Fernando Pascual
Era una mañana tibia del octubre romano. Unos turistas entran en la iglesia de san Agustín. A un lado se encuentra la Virgen del parto, famosa en la ciudad de Roma porque a Ella acuden miles de mujeres para pedir por el feliz nacimiento de sus hijos.
Entre los turistas hay una niña de 7 años. Inquieta como ella sola, la niña se pone a encender velitas. Un familiar le dice que si enciende velas tiene que formular un deseo. La niña no duda en decir lo que más desea: “Yo quiero un hermanito. Se lo pido a Dios, pero mis papás no quieren...”
Si hay confianza en la familia, los niños son de una sinceridad desarmante. No son pocos los hijos que abren su corazón para pedir a sus padres “un hermanito”. Quizá porque son hijos únicos, o porque ven lo hermoso que es el tener a otro más en la familia, o porque tienen más cariño hacia la mamá cuando está embarazada, o por otros motivos que se esconden en la cabeza inquieta de cada niño.
La petición nos presenta un problema muy extendido: muchas familias “planifican” tener pocos hijos y muy distanciados. Hay quienes se quedan en el hijo único, por opción o por accidente: la naturaleza no perdona y dice “basta” cuando los esposos menos se lo esperan. Hay quienes tienen dos hijos y ya se sienten ahogados por los gastos, la ropa, los juguetes y los mil deseos (a veces simples caprichos) de cada hijo. No falta quien, al llegar el tercer hijo, se siente con complejo de “familia numerosa”.
Para algunos, la opción en favor de pocos hijos estaría motivada por “amor” y por realismo. Amor, para darle al único hijo (o a los dos, que ya parecen muchos) todo lo que desee y mucho más de lo que los padres tuvieron. Y realismo, porque el piso, el trabajo, las mil necesidades, muchas ficticias, del mundo moderno no dejan espacio para mayor generosidad.
El amor, sin embargo, debería más bien abrirse a la generosidad. Si amar significa desear el bien del amado, ¿habría amor verdadero allí donde decimos “no” a la posibilidad de que nuevos hijos inicien la aventura de la vida?
La cultura moderna, sin embargo, ha llevado a muchos a ver al hijo simplemente como el “resultado” de una opción personal. Dicen: “nacerá nuestro hijo cuando lo decidamos. Si no lo queremos, no nacerá”. Esta mentalidad tiene el peligro de reducir al hijo a un objeto entre los demás objetos de la casa. En otras palabras, su vida depende en todo del querer de los mayores. No es extraño que, en el contexto de esta mentalidad, sean eliminados tantos hijos que tienen “defectos”, o que no son lo que soñaban sus padres, o que “llegan” en el momento “equivocado”.
En cambio, la cultura que nace de la fe cristiana nos ayuda a ver a los hijos de un modo completamente distinto: como un don de Dios. El don se acoge con alegría, como un regalo espléndido, como una riqueza para los padres, para los otros hijos y para el mundo entero. El amor conyugal se convierte, con todas sus dimensiones (física, psíquica, espiritual) en la puerta que permite ser colaboradores de Dios en la transmisión de la vida.
Entonces el nuevo hijo se convierte en el tesoro de la casa. Aunque haya que prescindir de unas vacaciones muy deseadas. Aunque haya que poner una litera en la habitación del segundo hijo. Aunque haya que dejar por ahora de lado el sueño de ese coche en el que soñaban papá y mamá desde hacía tiempo.
Algunas cosas quedan en segundo lugar porque llega un hijo, algo mucho más valioso que todas las riquezas del mundo. Un hijo que conmueve el corazón de Dios, que hace sentirse más unidos y más enamorados a los esposos, que alegra a los otros hijos (si no son egoístas, si aprenden a ser generosos como sus padres) que sienten que en casa habrá que compartir muchas cosas “como buenos hermanos”.
La niña ha pedido un hermanito a Dios. Dios está deseoso de poder dárselo. Basta con que papá y mamá crezcan en su amor mutuo y abran su corazón a la confianza y a la alegría, acojan con generosidad esa aventura que inicia con la llegada de cada nuevo hijo.
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