y le conduce a la comunión con el otro.
Pero ¿cuál es el destino de la persona? Está llamada a participar en el amor de Dios, de quien es imagen. La unión del hombre con Dios no es algo accesorio o exigible únicamente al cristiano; es el elemento constitutivo y determinante de la persona. Y es precisamente este destino sobrenatural el que le debe servir de orientación: “El hombre –explica en uno de sus libros más famosos, El arte de la vida– solo puede entenderse desde lo que está llamado a ser”, es decir, contemplando su final trascendente.
Amor “kenótico”
Si se cae en la cuenta de que la persona es la pieza central de la antropología y la teología de este pensador, es más fácil comprender su novedosa ontología del amor. En efecto, el origen de la persona es el amor divino –fuera de Dios, puntualiza, no hay auténtico amor– y la creación es un don gratuito, de modo que el principio agápico, la caridad, aparece como el auténtico fundamento de lo real.
Pero es que incluso el amor debe ser el paradigma de la epistemología. Para lograr la integración entre el sujeto que conoce y el objeto conocido y superar la escisión entre ambos, en la que encalla una y otra vez el pensamiento filosófico occidental, trae a colación la comunión entre persona y realidad que se alcanza en el acto de la contemplación. Por otro lado, al ser la persona don, su desarrollo depende de la comunión con el prójimo y del sacrificio de sí, no de la reafirmación de su propio yo.
El amor al que se refiere no es el sentimental o mundano, sino un amor de altura: libre, salvífico y redentor. Posee, pues, naturaleza “kenótica”, pues comprende la posibilidad de ser rechazado, negado, por la persona sobre la que se desborda. Es esta una de las verdades que ayudan a comprender también la revelación cristiana: la donación personal implica el sacrificio de uno mismo, hasta dar la vida por los demás, como se deduce del ejemplo de Cristo en la cruz.
El sentido de la sexualidad
Durante algunos años, Rupnik ejerció su ministerio entre jóvenes, de manera que conoce de cerca las inquietudes que surgen con el despertar de la sexualidad, al inicio del noviazgo o en el comienzo de la vida conyugal, como muestra en El camino de la vocación cristiana o en Adán y su costado. Espiritualidad del amor conyugal. Cree, sin embargo, que la supuesta crisis del matrimonio en la sociedad contemporánea no se soluciona descartando o rebajando las enseñanzas de la Iglesia, sino profundizando en su sentido. También la sexualidad es una realidad simbólica que expresa la vocación de la persona a la vida en comunión.
La relación entre hombre y mujer es un camino “para salir de la muerte”, vencer la tendencia expansiva del yo y situarse en las coordenadas del amor donal. El pecado, en el campo de la sexualidad, no consiste en la transgresión de un código abstracto de normas, sino en situarse fuera del marco antropológico que dota de sentido a las expresiones sexuales.
Hombre y mujer se buscan desde el inicio de la creación, afirma Rupnik, para quien la narración del Génesis transmite la profunda dependencia entre ambos. El amor humano, al ser imagen del amor divino, es elevado a sacramento por Cristo. El matrimonio representa la victoria de la comunión sobre el egoísmo y debe ser concebido como un paulatino proceso de purificación, en el que el amor erótico se va transformando, con la ayuda de la gracia, en ágape. Además, posee una dimensión escatológica, pues revela al ser amado tal como es a los ojos de Dios.
Estas profundas reflexiones aparecen en su obra junto a consejos prácticos sobre la vida matrimonial y el noviazgo, consejos que nacen de su experiencia en la dirección espiritual. Recomienda a los novios cuidar especialmente su vida interior, pedir perdón, verificar la sinceridad de su amor o llevar un diario espiritual en el que constaten cómo va madurando sobrenaturalmente su relación.
Hacia una cultura de la Pascua
Estas ideas e intuiciones sobre el símbolo, el amor y la persona se han mostrado fecundas en muchos ámbitos y demuestran la capacidad sugestiva de la obra de Rupnik. Se hallan también presentes en su arte, en el que se materializan y concretan, por decirlo así. Y han sido relevantes en la elaboración de su teología simbólica y espiritual.
Pero la aportación de este artista debe entenderse, sobre todo, como una respuesta a la situación del cristianismo actual, convertido, según algunos, en una cultura minoritaria y amenazada. A este respecto, no cree que los cristianos deban reafirmar su identidad de forma agresiva o construir guetos, cortando los vínculos con la sociedad de hoy. Antes bien, considera imprescindible explotar la novedad cristiana e invitar de nuevo a todo hombre a participar en la cultura de la Pascua.
La cultura cristiana, basada en la persona y centrada, por tanto, en el diálogo y la comunión, debe manifestar la dimensión trascendente de lo creado y la belleza de un mundo transfigurado por la muerte redentora de Cristo. Más que transmitir ideas o convencer de una ideología, se ha de testimoniar la fe con estilos de vida que expresen “la acogida plena de la salvación”.
Es este, a fin de cuentas, el significado de la famosa frase de Dostoievski, “la belleza salvará al mundo”, que, de algún modo, constituye el centro del que irradia el atractivo espiritual de la filosofía y la apuesta artística de Rupnik. Mostrar la belleza de la realidad redimida es no solo un camino fecundo para la nueva evangelización, sino la gozosa obligación de todo fiel cristiano.
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