Por Alfonso Aguiló
En el mismo ADN de un embrión humano está ya presente toda la constitución de la persona: sistema nervioso, brazos, piernas, incluso el color de sus ojos. Y en el momento en que está compuesto solo de tres células, inmediatamente después de la fecundación, el individuo es ya único, rigurosamente diferente de cualquier otro. Nunca se ha dado antes y no se dará de nuevo nunca más; es una novedad absoluta. Como ha escrito Jérôme Lejeune, el embrión es un ser vivo; y procede del hombre; por tanto, el embrión es un ser humano. De ahí se deduce que no puede considerarse propiedad de nadie.
Sin embargo, en los últimos años se ha desarrollado toda una industria basada en los embriones humanos. Y aunque muchas veces -no todas, ni la mayoría- se busque con ello fines más o menos dignos de elogio, se trata de una práctica éticamente reprobable, por varias razones, todas de bastante peso.
Quizá una primera podría ser que, en el intervalo que va desde la fecundación en la probeta hasta el transplante, el hijo queda privado de la protección natural de la madre y, por tanto, expuesto a toda suerte de manipulaciones, gran tentación a la que el hombre no se resistirá (no se ha resistido) mucho tiempo.
Por otra parte, para conseguir un implante válido se necesitan varios embriones. Los que no hayan sido utilizados, serán congelados y conservados en ese estado intermedio entre la vida y la muerte, en espera de que alguien se quiera quedar con ellos, o bien hasta ser destruidos después de un tiempo, a menos de que sean ofrecidos a la investigación como cualquier animal de laboratorio. ¿Es esto congruente con la dignidad humana?
En este último supuesto, entramos en lo desconocido y en el horror. ¿A qué tipo de manipulaciones genéticas pueden llegar a ser sometidos? ¿Quién lo podrá evitar?
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