Por Antonio Argandoña, Profesor Emérito de Economía y titular de la Cátedra CaixaBank de Responsabilidad Social de la Empresa y Gobierno Corporativo del IESE.
He estado un par de días en Lisboa y Oporto, dando una sesión a los antiguos alumnos del AESE, una escuela de dirección de empresas que tiene muy buenas relaciones con el IESE. El tema que desarrollé fue el de la corrupción. Encontré a mis oyentes inquietos por la acumulación de problemas que encontraban en su país; traté de tranquilizarles haciéndoles notar que nosotros estábamos peor que ellos.
Me preguntaron, claro, por las soluciones. Les dije que la tentación es más leyes (uno de ellos me corrigió y dijo que mejores leyes; le di la razón), más controles, más penalizaciones… Hacen falta, pero no son “la” solución, porque inciden en una forma de ver el problema que es, ¿cómo lo diría?, muy “económica”: la gente se mueve por motivaciones extrínsecas, o sea, premio y castigos; si ser corrupto es demasiado costoso, la gente dejará de serlo, luego hay que intensificar los controles y los castigos. No sirve: si las penas son grandes, los beneficios de un buen pelotazo corrupto serán más grandes. Los premios y castigos son caros para la sociedad; desaniman a los que tratan de hacer las cosas bien (se enfrentan a obstáculos importantes y, si hacen algo mal, se les puede caer el pelo)… Y hecha la ley, hecha la trampa. Bien por la ley, pero no basta.
La solución que se nos ocurre a los que nos dedicamos de una manera o de otra a la ética es, eso, más ética. Tampoco sirve, porque da por supuesto que si la gente “sabe” lo que hay que hacer porque “eso es lo que hay que hacer”, lo hará. Y la gente no funciona así. A menudo no se dan cuenta de que hay un problema moral hasta que se encuentran metidos en él; no saben diagnosticarlo, no saben encontrar soluciones y, muy importante, no tienen la fuerza de voluntad para ponerlas en práctica, El lector ya habrá adivinado que, si faltan virtudes, la ética se queda en buenas palabras, en lamentaciones estériles o en amenazas que nadie cree. Y entonces se quejan de que la vida está muy difícil, de que vivimos en una sociedad corrupta, de que todos lo hacen… y se paralizan y no hacen nada, primero con mala conciencia, pero luego la tranquilizan.
“Para decirles eso no hacía falta hacer un viaje a Portugal”, me dice el lector. Bueno, ha valido la pena, porque ambas ciudades son preciosas Pero, claro, les dije algo más. Si quieren saber qué, lean la próxima entrada.
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