Por Antonio Argandoña
No he leído el libro de Martin Sandbu, “Europe’s Orphane: The Future of the Euro and the Politics of Debt”, que ha aparecido hace poco, aunque sí he leído algún comentario elogioso sobre el mismo. A estas alturas, el ciudadano de a pié seguramente piensa que los economistas ya sabemos todo sobre la crisis reciente, y que estaremos de acuerdo en lo que pasó. Pues no. Bueno, podemos escribir una historia, como la del estudiante al que en un examen oral le preguntaron por la Guerra de los Cien Años, y empezó a decir “pues, el primer día…”. Pero no estamos de acuerdo sobre lo que esperaba el profesor del alumno: por qué se produjo esa guerra. Pues lo mismo nos pasa a los economistas. Y eso es lo que intenta ese libro.
De las reseñas que he encontrado del libro de Sandbu quiero fijarme en una idea. La crisis del euro se debe no tanto a un problema de diseño de la moneda única, como a un problema de gestión. Si los frenos de un automóvil suelen fallar, y tú lo sabes, y tienes un accidente, la culpa es del coche, pero, sobre todo, es tuya, porque no supiste manejar bien un vehículo que tiene un fallo de diseño o de construcción. En el caso del euro, Sandbu concede una notable importancia al manejo del problema de la deuda soberana. Cuando se dispara la deuda en Grecia, por una causa, en Portugal, por otra distinta, en Irlanda y en España por otra causa… lo primero que se resiente es el sistema financiero, porque los bancos nacionales son los grandes compradores de deuda pública del propio país. O sea, la crisis de la deuda es una crisis de la banca. Y no solo de la banca de esos países, sino de la banca de todos los países de la zona euro, porque todos habían comprado deuda bajo el supuesto, falso, de que sus emisores serían solventes, pasase lo que pasase.
La conclusión es que los gestores de la política económica de la zona euro quisieron evitar no ya la crisis de los gobiernos, sino la crisis de los bancos, a diferencia de Estados Unidos, donde se aplicaron las medidas, dolorosas pero necesarias, para que cerrasen los bancos insolventes. En Europa esto no se hizo. Quizás con razón, porque la eurozona no estaba en condiciones de hacer frente a la crisis de la deuda de unos cuantos países, y de la banca de esos países y de otros más, también los más grandes.
Pero esto lo aprendieron los políticos, claro. Y tomaron medidas: la más patente, poner un límite al salvamento de los bancos por los gobiernos,exigiendo que una parte importante de ese coste lo asuman, en el futuro, los inversores privados. Esto está muy bien, si todos entienden que han cambiado las reglas, que los que prestan a los bancos europeos corren ahora un riesgo que antes no corrían, y que los bacos deben gestionarse teniendo en cuenta ese riesgo. Pero el problema renace ahora: unos cuantos bancos italianos están en situación comprometida (y no son los únicos en Europa); la Unión Europea exige que los acreedores privados sufran la mayor parte del coste de su salvamento, pero la banca europea, la italiana sobre todo, no puede ofrecer una rentabilidad mínimamente aceptable, en el corto y en el no tan corto plazo, a unos inversores, cuya contribución es necesaria para salvar a los bancos, pero que saben que tienen muchas probabilidades de sufrir pérdidas millonarias. De modo que, al final, será el gobierno, o la Unión Europea, quien se encargue de salvar a esos bancos. O sea, repetiremos los errores del pasado.
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