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miércoles, 29 de noviembre de 2017

El futuro de Israel, condicionado por el judaísmo ultraortodoxo



Por Sergio Marín

Jerusalén.— Israel pasará a la historia, entre muchas otras cosas, por haberse constituido como el único Estado confesionalmente judío. Sin embargo, aunque la imagen que pudiera transmitir al exterior sea de una nación judía homogénea, la realidad es que uno de los principales retos políticos que Israel tiene por delante –además del conflicto palestino– es el de integrar en una misma tierra maneras diametralmente opuestas de entender el judaísmo.

La secularización de Occidente no se ha quedado a las costas del mediterráneo: Israel es, en muchos aspectos, un país occidental más en el que la forma de entender sociedad, Estado y religión suscita el dilema de cómo lograr la coexistencia entre quienes ven en el judaísmo la clave de interpretación de la realidad en su conjunto y quienes lo cuentan como un elemento más dentro de la cultura y tradición recibidas.
Los jaredíes (del hebreo חֲרֵדִים, que significa “los que temen a Dios”) o –como se suele llamarlos– “ultraortodoxos” representan, dentro del judaísmo, la práctica religiosa más devota. Al igual que otros grupos de judíos, creen que Dios entregó la Torá a Moisés en el Monte Sinaí junto con sus respectivas reglas y mandamientos (mitzvot), 613 en total, que componen el cuerpo de la ley judía (Halajá). Pero, a diferencia de la mayoría de sus coetáneos, se caracterizan por una interpretación prácticamente literal del texto de la ley judía, y por adoptar posturas radicales en el resto de ámbitos de la vida cotidiana.

Segregados

En concreto, gran parte de la comunidad jaredí se caracteriza por un rechazo de la modernidad occidental, y se esfuerza por vivir del modo más alejado posible de todo cuanto tenga que ver con ella. Para la mayoría de jaredíes, el mundo moderno es una fuente constante de perversión, ante el cual solo cabe dar la espalda y tratar de vivir al margen. Este rechazo se traduce, en concreto, en una segregación geográfica, pues la mayoría de judíos ultraortodoxos suelen vivir aislados del resto de comunidades laicas que les rodean, formando barrios y distritos aislados en medio de las ciudades. El contraste llega en ocasiones a ser extremo. Algunos de estos barrios, como el de Mea Shearim en Jerusalén, tienen claramente marcados sus límites, y se ruega a todo el que entre a que no perturbe “la santidad de este lugar” ni se pasee vestido de forma poco decorosa.
La propia manera de vestir y de relacionarse es ya un elemento de clara diferenciación. Los hombres suelen llevar largas barbas, kipá o sombrero en la cabeza, camisa blanca y un largo traje negro. Las mujeres, por su parte, suelen llevar el pelo recogido y envuelto con un pañuelo, y las extremidades cubiertas hasta las muñecas y los tobillos respectivamente. Los códigos sociales de modestia en varios de estos barrios alcanzan, en algunos casos, cotas extremas. En muchos de ellos los hombres no dirigen la palabra a ninguna mujer más que a su esposa y viceversa; el transporte público está separado en la sección de hombres y la de mujeres, y algunas, especialmente devotas, solo salen a la calle con un burqa que las cubre por completo.
Esta segregación posee también una vertiente social, ya que los judíos ultraortodoxos poseen todo un sistema educativo paralelo al secular. En él, cada estudiante permanece hasta los 18 años en su respectiva yeshivá, estudiando el Talmud y la Torá; después, los hombres –que suelen contraer matrimonio a esta edad– pueden optar por continuar sus estudios en centros más avanzados denominados kolel. Para la gran mayoría, el estudio de los textos religiosos constituye la actividad más noble en la que invertir su tiempo, cumpliendo así la profecía de Isaías: “La tierra estará llena del conocimiento del Señor, como las aguas cubren el mar” (Is 11, 9).

Judíos no sionistas

Este rechazo del mundo, unido a un atento cumplimiento de lo recogido en los textos sagrados, se traduce también en un rechazo ampliamente mayoritario del sionismo y del establecimiento del Estado de Israel. La opinión compartida por muchos jaredíes es que Dios destruyó el reino de Israel para castigarlo, y que solo el Mesías podrá restaurarlo de forma definitiva. De ahí que cualquier intento fáctico de establecer de nuevo un orden definitivo para el pueblo judío esté visto por muchos como un acto de rebelión contra Dios.
La participación política del sector jaredí es, por ello, escasa, entendida solamente como una presencia necesaria para defender sus derechos y garantizar el cariz religioso de las distintas políticas sociales. No obstante, los dos partidos que aglutinan la amplia mayoría de votos de la comunidad ultraortodoxa, el Shas (representante de los judíos ultraortodoxos de tradición sefardí) y el Yahadut Hatorah (que reúne a los de tradición asquenazí), históricamente han resultado ser de vital importancia para los dos grandes partidos –el Likud y el partido laborista– para formar una coalición de gobierno. Lo que explica asimismo el gran poder de negociación que el Shas y el Yahadut Hatorah han tenido para reivindicar en el Parlamento los derechos y beneficios de los que goza la comunidad ultraortodoxa.

Coexistencia difícil

La coexistencia de los jaredíes junto con otros segmentos de la población se encuentra en la actualidad en una situación delicada. Si bien es cierto que muchos judíos practicantes consideran legítima la práctica ultraortodoxa, muchos otros –principalmente judíos seculares– ven en este grupo un grave peligro para el sostenimiento y desarrollo del Estado de Israel. Y ello principalmente por tres razones: la negativa de los jaredíes a participar en el servicio militar obligatorio, su baja participación laboral y su rápido crecimiento demográfico.
En Israel, los hombres deben prestar el servicio militar durante 32 meses y las mujeres durante 24. Con la creación del Estado de Israel en 1948, el primer ministro David Ben-Gurión eximió de forma simbólica a 400 estudiantes de distintas yeshivot para resucitar los estudios de la Torá tras el Holocausto. Dicha exención fue posteriormente ampliada al resto de estudiantes vinculados a algunos de estos centros y, durante las últimas décadas, ha sido el objeto de una tensa polémica que ha dado lugar a distintas revisiones y propuestas de ley.
Tras las elecciones de 2013, el gobierno entonces formado –sin representación jaredí en la coalición– logró aprobar una propuesta de ley por la que se revocaba la exención del servicio militar para los judíos ultraortodoxos por su participación activa en los estudios religiosos. Con el nuevo gobierno formado en 2015, esta propuesta de ley fue enmendada y se estableció una prórroga de cinco años –hasta 2020– para revisar las condiciones de la exención. No obstante, el pasado septiembre el Tribunal Superior de Justicia israelí declaró inconstitucional dicha enmienda, otorgando al gobierno un año de prórroga para introducir los cambios necesarios y normalizar la situación. Semejante noticia ha sido recibida con gran indignación por la comunidad ultraortodoxa, que a lo largo de estos dos últimos meses ha protagonizado distintas manifestaciones y enfrentamientos con la policía, tanto en Jerusalén como en otras ciudades, para expresar su disconformidad ante la decisión de los jueces.
La obligación o exención del servicio militar es, para muchos judíos, un debate de capital importancia. No solo por un motivo de seguridad nacional, sino principalmente por una cuestión de igualdad social. El servicio militar constituye en Israel la principal herramienta de unificación e igualación entre los distintos estratos sociales: de ahí que muchos no entiendan por qué a día de hoy siguen existiendo, de facto, ciudadanos de primera y segunda clase: aquellos exentos de prestar este servicio por su práctica religiosa y el resto de la población.

Subvenciones en vez de sueldos

Muchas de las críticas contra los jaredíes proceden también de la negativa de muchos de ellos a realizar alguna actividad laboral (solo un 45,7% de los hombres de la población jaredí trabaja, frente al 60,4% nacional). Actualmente, un judío ultraortodoxo adulto que decida continuar sus estudios religiosos en un kolel, recibe del Estado una subvención que varía entre los 120 y los 215 dólares mensuales, a los que se añaden otra subvención por cada hijo de entre 42 y 52 dólares al mes. Para muchos hogares en los que el marido se dedica al estudio de la Torá, la existencia de este tipo de subvenciones –unido a trabajos puntuales dentro de la comunidad, al gran apoyo económico entre jaredíes, al trabajo de la esposa y a los estrechos lazos intergeneracionales en las familias– hace que vivir con las necesidades básicas cubiertas y formar una familia numerosa sean perfectamente compatibles.
Pero, al mismo tiempo, la existencia de este tipo de subvenciones ha contribuido a crear un pequeño ecosistema del que muchos judíos ultraortodoxos se niegan a salir. Esta falta de voluntad y de alicientes para buscar un empleo, unida al hermetismo propio de la comunidad jaredí, hacen de este sector de la población una franja completamente desmotivada e inepta para realizar cualquier tipo de trabajo más allá del reducido circuito en el que viven. De ahí que muchos otros judíos seculares consideren como un despropósito y como una clara discriminación que una parte significativa del dinero público se destine cada año a financiar el estilo de vida jaredí.
Estos problemas, que representan una amenaza para la cohesión social y la sostenibilidad económica de un país de apenas 8,5 millones de habitantes, tienen delante de sí un futuro bastante incierto de cara a su resolución. La comunidad jaredí posee la tasa de fecundidad más alta del país (unos 6,9 hijos por mujer, frente a los 3,13 de la población secular judía y de la árabe-israelí), y se estima que para 2059 represente un 30% de la población total de Israel (unos 5,25 millones sobre un total de 18 millones).
Definir un nuevo modo de coexistencia entre los judíos ultraortodoxos y el resto de sensibilidades representadas en Israel constituye, seguramente, uno de los principales retos a los que la política israelí deba hacer frente durante los próximos años. Pues no se trata únicamente de un debate de políticas sociales o económicas, no consiste únicamente en lograr una forma de integración que satisfaga a todas las partes implicadas. Se trata, ante todo, de un problema de identidad del propio Estado de Israel: casi 70 años después de su creación, necesita preguntarse con profundidad y rigor qué significa, hoy más que nunca, ser un Estado judío.

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